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jueves, junio 29, 2006

Octavos de final


Historia magistra vitae, experientia mater scientiarum, futbol pater sensus communis.

La historia es la maestra de la vida, una verdad que todavía no aprendemos a pesar de habérsenos enseñado con fórmulas diversas, como esa de que quien olvida sus errores está condenado a repetirlos o que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

La experiencia es la madre de las ciencias, a veces, por cierto, con el método de ensayo y error, pero dejando de lado los errores. . . No así los pseudocientíficos que nos tienen acostumbrados al método de error y ensayo, donde de las malas experiencias no emergen las ciencias sino la reiteración ideológica de los errores.

¿Cómo salir de ese profundo hoyo en que nos hundimos cuando una ideología nos impulsa a repetir, una y otra vez, las malas experiencias mil veces refutadas por la vida de quienes han sido felices, por el verdadero conocimiento científico y por la historia de la humanidad? ¿Cómo liberarnos de la propaganda que domina impunemente a la opinión pública, que le hace creer que progresamos cuando en realidad nos abraza cada vez más fuertemente la barbarie?

Futbol pater sensus communis!: he aquí la solución. El fútbol es el padre del sentido común.

Yo me conformo con que llevemos a la vida personal, familiar, económica, social y política, nacional e internacional, moral y espiritual, el sentido común que hace que el fútbol funcione bien, dé lo que promete, progrese a pesar de los errores.

No afirmo que el fútbol esté fuera de peligro. No: todos los subsistemas sociales están comunicados entre sí. Apenas uno de ellos comienza a ser demasiado exitoso, seguro que vienen los fracasados —los corrompidos— a tratar de aprovecharse, es decir, a corromperlo. Ya hemos visto corrupción en el fútbol: no lo niego. De todas maneras, de momento funciona bastante bien. Sugiero solamente que, para mejorar en lo que estamos mal —como la política y la moralidad pública, la educación y la justicia social—, nos apoyemos en lo que va bien.

Se me ocurre la siguiente comparación. ¿Qué hace un enfermo para sanarse? El médico y su arte son una ayuda externa, que debe, para ser eficaz, apoyarse en lo que todavía está sano. Si colapsan simultáneamente el corazón, el cerebro, los pulmones, el hígado, los riñones, el estómago, el sistema inmune . . . ¡el médico sirve para extender el certificado de defunción!

Así también acontece en nuestra vida personal y social. Hemos de apoyarnos en lo que sin duda va bien para conocer los criterios sobre cómo actuar en aquello que no va tan bien. Si hay malestar ante los resultados de la educación, pero hay consenso en que las empresas y los emprendedores funcionan relativamente bien tanto en el mercado interno como en el internacional, quizás es hora de inyectar más mentalidad empresarial y emprendedora en el sistema educacional, de vincular todavía más a los empresarios con la educación. Sería de locos hacer exactamente lo contrario, que es, al parecer, lo que proponen algunos de los responsables de la debacle.

Y aquí es donde cobra especial importancia mirar hacia el fútbol de calidad, de calidad técnica y humana, a cualquier escala. No nos fijemos en los clubes de pacotilla que reproducen en su interior, como en miniatura, el mundillo de las mafias y de la política. Propongo que miremos el fútbol que funciona, que es el de los países grandes como Brasil, Argentina, Alemania, Inglaterra, España, Italia . . . (aunque no falten síntomas de corrupción), pero también, cuando se respetan las reglas del juego y de la decencia, el de un club amateur y hasta el de un grupo de amigos, un colegio o una universidad.

Así, observando un partido de fútbol, analizando un campeonato, podemos aprender mil lecciones de sentido común, válidas para otros ámbitos de la vida. De hecho, me siento capaz —perdonen la presunción— de escribir un libro entero, y más de uno, sobre las lecciones del fútbol para la vida, para la familia y para la sociedad. Lo haría por solamente la quinta parte de lo que pido para revelar los secretos del amor.

Ahora debo limitarme a comentar la lección, sencilla pero importante, que nos enseñan los octavos de final. Una lección para la vida, pero también para la política y la familia.

Hemos de optar: ¿creemos en la reencarnación o en una sola vida, con una sola muerte?

La primera ronda del Mundial de Fútbol está compuesta por partidos que no se parecen a la vida tal como es.

Los partidos de la primera ronda no terminan con una victoria o una derrota definitiva. Incluso el que pierde tiene una segunda oportunidad; puede, por decirlo así, reencarnarse en el siguiente partido. Quizás hoy jugué como una tortuga, pero pasado mañana puedo ser un leopardo.

La razón, además, funciona de manera calculadora: contra Brasil me conformo con empatar, si luego puedo ganarle a Croacia; incluso puedo perder contra Brasil, si luego empato con uno y le gano al otro. En una vida con reencarnación, la calculadora funciona con toda paz: no me siento con fuerzas para vivir los próximos cincuenta años como humano, así que viviré como un cerdo; en mi otra vida seré un cochinito simpático y ascenderé a caballo en la subsiguiente; pero, ahora, por favor, déjenme en paz, que a Brasil no hay quien le gane.

Los octavos de final, por el contrario, son como la vida verdadera. Se gana o se pierde. No se calcula: se lucha por la victoria.

Una familia se vive una sola vez. Ya basta de creer que hay segundas oportunidades, basta de soñar con las rondas preparatorias, basta de pensar que este partido, el que juego ahora, puede empatarse: ¡no hay empate en la familia! ¡Se gana o se pierde!

Un país parece ser eterno, pero cada generación vive una sola vez. Hemos de ganar ahora.

A la final no llegaremos si perdemos en los octavos de final.

jueves, junio 22, 2006

Un modelo para salir de la masa


Hoy es el dies natalis de santo Tomás Moro, buena ocasión para recordar, entre sus muchas virtudes, la lealtad y el sentido de responsabilidad con que se ocupó de la vida pública.

Muy conocida es su vida diplomática y jurídica, su habilidad política, su fidelidad al rey Enrique VIII y su martirio por negarse a traicionar a la Iglesia. También es grande su fama como humanista cristiano, para quien todo lo humano —la familia y la política, los negocios y las diversiones, las artes y las letras, la teología y la ciencia, las lenguas vivas y clásicas: ¡todo!— constituía don de Dios y camino al Cielo. No era, lo suyo, ese humanismo cristiano de quienes poco saben de humanismo y mucho de medrar con la etiqueta de “cristianos”, que desechan como inútil apenas comienza a pesar más de lo que paga.

Moro ayudó a renovar la cultura de su tiempo a nivel europeo, nacional y familiar. Hubo de soportar las críticas de quienes no entendían que diera a sus hijas una educación igual de honda y esmerada que la que recibían los varones en la Europa de esos años. Su ejemplo, por desgracia, no cayó en terreno fértil. ¿Cuántos quebraderos de cabeza nos habríamos ahorrado si, desde el siglo XVI, en lugar de evolucionar hacia la sociedad del dominio machista sobre las personas y sobre la naturaleza —so pretexto de racionalidad— hubiésemos sacado las consecuencias de la visión de Moro, rectamente igualitaria sin igualitarismos sentimentales?

También es famosa y envidiable la amistad entre Tomás Moro y Erasmo de Rótterdam, quien le dedicara su Moriae Encomium (Elogio de la locura o de Moro, en un juego de palabras). Los dos trabajaron, cada uno con su estilo peculiar, en rescatar la cultura cristiana y europea de su decadencia. No callaron ante la barbarie, pero tampoco se dejaron arrastrar por las reacciones extremistas, que pretendían solucionar los problemas mediante una crítica destemplada y la destrucción del orden vigente, la violencia en definitiva.

Moro hizo resonar su voz en toda Europa casi sin proponérselo. Incluso cuando, intentando salvar la vida, renunció a su alto cargo de Canciller del Reino y se recluyó en el silencio y en la ausencia, negándose en todo caso a apoyar una ley inicua, sus silencios fueron gritos de fe y de amor, de honradez en defensa de la verdad y de la conciencia. Ante sus acusadores supo hablar para defenderse y, una vez condenado a muerte, supo declarar sin ambages que moría no por su capricho sino por fidelidad a Jesucristo, sin condenar por eso a quienes veían las cosas de otra manera.

A mí me cuesta pensar en un modelo mayor de equilibrio y de fortaleza para defender la verdad sin fanatismo. Tomás Moro se esforzó por creer en la inocencia de las conciencias de quienes le perseguían, mas sin ceder, no obstante su agonía ante la muerte, en el fondo del asunto.

También nosotros nos hallamos ante una crisis de la cultura, una crisis en que visiones incompatibles del hombre y del bien común se enfrentan sin posibilidad de reconciliación. En medio, como siempre, yace la masa inconsciente que no sabe qué pensar, que mira por turnos a un lado y al otro, desconcertada: ¿indisolubilidad o divorcio?, ¿castidad o anticoncepción?, ¿libertad para abortar o absoluta protección del no nacido?, ¿eutanasia o cuidados paliativos hasta la muerte natural?, ¿permisivismo moral o defensa de la moralidad pública?, ¿matrimonio heterosexual o libertad de combinaciones?, ¿libertad de enseñanza para las familias o igualación estatal de la educación?, ¿apoyo público a la religión o esfuerzo secularizador?

Tomás Moro es un buen guía para salir de la masa, para pensar con responsabilidad en las cuestiones públicas.

Me atrevo a decir que prefiero relacionarme con alguien que, como Enrique VIII, pelea por sus propios intereses, por el poder o por una ideología atea, contra la Iglesia, antes que con un católico que no lucha por su ideal, convertido en átomo de una masa manipulada, servil, indiferente.

He conocido ya a muchos defensores de la secularización, de un relativismo radical o sutil que está en la raíz de nuestros más serios trastornos individuales y sociales. Advierto en algunos de ellos, sin embargo, algo de la nobleza de Moro: amor a la verdad, aunque digan que no creen en ella; sentido de la civilidad, de la responsabilidad pública, de la necesidad de empeñarse en algo más que comer y beber y divertirse; un esfuerzo serio por vivir a la altura de cierto ideal ético, aunque no sea demasiado exigente ni sepan cómo fundamentarlo; y aun la increíble lucha por liberar la tierra de la fe cristiana, que desconocen.

Y he conocido a demasiados católicos completamente secularizados, aunque sean obispos y sacerdotes y religiosos: que no derramarían una sola gota de sangre por su fe, aunque estén dispuestos —harto mérito tiene— a cansarse en un activismo loco por causas meramente terrenas; que viven como si Dios no existiera, porque nada hay en su conducta —cuánto comen, cuánto beben, qué lujos usan, cómo viajan, qué leen y oyen y miran y dicen y alaban— que nos recuerde la Cruz de Cristo, esa exageración histórica; que en realidad, como decía el Venerable Cardenal John Henry Newman, creen por tradición cultural, pero fe, fe sobrenatural, no tienen.

Con esos agnósticos, ateos comecuras, puedo hablar y luchar de frente; con esos católicos tibios, hombres-masa, aliados ingenuos del relativismo y de la secularización, casi no puedo dar un paso.

Mas he aquí el desafío: extraer de la masa —especialmente de la masa de los creyentes, pero también de quienes no creen: siempre cabe la conversión—, de la masa de los que viven hundidos en la vida meramente privada, en un egoísmo al que toda la sociedad empuja, una selección de hombres nuevos, de seguidores del ejemplo cívico y cristiano de Tomás Moro.

A fin de cuentas, la masa merece nuestro cariño, el de todos los que durante demasiado tiempo hemos vivido en ella.

jueves, junio 15, 2006

La verdad está de paro


Ya conoces el refrán: el que dice verdades pierde las amistades. Yo tengo otra experiencia. He hecho incontables amigos, también entre mis ex alumnos, a fuerza de decirles a la cara, con lealtad, lo que honestamente estimo que es la verdad. En ocasiones he apuntado hacia algo negativo que sus mismos padres veían, sin atreverse a decírselo . . . ¡durante años! Otra veces les he alabado cualidades ocultas —¿por qué decir unas cuantas verdades se entiende siempre acerca de lo malo?— que ellos no conocían. Una vez desveladas, han sido el inicio de una alegría nueva, de una superación creciente, de frutos maduros en el largo plazo, mérito de ellos y de sus familias, sólo secundariamente de quien, en torno a un café o a una cerveza, les sopló casi al oído: “tus preguntas en clase son especialmente lúcidas: ¡profundiza en ellas!”, o “no sé si lo has notado: tus compañeros te escuchan con atención, podrías influir en ése y ese otro para que estudien un poco más” —entonces influía y los tres se hacían mejores—, o, en fin, “con lo bueno que eres para el fútbol, seguro que puedes ser igual de deportivo en tu vida de cristiano”.

No niego que he sufrido, por excepción, malas experiencias. Mis palabras rebotaban en una conciencia encallecida. Incluso entonces no ha padecido la amistad.

Por eso, aunque no te conozco a ti personalmente, a ti que has estado de paro y estarás ahora, si eres la mitad de fanático que yo, casi tan parado con el Campeonato Mundial de Fútbol, aunque no nos conocemos voy a comenzar a ser tu amigo.

No me voy a callar ahora por falsa humildad, por ese cobarde que quién soy yo para entrometerme, que quién puede saber cuál es la verdad.

No se me ocurre nada más cobarde que un gobernante que no ejerce la autoridad o que un maestro —un profesor, un sacerdote— que no dice la verdad tal como la ve, aun a riesgo de equivocarse.

Y eso lo he contemplado en las semanas del paro de estudiantes secundarios: mentiras, hipocresía, manipulación, insistir en los errores de siempre sobre la educación. Naturalmente, no he sido capaz de leer todo lo que se ha escrito —estaba perdiendo el tiempo con una novela sobre Dan Brown—, y desde luego que alabo el esfuerzo de quienes han procurado sacar a flote algunas verdades incómodas, como Joaquín García-Huidobro, Sebastián Kaufmann, Diego Ibáñez, Hermógenes Pérez de Arce, Carlos Peña y Gonzalo Vial, entre otros. El punto es que, hasta donde he podido enterarme, a ti no te han dicho la verdad básica sobre tu paro: que has cometido una injusticia y es necesario repararla.

Solamente hay apariencia de justicia cuando uno lucha por sus propios intereses, porque la justicia es una virtud que nos mueve a dar a los demás lo que les debemos. Eso no significa que sea injusto luchar por los propios derechos: es justo, sin duda, pero no acto de justicia sino simplemente conforme a la justicia. Entonces no te creas un héroe de la justicia cuando clamas que se haga tu santa voluntad.

Además hay formas justas e injustas de reivindicar un derecho. Solamente en casos excepcionales es lícito afectar los bienes ajenos por la fuerza, es decir, usar la violencia para reivindicar la justicia. Un caso así puede ser el de un país donde han colapsado los cauces ordinarios para reclamar —los tribunales y la lucha política pacífica, las elecciones, el ejercicio del derecho de petición, las manifestaciones y reuniones verdaderamente pacíficas— o donde el gobierno ha instaurado una tiranía intolerable, extrema.

Tú has ejercido la violencia fuera de un caso de excepción. No me refiero solamente a haber creado, mediante la orquestación de una marcha pacífica de estudiantes, la ocasión para que actuaran a su manera los delincuentes comunes, el lumpen, los anarquistas y otras heces de nuestra sociedad. De estas injusticias eres ciertamente responsable, en mayor o menor medida, aunque creas que en esos momentos solamente jugabas el juego del poder; pero además pesa sobre ti el solo hecho de haber paralizado la enseñanza, de haber interrumpido el normal cumplimiento de los deberes profesionales de los profesores y de tus compañeros.

El único camino para salir de la crisis crónica de la educación es la mayor exigencia en el cumplimiento de los deberes: más horas de estudio, no menos; más disciplina, no menos; más competencia entre los estudiantes y entre los colegios, no menos; más libertad para alcanzar metas que diferencien a los mejores, no más controles para igualar hacia abajo.

Tú has partido de los presupuestos contrarios. Has cometido una injusticia y debes repararla con más estudio.

También ha sido injusto, aunque quizás por esa ignorancia que es parte del problema de la educación, lo que has pedido.

La gratuidad del pase escolar y de la Prueba de Selección Universitaria constituyen un asunto complejo, pero, al menos, que podría llegar a ser justo. Depende de comparar los costos de esas medidas con lo que deje de gastarse en los débiles de nuestra sociedad, los ancianos abandonados, los niños hambrientos, todos aquellos que no pueden parar porque se mueren y nadie les hace caso. (El paro de ancianos y de enfermos se combate con la ley de eutanasia).

Exiges la reforma de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza porque te han manipulado muy fácilmente los mismos ideólogos que han destruido la educación en Chile. En resumen, tú pides ¡más estatismo! ¡Qué injusticia! Apoyándose en tu violencia, los políticos cobardes se disponen ahora a profundizar en el mal que explica tu mala educación. Los mismos que te halagan y te prometen todo tipo de libertades licenciosas, ahora no le darán a tus padres, ni a ti mañana, una libertad de lo más básica, la de impulsar hacia lo mejor a los propios hijos.

Veo en ti otras verdades, verdades nobles y esperanzadoras, pero tenía que empezar como un buen amigo, por donde más cuesta.

jueves, junio 08, 2006

Dan Brown: ¿se nos pasó la mano?


Dan Brown chatea conmigo.

Chris, haz caído en la tentación, al dejar de lado tu rigurosidad argumentativa . . . Haz caído en el juego, ya no podrás criticarlo.

—Dan, recuerda tus lecciones de español, se escribe “has caído”, no con zeta sino con ese.

—Ya poh, Chris, ponte serio de una vez poh hochateó en chileno, el desgraciado, para emocionarme, siempre lo hace—.

—No puedo, si cada vez que oigo sobre tu Código me baja la risa, más cuando reconstruyo la historia oculta, tú sabes, la que comenzó en Frankfurt.

Look, Chris, look —replicó, se notaba impaciente—: be reasonable! Te sugiero que dejes de escribir sobre esto. Sé que tienes cosas mucho mejores para aportar, tal como se ve en posts anteriores.

Sentí un secreto orgullo antes de responder: ¡Dan Brown ha leído mis posts anteriores!

—¿Y por qué había de reírme de la Concertación de Partidos por el Poder y del humanismo cristiano, y de nada más? Oye, a propósito, tu consejo suena un poco como a amenaza.

I will sue you, man, if you do not stop this bullshit —confirmó mis sospechas—.

—Anda, Dan, be nice, déjame terminar con lo prometido nada más —supliqué—. Después me autocensuro, me dedico a la fe, con fuerza y amor, que a los códigos se los llevará el viento. Mira que María Magdalena quiere saber más secretos, y a Cambiaelmundo le gusta la reducción al absurdo, y Marta me pone un enlace de inmediato (un enlace virtual, se entiende, que ella es tan casta como tú).

O.K., Chris, go on, man (léase meeeaaannn), publica el resto de la historia, pero que sea breve —terminó Dan, y remató con un dejo de ironía—: al fin y al cabo, a ti te van a leer cuatro gatos y no cien millones de almas como a mí.

Frankfurt, noviembre de 1989, según los documentos de la CIA en Google premium.

Bouillon recibió a Mr. Brown en el salón VIP del aeropuerto internacional. Le presentó a un negro como de dos metros, negro-negro de veras.

—Mr. Gnchucu, éste es nuestro hombre —dijo el Merovingio—.

—Dan, Mr. Amín Gnchucu es Cooperador. Él es el único dueño del Grupo Bertelsmann, a través de diversas sociedades, por cierto, que no te imaginas la que se arma aquí si se enteran de que el dueño es negro (perdone, Herr Gnchucu, mi realismo), aunque peor sería que supieran que es Cooperador del Opus Dei.

—Mr. Brown, el negocio es muy sencillo —comenzó Herr Gnchucu—. Nuestra empresa ha adquirido las más importantes editoriales del mundo, entre ellas Doubleday. Posee también parte principal de Sony Inc. Hemos diseñado un plan para rescatar al Opus Dei de la campaña difamatoria iniciada en Alemania. Usted ha sido elegido para escribir un libro, que luego será llevado al cine. Su lema será el consabido “lo importante es que hablen de ti, aunque sea bien”.

Dan entendió, entonces, que debía hablar mal. ¡Genial! ¡Qué mejor que una polémica para vender y aparecer en todos los diarios y hacernos famosos! De inmediato expuso un bosquejo de su idea, lo que sería El Código Da Vinci. Al negro le pareció un poco herético, sí, pero, en fin, el creativo no era él, sino Brown. Además era obvio que era broma.

—Eso no es todo, Mr. Brown —continuó Amín Gnchucu—. Se trasladará usted a Hollywood dentro de un par de años. Ahí conocerá a su futura esposa, Blythe Newlon, una Cooperadora experta en marketing, que se encargará de todo. Usted solamente debe obedecer, y escribir, sobre todo escribir.

But, but . . . —tartamudeó Dan—: I am a Numerary, I am a virgin! This is impossible!

—No se preocupe, Mr. Brown, su integridad está ga-ran-ti-za-da —sentenció Gnchucu solemne—. Ella es doce años mayor que usted. Será solamente un matrimonio de conveniencia, totalmente nulo. Solamente compartirán el escritorio.

But . . . who the hell will believe that?

—Hombre, que si llegan a creer que Jesucristo, que ha otorgado a tantos el don del celibato por el Reino de los Cielos, se casó y tuvo descendencia, al final también creerán que Dan Brown fue un Numerario virgen.

O, that’s a good point. My novel is a joke, my marriage is a joke, only my virginity is real. And the Father, does he agree with all this mad plan?

—Él no conoce los detalles —intervino Bouillon—. Ha dicho que actuemos con libertad y responsabilidad.

—Pero la carta —Dan cambió al castellano— decía que me reuniría aquí con él.

En ese preciso momento entró Aringarosa. Se dirigió de inmediato a Dan:

—Tienes una misión clave.

Yes, Father.

—Hazlo lo mejor que puedas, con libertad, que yo no me meto; sigue el plan de nuestro amigo, el negro de Bertelsmann.

Yes, Father.

—Y no dejes de usar tus disciplinas y tu cilicio, ni de dormir en el suelo.

Yes Father. Pero —otra vez cambió al castellano—, ¿por qué yo, humilde servidor inútil?

—Sí, hijo mío, tendrás que ser humilde. He leído tus cartas, trata de no mancharlas con sangre; he leído tus cartas y me he reído mucho. Eso es lo que necesitamos: una buena comedia, en un inglés para las masas. Tú sabrás hacerlo.

Yes, Father —respondió Dan con un dejo de orgullo—. Y todo esto será secreto, ¿verdad?

—No lo creo, hijo mío —respondió Aringarosa—. No habéis limpiado los micrófonos ocultos: hay uno bajo mi asiento, otro en ese macetero, dos en la punta de la mesa, y ese cuadro de los delfines es un solo gran micrófono.

Bouillon se abalanzó sobre el cuadro y lo dio vuelta. Todos leyeron en grandes letras rojas: “This secret microphone belongs to the C.I.A. If you find it, please return it to P.O. Box 45789, Florida”.

No había nada que hacer.

—No os preocupéis —terminó Aringarosa—: en el Opus Dei no tenemos secretos.

Solamente amor a la libertad y buen humor.

jueves, junio 01, 2006

El Código Dan Brown: entre ficciones y mentiras

Widenberg es la Residencia del Opus Dei en Münster. ¿Me creerían si les digo que su actual Director, Hartwig Bouillon, es el último descendiente vivo de Jesucristo? Él es Numerario, es decir, célibe, así que, por desgracia, aquí se nos termina la descendencia de su noble familia.

Herr Bouillon es, además, el Director de la Oficina de Información del Opus Dei en Alemania. En la sala de torturas de Widenberg —el desván donde guardamos la bicicleta estática, que el sacerdote suele usar para expiar por nuestros pecados— hemos acumulado todos los documentos necesarios para descifrar el Código Dan Brown. Diré brevemente cuáles son; luego resumiré la historia; pero no tengo espacio para relacionar la historia con los documentos.

Primero contamos con decenas de libros y artículos sobre el Opus Dei. También tenemos todas las comunicaciones secretas entre el Opus Dei y el Grupo Bertelsmann (más no puedo decir porque son secretas). En tercer lugar, no creo que ningún otro investigador tenga las minutas de las reuniones de los protagonistas en su periplo por Europa, América y Japón, en los años ochenta y noventa del siglo pasado, cuando, según esta narración, comenzaba a crearse el mito Dan Brown. Otra información, que no puedo decir si existe o no existe sin arriesgar la seguridad de los informantes, pero que de existir habría sido muy útil, está constituida por los balances y documentos del grupo Bertelsmann, así como por las actas de asambleas secretas sobre el Proyecto Opus Dei. En quinto término, gracias a los servicios premium de Google y Yahoo, disponibles solamente, como todos ustedes saben, para Bill Gates y el Opus Dei, hemos accedido a cuatro millones doscientas cincuenta y ocho mil seiscientas dieciséis páginas web con transcripciones de entrevistas, correos electrónicos, comunicaciones privadas y documentos secretos de los servicios de inteligencia que han participado en la operación. Finalmente, un tesoro: la carta con que Dan habría pedido la Admisión como Numerario en el Opus Dei, así como varias otras misivas suyas dirigidas al Prelado Aringarosa, una de ellas manchada con la sangre de sus disciplinas.

No tengo tiempo de entrar en los detalles para demostrar que todo esto no es una patraña. Me imagino simplemente que nadie pondrá en duda la capacidad de producir documentos de un descendiente del que multiplicó los panes y los peces. Sí, tuvimos que asesinar a unos cuantos idiotas que se interpusieron en nuestro camino. Imagino también que nadie dudará de la capacidad de matar de un descendiente de quien la tenía para resucitar.

Soy consciente de que, como decía Fanny Lewald, “la verdad es a menudo demasiado sencilla como para ser creída”. Os corresponde a vosotros, queridos lectores, decidir qué creer y qué no creer en esta historia tan sencilla. Yo, por mi parte, tengo ante mi vista todos los documentos en los que se basa. No puedo abrigar ninguna duda acerca de su veracidad.

Hasta ahora los lectores o espectadores de El Código Da Vinci se dividen en tres grupos. La mayoría son los simplemente frívolos, los mismos que leían sin inmutarse literatura antisemita antes del Holocausto, simple libertad de expresión. Esos no necesitan pensar ni un instante acerca de qué es verdad o mentira, porque el asunto no tiene nada que ver con la literatura. Otra es la situación de los tarados, que son quienes se devanan los sesos sin saber qué pensar. ¿Se casó Jesús? La Iglesia católica, ¿oculta violentamente una verdad durante veinte siglos, a costa de millones de mártires que mueren por confesar su fidelidad a una mentira? Yo —piensan y dicen— soy católico, pero ¿puedo estar seguro de que los evangelios dicen la verdad y no más bien Dan Brown o el Evangelio de Judas? Son los de siempre, los que para no imponer su verdad a nadie dejan de creer en ella. Un tercer grupo es el de los anticlericales ilustrados. Ninguno de ellos da por buena la literatura de Brown; pero contemplan con agrado la lucha de las fuerzas de la libertad —un imperio editorial y cinematográfico— contra las oscuras presiones de los censores clericales —el Opus Dei y la Iglesia católica—, y se refocilan secretamente, suspiran como beatas con el pensamiento de que la Iglesia y el Opus Dei podrían de hecho ver bajar sus bonos. El fin santifica los medios.

De acuerdo, quedan los inclasificables, que no son ni frívolos, ni tarados ni anticlericales ilustrados. Son quienes han leído o visto el Código por motivos razonables: un crítico de cine, un censor, un periodista, un invitado que no podía rehusar, un despistado excusable . . . Si quieres, para que no te enfades, clasifícate tú aquí.

El punto es que todos se engañan. La clave del Código Dan Brown es ésta.

Dan nació el 22 de junio de 1964, fiesta de santo Tomás Moro, en Exeter, New Hampshire, Estados Unidos. Desde pequeño desarrolló un apego a todo lo religioso. A los diecisiete años conoció, en su exclusivo colegio privado Phillips Exeter Academy, a un Numerario de su edad, Mike. Tuvo una experiencia mística: ¿no será esto también para mí? Dudó, pero cuando supo que la virginidad estaba incluida en el contrato y que, al fin, podría usar cilicios y disciplinas, cayó rendido. Así escribía a Aringarosa: “Father: I wish to become a Numerary: I love the cilice; I am a virgin”. Aringarosa dudó, porque sería el primer Numerario en amar el cilicio así de entrada, y, en cuanto a la virginidad, aunque no tenía estadísticas, no era costumbre en el Opus Dei ir exhibiéndola como un trofeo.

El caso es que, de tanto insistir, Dan fue admitido.

Pasó el tiempo. Era un Numerario ejemplar —hay muy pocos así: yo no conozco a ninguno— cuando, a los veinticinco años, recibió una carta urgente y cinco mil dólares. Debía reunirse dentro de tres días con Aringarosa y Bouillon en el salón VIP del Aeropuerto de Frankfurt.

Su vida estaba a punto de dar un giro inesperado.