De la esperanza de cosas buenas durante el cuarto gobierno de la Concertación tratamos en el capítulo precedente, sin dejar de mencionar que continuaría el trabajo odioso de demoler la figura del ex Presidente Pinochet, la historia verdadera de su obra —en ella hay luces junto a las sombras— y la buena fama de sus familiares y colaboradores militares y civiles. Nos toca ahora concentrarnos en las desgracias que esperamos, no como algo que nos aterra ni —mucho menos— que nos escandaliza, sino simplemente como lo que es: un infortunio para un pueblo que, por tanto tiempo, ha demostrado su amor a la vida y a la familia y sus raíces cristianas.
No defiendo ninguna línea divisoria entre las personas: ni buenos vs. malos, ni liberales vs. conservadores, ni creyentes vs. no creyentes, ni derechistas vs. izquierdistas, ni progresistas vs. reaccionarios . . . En todos los grupos, como al interior de cada uno de nosotros, se mezclan el bien y el mal, el amor a la libertad con el deseo de sojuzgar al prójimo o de satisfacer el propio capricho, los momentos de calma con la revuelta de las pasiones. En la política, con todo, hay líneas de fuerza que tiran más hacia un lado que hacia el otro: tendencias y personas concretas que las representan. En la Concertación hay enclaves estalinianos, por una parte, y una bien armada máquina liberal-progresista, por otra, que, sin contraponerse entre sí, tienden a predominar por encima de la visión cristiana del mundo y de la política, sustentada por muchos concertados menos hábiles o más ingenuos.
La visión cristiana tiene mucho en común con la judía, la musulmana, la de tantas religiones pro-vida y pro-familia y la de esos agnósticos y ateos que reconocen las exigencias de la ética tradicional, por ejemplo cuando ven que el aborto es un crimen. Este algo en común es la razón natural, no corrompida por una ideología antihumana, como el nazismo, el fascismo, el comunismo y el liberalismo. En el centro de ese algo en común se encuentran bienes morales y culturales que el proceso de secularización europeo ha ido destruyendo, lentamente desde hace dos siglos, aceleradamente en los últimos cuarenta años. Algunos de tales bienes son el matrimonio indisoluble entre varón y mujer, y la familia fundada sobre él; el aprecio de los hijos como un don de Dios y el prestigio social de las familias numerosas; el sentido de comunidad y de familia ampliada, con las redes de solidaridad y de acogida que existen con independencia de los seguros comerciales y de las acciones subsidiarias del Estado; la profunda religiosidad popular y la autoridad pública —no el poder coactivo, sino el peso de la voz— de los pastores y de los santos; la defensa de la moralidad pública; la libertad de enseñanza entendida como responsabilidad primaria de los padres, apoyados por comunidades educativas autónomas respecto de la autoridad política; la probidad administrativa como extensión del sentido de la responsabilidad cívica; la convicción, acompañada por obras de amor sacrificado, de que los más débiles —los enfermos, los pobres, los niños, los ancianos— merecen una protección especial; en fin —sin ánimo de ser exhaustivo—, de manera muy señalada, el respeto y la veneración por la vida de todo ser humano inocente, desde su concepción hasta su muerte natural.
En América, la evangelización cristiana —por mucho que la enloden los fautores de la leyenda negra— fue la raíz de un progreso gigantesco para sus habitantes, sumidos antes en aberraciones sin cuento. Por desgracia, el anticlericalismo de los últimos dos siglos ha entorpecido ese progreso, al rechazar la ayuda pública de las instituciones religiosas y al legislar y gobernar con tan poco respeto por la religión y por las buenas costumbres del pueblo, que ahora parecen salirse de madre.
Así que, junto a las cosas buenas que cabe esperar de los próximos cuatro años, no sería raro —no profetizo: ojalá me equivoque— que viéramos todavía más efectos deletéreos de esa alianza entre estalinismo antiguo y progresismo anticlerical (de izquierda y de derecha).
Seguirá la purga contra quienes no se plieguen a la nueva moral. Usarán, los estalinistas, sus medios de siempre: el insulto (a sus oponentes les gritarán “fascistas”, “asesinos”, “fundamentalistas”, etc.), la difamación, el desprestigio, las funas. Lo hicieron los antiguos comunistas y los nazis, hasta el punto de que la mayoría de los intelectuales —la raza más cobarde del planeta— rindió honores a esas ideologías perversas. No cabe esperar nada distinto hoy.
Avanzará la campaña para liberalizar más el divorcio y para legalizar el aborto y las uniones homosexuales. La Presidenta cumplirá su palabra y no patrocinará una ley de aborto, pero seguirá la línea indirecta de las leyes contra la discriminación y el Protocolo Adicional de la Convención contra la Discriminación de la Mujer, a la par que sus parlamentarios empujan más el proyecto de ley de derechos sexuales y reproductivos (vías usadas para exigir el aborto en otras partes). Recordemos que el Presidente Aylwin se comprometió a no legislar sobre el divorcio y cumplió; pero luego vino su hija Mariana y convirtió a la Democracia Cristiana en el principal impulsor del divorcio en Chile. De la misma manera, en estos cuatro años se preparará todo para que el debate esté candente y la ley del aborto se apruebe poco después, si no hay una firme defensa de la vida.
La ley de parejas del mismo sexo se intentará antes. En la oposición son muy pocos los valientes dispuestos a soportar las miasmas que el lobby gay arroja a quienes se le oponen.
El Presidente Lagos se declaró orgulloso del cambio cultural realizado en Chile. Aunque los liberales digan que ellos no manipulan la cultura, la sensibilidad de las nuevas generaciones está siendo moldeada por el Estado para que ellas acepten la interpretación oficial de la historia y se liberen de las constricciones de la moral cristiana y, sobre todo, de la Iglesia.
¿Qué más? Lea usted el próximo capítulo.
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