Son mil las maneras que ellos han encontrado para decirme que estoy viejo y qué viejo, por Dios, que estoy. No saben ellos, ya les diré quiénes son ellos, no saben que desde que fui niño (“¡uy!”, exclaman cuando oyen algo como esto, que alguna vez fui niño: y ésta es la primera, la más corriente de las formas en que me dicen, como riendo, hombre, pero que qué viejo estás), desde chico, desde el primer uso de razón, siempre quise ser eso: no mayor, no anciano, sino viejo, siempre eternamente viejo.
Y Dios, el Señor de la Historia, esa señora tan joven para él, tan vieja, viejísima para nosotros, hasta ahora siempre me ha hecho caso. Recuerden nada más cómo, por mi culpa, nos liberó Él del humanismo cristiano. Así que no fue ni magia, ni enfermedad, ni capricho, sino pura benevolencia divina: que desde tanto ha que soy como si nada viejo, viejísimo, viejérrimo.
La vejez comienza a los veinticinco. Ahí ya no se corre tras la pelota como antes y empieza uno a decir que qué rápido pasa el tiempo, que nada más ayer estábamos graduándonos del colegio, que si todos éramos unos bestias excepto . . . ¡cómo cuesta hallar una excepción!
La vejez comienza a los veinticinco. Ya no puede uno preguntar idioteces, si se supone que las idioteces ya nos las sabemos. Comienza la carrera entre la calvicie y la canicie, y mueren más neuronas que estrellas tiene la mar, y podemos explicar nuestras operaciones —claro: honrosas, como de meniscos, pero a veces alguna menos honrosa—, y que qué hacemos para mantenernos en forma, y que si nos casamos o a qué nos comprometemos o si he decidido no comprometerme, una forma ésta bien preocupante de vejez, esclerótica y adolescente al mismo tiempo.
Y crecemos más para adelante que para arriba, aquí ya más bien nos achicamos poco a poco.
La vejez comienza a los veinticinco. “A los veintitrés comienza”, me refutó, para mi alegría, un amigo alemán.
A los veinticinco o a los veintitrés, qué duda cabe, comenzamos a hacernos viejos. De ahí, sin embargo, a que te lo digan ellos —ya les diré quiénes son ellos—, y de mil maneras, como si nada, resta todavía un trecho de dignidad que en algún caso, no en el mío, podría sentirse ultrajada. En un noble intento de reparar tal ultraje posible, les ofrezco un elenco de esas mil maneras en que ellos me han llamado viejo. Consuélese usted, señor, señora, que a tanto con usted no han llegado ni se atreverán.
Un día, un colegial, uno de ellos, me trató de usted.
—Anda, trátame de tú, que no soy tan viejo —le dije. Lo mismo le dije al primer universitario que fue conmigo tan solemne: él dieciocho, yo veinticinco; él alumno, yo ya profesor (un profesor joven, decían algunos, que es como un hierro de madera, como decía el viejo ése, es decir el profesor embalsamado en la Universidad de Londres). Y así hasta que, pasados los treinta, con un lustro de vejez al hombro, ya no me atreví más a proponer “trátame de tú”. Por lo menos no a la primera, que comenzó a sonarme hasta marica.
Y lo peor es que ellos lo hacen de buena fe. —“¡¿Cómo?! ¿Todavía juega usted fútbol?” —“En su época, Profesor . . .”, y ahí cae la pregunta llena de respeto: que si había los Macintosh o que si conocí a Churchill.
Un año recuerdo que mi padre y yo escribimos muchas, demasiadas, cartas al Director de El Mercurio, sobre temas de viejos, es decir, importantes, que a mí me han preocupado desde niño, desde que quise ser pronto viejo. Entonces, uno de ellos, de los que de mil maneras me llaman viejo, para felicitarme, para decir algo simpático —y a mí me lo pareció—, me lanzó un risueño: “Usted y su hermano se han tomado El Mercurio”.
Otro alumno mío, hijo de una amiga de mi madre, y perdonen los lectores el trabalenguas, le dijo a su madre que el marido de su amiga, es decir, de mi madre, que es mi padre, lo había tratado muy bien o muy mal —ya no lo recuerdo: cosas de la edad— en un examen oral de Derecho Natural.
Así que de pronto pasé de ser hermano de mi padre a ser el marido de mi madre. Ríete, Edipo, ríete, pero ellos se están pasando un poco. Ya les diré quiénes son ellos.
Sí, mi madre y mi padre aún viven. —“Deben de ser muy mayores, ¿verdad?” —“Pues como de su edad, más o menos”, le respondí al viejo de la pregunta. Y cuando llamé a mi madre para su cumpleaños, y se lo conté a un amigo viejo . . .: “¿Cuántos cumple? ¿Como ochenta?”, preguntó. “Pues no, sesenta solamente”, le dije; pero no hay caso con ellos: “¡Uy, pero qué joven se casó tu madre!”.
Al final, mi identidad senil entró en completa crisis después de que terminé de pronunciar un discurso académico. Lo recuerdo muy bien. En el vino de honor, donde se olvidan los discursos y se justifica la presencia, un viejo como de mi edad, aunque reconozco que mejor conservado, me espetó por sorpresa:
—Usted, profesor Orrego, ¿no será acaso el padre de un compañero mío de universidad, al que no veo desde entonces, Cristóbal Orrego?
—Yo soy Cristóbal Orrego —le respondí con una sonrisa, con cierto énfasis amistoso para salir del paso, mientras él enrojecía un poco y luego nos reíamos todos.
Ahora me imagino caminando bajo los altos árboles del campus universitario, junto a mi padre y a mi madre, y esos que de mil maneras me llaman viejo van diciendo que ahí va la señora Sánchez de Orrego, con sus dos maridos o sus dos hijos, o con su marido y su hijo, pero vaya Dios a saber cuál es cuál.
Mañana les diré quiénes son ellos.
Sus tres ultimos posts han sido notables. Cada dia sus escritos estan mas entretenidos, Profesor Orrego, hasta el punto que el comentario, incluso de su lectores mas timidos, se hace inevitable. Disculpeme que lo ustee... le prometo que es de respeto y no de viejura! Cuando lo tenemos de visita por Cambridge?
ResponderBorrarDesde Inglaterra reciba un cordial saludo de su timida lectora, colega en las lides academicas del derecho (ex-ayudante de su tio Francisco) doctoranda en Oxford... y fellow blogger
Paz Zarate