Ya no recuerdo cuándo descubrí que no es redundante hablar de una familia numerosa y pobre.
No me refiero al hecho de que, poco a poco, fui conociendo familias numerosas que no eran pobres como la mía. Había siempre Coca-Cola y yogur en sus refrigeradores; los hijos mayores tenían una habitación individual; viajaban a Europa o a Estados Unidos de vez en cuando. Sí, sé que son pocas esas familias numerosas; pero existen, y, en cuanto a la alegría de ser muchos, son maravillosas, iguales a la mía.
No es que haya encontrado yo, de pronto, a la familia de Carlos Slim. Él es un mexicano inmensamente rico, el tercer mayor multimillonario del planeta, que tiene seis hijos y es proporcionalmente gordo. Varios hijos, gordo y rico: ¿qué más contrario a los actuales seis mandamientos de lo políticamente correcto?
Se ve que tuvo que elegir entre ser feliz —a costa de la ira y de la envidia de los resentidos— y ser políticamente correcto: o lo uno o lo otro.
Muy bien, Carlitos: ¡ojalá seas más rico y tengas más niños!
Lo que sucedió fue que, en definitiva, advertí que decir que una familia numerosa es pobre no solamente no es un pleonasmo, sino que, por el contrario, es una contradictio in adiecto. ¿Cómo podría ser pobre una familia numerosa? Ya no me cabe en la cabeza semejante imposibilidad.
Su primera riqueza es la vida perennemente nueva. Cada nacimiento supone una alegría especial, indescriptible. No es solamente que la criatura aterrice siempre —no hay excepciones— con un pedazo de pan bajo el brazo, sino que ella misma es el mejor juguete de los padres y de los hermanos. (Sobre esto deberé callar porque arriesgo una demanda intrafamiliar si cuento demasiado; aunque, ya sabéis, queridos lectores, que por un millón de dólares puedo hacer una excepción).
Además, una familia que crece nunca es una sola familia. Nadie tiene la misma familia que otro, aunque vivan todos bajo el mismo techo. El padre y la madre reciben cada hijo como un don del otro. Ante todo como un don de Dios: la alegría no sería tan intensa si no fuese algo divino. El hijo mayor solamente tiene hermanos menores, y ha sido él mismo el primer experimento de los padres: ¡inmenso mérito! Los siguientes hijos tienen algo que mirar hacia arriba y hacia abajo, una familia progresivamente más amplia. Quien nace al final tiene hermanos que podrían ser sus tíos o sus padres, y nunca tendrá la experiencia de tener hermanos pequeños. Mi hermana menor fue el juguete de todos, pero ella no tuvo a ninguno. Para compensar, con ella ya no se hicieron experimentos.
El don de la vida es la riqueza incomparable, que no puede ser igualada por ninguna comodidad material.
La segunda riqueza de una familia numerosa es la muerte. Toda familia sufre, normalmente, la muerte de los abuelos antes que la de los padres. En una familia numerosa esas muertes se multiplican en resonancias de recuerdos en cada hijo y en cada nieto. Y la muerte nos hace madurar, crecer en agradecimiento, mejorar la memoria, aquilatar el pasado.
Hay algo, sin embargo, más difícil de comprender. Quienes se arriesgan a tener muchos niños aumentan la probabilidad de que alguno de ellos muera. No puedo imaginarme un dolor más grande que la muerte de un hijo. La de los abuelos, la del padre y la madre —más cuando han pasado años de plenitud—, tienen algo de natural. La de un hijo es siempre violenta e incomprensible.
Le sigue, en la escala del dolor, la muerte de un hermano. En mi familia han muerto dos, una recién nacida, a la que no conocimos los hermanos, y uno de cinco años, que dejó una huella indeleble de cariño y de alegría (por cuarta vez uso esta palabra).
La muerte de un niño es una riqueza especial porque asegura que se ha alcanzado la meta de la vida. No puede llamarse prematura la partida de quien es llamado por Dios. La familia que la sufre comienza a estar unida por un lazo más fuerte que la muerte, que es el vínculo del amor consumado. La muerte nos revuelve interiormente contra las trivialidades de una vida frívola, de una respuesta insuficiente o tibia al sentido de nuestra misión trascendente.
Sé que esto de la muerte como riqueza repugna al materialismo en boga más que ser rico, gordo y prolífico. Al fin y al cabo, a Carlos Slim se le puede envidiar. Pero es que la verdad no está en boga, y, a veces, no admite medias tintas. Y la verdad es que la muerte es, cuando viene sin buscarla, la segunda riqueza de una familia.
La tercera, un tesoro inagotable, es la abundancia de los juegos y de las risas. Evoco ahora tantos juegos y vacaciones juntos, y a los amigos y las amigas de los otros, que siempre caben en una familia numerosa, no importa cuán pobre pueda parecer.
En una familia numerosa, las risas sobreabundan; pero, ¿y las peleas y los golpes y las rabias? ¡También, no faltaba más! La violencia intrafamiliar es la cuarta riqueza de una familia numerosa.
Desde muy pequeño aprende uno a luchar por la existencia, a usar bien la lengua y, con o sin razón, los puños. Este mismo aprendizaje rudo de las fronteras de lo real, cuando se tiene poca fuerza física y, al final, uno quiere a la víctima (¡o al victimario!), es una fuente más de buena educación, carácter, virtudes recias, capacidad negociadora, saberse querido, no sentir la indiferencia.
¿Cómo puedo serle indiferente a mi hermano, si le estoy robando sus camisas?
A veces pienso que, si hubiese habido ley de violencia doméstica en mis años juveniles, deberían habernos asignado dos carabineros de punto fijo. Hubieran sido bienvenidos, como hijos, como hermanos.
Volveré a tratar de las riquezas de una familia numerosa, especialmente sobre una rodeada de misterio: cuanto más crece, se hace más pequeña.
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