Hace catorce años canté el Cumpleaños Feliz a Juan Pablo II, en persona, en otro 18 de mayo. Había trescientas mil personas, apiñadas en la Plaza de San Pedro, así que en realidad cantamos en veinte o treinta idiomas la misma canción de celebración de la vida. Nos daba el sol en la cara, sonaban las trompetas, avanzaba el Papamóvil. La primera vez que el Papa había recorrido la Plaza al descubierto, después del atentado de 1981, había sido el día anterior, cuando la beatificación de Josemaría Escrivá, el Fundador del Opus Dei, ese inolvidable 17 de mayo de 1992.
Recuerdo que el Papa improvisó unas palabras ante los peregrinos: “Esto es algo fuera de lo normal (fuori norma); esperemos que con el tiempo sea lo normal”. Era extraordinario hasta el punto de sorprender a todos. Maravillaban el orden, la alegría de los participantes, la limpieza, esa paz interior que parecía penetrar hasta las piedras milenarias de la antigua Roma. En 1992 era fuori norma; pero luego vinieron las beatificaciones y canonizaciones de Madre Teresa y de Padre Pío y del mismo san Josemaría, canonizado el 6 de octubre de 2002, de nuevo por Juan Pablo II, y la cuasi canonización por aclamación popular, el 2 de abril de 2005, del que había sido como un padre para casi todas las generaciones vivas de hombres y mujeres del mundo entero. “¡Santo subito!”, escribían, clamaban, coreaban, esas muchedumbres que no han cesado de desfilar frente al cuerpo muerto del Mensajero de la Vida.
Las trescientas mil personas que el 17 y 18 de mayo de 1992 eran algo fuori norma, en diez años habían pasado a ser lo normal, lo ordinario.
Trescientas mil, siete mil, cuatrocientas voces, una sola: ¿qué más da? Ese 18 de mayo de 1992 yo estaba frente al Papa Magno. Era como si estuviésemos a solas los dos, como años más tarde, esa mañana del 2000, a la salida de su Misa en su pequeño oratorio. Él podía aún caminar, lentamente. Yo todavía daba gracias por la Eucaristía cuando se me acercó, arrastrando los pies, apoyado en su bastón. Me salí del protocolo, con naturalidad, llevado por no sé qué viento, y le di un beso en la mejilla. Sonrieron todos, él sonrió, musitó: “Ah, Chile, Chile” , y me regaló un rosario. Su faz era ya de músculos fláccidos, su mano temblaba. Pero, ¡Dios mío, qué mirada!
Esos ojos no tenían Párkinson.
Ese fuego de su mirar fijo, enérgico, azul —le sostuve la mirada por amor: para no perderla—, era el mismo fuego del Papa joven, ese que tuvo a Chile entero en sus manos. Se me venía a la memoria, en la intimidad de su biblioteca, cuando le costaba articular las palabras, pero ¡cómo miraba, Dios mío, cómo miraba!, se me venía a la memoria su voz de actor y poeta, de sacerdote encendido, en el Estadio Nacional, un día de abril de 1987. Cuando algunos ideales juveniles comenzaban a marchitarse en el fango de la sensualidad, él sostuvo con la voz y con la mirada (¡Dios mío, Dios mío, cómo miraba!) las esperanzas de la mayoría, el impulso hacia el Amor Hermoso, la renuncia a todos los ídolos, el abrazo brioso a la Vida.
¿Quién no recuerda esa exhortación viril “¡Miradlo a Él!”, de Juan Pablo II apuntando con vehemencia hacia el rostro de Jesucristo?
Mas en esa mañana de enero del 2000, cuando avanzaba el año de la purificación de la memoria, el Papa casi no tenía voz. Ése era el milagro, que hablaba con los ojos. El grito de 1987 en el Parque O’Higgins, cuando el lumpen y una turba de drogadictos agitados por los sembradores del odio prendían fuegos y arrojaban piedras en medio de la Misa de beatificación de Teresa de los Andes, ese grito: “¡El amor es más fuerte!”, fluía el año 2000 de los ojos del Papa cansado, entregado, vivo.
El 13 de mayo de 1981, el Peregrino de la Paz fue alcanzado por una bala asesina en la Plaza de San Pedro. Entre los protagonistas —también en Alí Agca, el instrumento de poderosos intereses ocultos— existe la convicción de que algo preternatural desvió ese proyectil. El turco nunca había fallado antes; era un profesional. (Si cambiara de trabajo, por cierto, podría santificarlo muy bien: ¡podría ser del Opus Dei!) En esa ocasión, inexplicablemente, falló: se interpuso la fuerza de ese nombre dulce y fuerte: ¡Fátima!
El Papa fue salvado por una intervención fuori norma, y vinieron como en cadena otros acontecimientos extraordinarios: el comienzo del fin del totalitarismo soviético, y aun —bajo la cáscara de un comunismo capitalista— del chino y del cubano, todavía incompletos; la paz entre Argentina y Chile; el desarme de tantos grupos violentos en América Latina, proceso aún inacabado.
De la mano del Papa de la Luz vino una renovación en la Iglesia, con focos de apostolado y de santidad que impregnan todos los ambientes, con muchedumbres —hablo de millones— que entregan sus vidas por el Reino de Dios. Juan Pablo II no inventó, no fundó nada. Él acogió, orientó con prudencia exquisita, corrigió, nos hizo ampliar nuestra mirada con la suya, ¡qué mirada!
Y vienen en camino más mujeres y hombres a entregarse: si tan sólo supieran dónde y cómo darse. Tuve un sueño, hace años, donde veía venir cientos de hombres jóvenes, todos de una vez, y pedían que les dejáramos vivir en sacrificio y en silencio, escandalizando a la masa amorfa de los esclavos del dinero, del poder, de los placeres. Sentían en lo más hondo de sí el don del celibato apostólico, el impulso generoso hacia la penitencia —sí: también con cilicios y disciplinas, como los de Madre Teresa y Padre Pío y san Josemaría—, el deseo de desvivirse sin hacerlo notar.
Hoy es el cumpleaños de Juan Pablo II. Le han regalado el estreno mundial de El Código Da Vinci.
El Peregrino de la Paz sonríe desde el Cielo.
El amigo de todos sin distincion, el Papa inolvidable, el hombre mas querido y admirado. Estuve en Roma la semana que siguio a su partida y su presencia aun lo inundaba todo. Gracias por recordarnos su figura.
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