Penélope destejía de noche el lienzo mortuorio que tejía de día, para aplazar así la decisión de contraer un nuevo matrimonio con alguno de sus pretendientes. El final de su historia fue relativamente feliz, con el regreso de Ulises tras veinte años.
No tan feliz es el final del Estado Penélope, que de noche desteje, con su descuido de la moralidad pública, lo que procura tejer de día con sus políticas sociales. Son innumerables los buenos efectos indirectos de una sana moral pública, tanto en el nivel cultural como en la salud y el bienestar públicos. Detrás del aumento de la delincuencia hay, en primer lugar, una crisis de la familia y de la moral pública. Si el mal no se reprime y el bien se dificulta, ¿a qué extrañarse después de que uno prolifere y el otro disminuya?
El socialismo liberal, que engendra corrupción pública allí donde pone sus manos, pretende revertir las consecuencias de sus políticas morales mediante políticas sociales que apenas rozan los efectos y dejan intocadas las causas de la crisis. Mientras tanto, los refinados ideólogos, las propagandistas del libertinaje, los artífices de las políticas públicas “liberadoras” y de una educación ideológica y deficiente, no sufren, por lo general, los peores resultados de sus experimentos. Ellos no están entre los pobres conejillos de Indias. Se dedican, más bien, a explicarles a los tarados que en realidad las cosas están mejor que nunca.
Y siguen echando combustible al fuego: más libertinaje, más disolución de los principios morales fundamentales, más degradación de las estructuras básicas de la sociedad.
Contra esa ola hemos de luchar. Algún día se darán cuenta las víctimas y, ojalá, los que son cómplices con sus cobardes silencios o con ese refugiarse cómodo en la vida privada. Verán qué falaz es sostener que el Estado no debe promover la moralidad pública y reprimir los vicios públicos. Advertirán, quizás, que al Estado Penélope, que desteje de noche, en la oscuridad de los bajos fondos, lo que con esfuerzo de todos ha tejido de día, a ese Estado Penélope nunca le llegará un Ulises.
Se convencerán, al final, de que el Estado contemporáneo goza aún, a pesar de la reinterpretación liberal de sus fundamentos operada en las últimas décadas, de la potestad de establecer leyes, reglamentos, etc., para proteger la moral pública. La idea de que el fin de las leyes es hacer buenos a los hombres —no solamente permitirles relacionarse en armonía para perseguir cualesquiera fines morales que cada uno se invente—, está ya en Aristóteles, y es recogida y matizada en la obra de Tomás de Aquino. Su denominación y caracterización modernas datan del siglo XVIII, con Emmerich de Vattel y William Blackstone. Esta potestad pública va más allá de la protección de los derechos individuales y de las relaciones de justicia, para promover el bien público en cuanto tal, de manera que “comprende tanto bienes y regulaciones de carácter económico (pesas y medidas, mercados, limitaciones a la propiedad) como otros relacionados con la moral, las buenas costumbres y la salud (prohibición del duelo y la vagancia, regulación de los prostíbulos, el juego y el alcohol)” (Santiago Legarre, Poder de policía y moralidad pública, p. 85). De todas maneras, aunque la preocupación por la virtud y el ambiente moral sea una parte de la policía, tanto De Vattel y Blackstone como Tomás de Aquino restringen la policía al ámbito de lo público, de por sí limitado.
El poder de policía se extendía al orden público en materias económicas, de seguridad, de salud y de moral públicas. El liberalismo mutilado de algunos juristas ha llevado a amparar, alternativamente, una excesiva libertad económica o una excesiva libertad en materias de moral pública. En Estados Unidos, por ejemplo, la Corte Suprema de la Era Lochner (1905-1934) invalidó muchas leyes de policía económica para amparar la libertad de contratar. Redujo el poder de policía a la tríada seguridad, salud y moral públicas. Por el contrario, a partir de los años sesenta del siglo XX, ya reconocida la potestad de policía económica, el liberalismo moral de la Corte Suprema echó abajo las leyes contra la anticoncepción (Griswold v. Connecticut: 1965), el aborto (Roe v. Wade: 1973) y la sodomía (Lawrence v. Texas: 2003). Con sentido común, el profesor Legarre no deja de observar que el caso del aborto es parcialmente diverso, pues la protección del no nacido no es una exigencia de moralidad pública sino del estricto derecho individual que le asiste a la misma protección contra el homicidio de que gozan los demás seres humanos.
El poder de policía en materias de moralidad pública, a su vez, abarca tres tipos de prácticas: el juego, las bebidas alcohólicas y la inmoralidad sexual. Si el lector tiene paciencia, puede llevar la cuenta de cuántos de los hechos públicos —no estoy entrometiéndome en la vida privada de nadie— que hemos de lamentar cada día están vinculados al permisivismo estatal en materia de sexo, alcohol o drogas y juegos.
¿Qué son los crímenes pasionales sino un explotar de la lujuria, que no se controló antes? ¿Cuántos jóvenes que hubieran sido ejemplares se malogran por la facilidad pública para embarcarse en la loca carrera del alcohol o de las drogas? ¿Cuántas familias rotas, y hurtos, y suicidios, a cuenta de la ludopatía que podría no haber sido, si se le hubieran puesto más trabas?
“No”, dice el libertino, el Estado Penélope, “si eso corresponde a la vida privada de cada uno”. Y luego, al clarear el día, comienza a tejer de nuevo, a remendar las hilachas de la noche negra y larga. A enterrar a sus difuntos, a los muertos de sobredosis, a las apuñaladas por sus amantes celosos. A recoger a los borrachos y a los drogadictos, y a pagarles su rehabilitación. A desenredar los cadáveres alcoholizados de entre los fierros. A limpiar las calles, a acoger a los huérfanos, a perseguir la violencia intrafamiliar, a escandalizarse por los delitos sexuales.
¡Ay, Penélope!
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