Los peligros de la paz son insidiosos. Los hombres se aburguesan, los soldados se nos ablandan, las mujeres se creen iguales a los varones, pensamos más en cómo aprovecharnos del Estado que en darnos a la patria. El heroísmo se nos antoja extraordinario, los placeres nos sojuzgan, nos acostumbramos a las injusticias con tal de no pelear, la muerte nos parece lejana: sólo de tarde en tarde viene como dolor transitorio a perturbarnos.
Las guerras, por el contrario, despiertan las energías dormidas de una nación. Los corazones se enardecen, los detalles cotidianos se reciben como un regalo precioso, incluso se estima mejor el valor de la justicia y de la paz por la que combatimos. Las mujeres y los varones recuperan el sentido de la diferencia, de su complementariedad y de la precariedad de sus vidas, y del valor de sus maridos, de sus mujeres, de sus hijas y de sus hijos. Se enrecian los caracteres, se vuelve a honrar la lealtad y la valentía, y ya nadie se atreve a tacharlas de exageradas.
Es frecuente que, después de la guerra, por desgarradora y cruel que haya sido, la fortaleza y la dignidad acrisoladas se apliquen tozudamente a engrandecer el país, a reparar, a dar un impulso aún más poderoso y duradero a las obras de la paz. No es raro que los sobrevivientes de los campos de batalla y los más jóvenes, que han contemplado como niños la lucha valerosa de sus mayores, demuestren la grandeza de alma y la generosidad, el ánimo y los ideales, la entereza de carácter y la disposición al sacrificio, que a la masa de los aburguesados tanto nos falta cuando se prolonga la concordia.
Entiendo muy bien, por eso, a quienes, porque viven en medio de una guerra continua y sienten a diario las pisadas de la muerte, y no tienen más remedio que vivir así, desprecian la cobardía de los pacifistas de escritorio, de los que marchan por la paz en España o en Francia sin ver de frente la sangre inocente que se derrama a cada instante en sus propias cloacas.
Entiendo bien a esos hombres recios, que quizás contemplaron pasmados las cicatrices de sus padres o de sus abuelos, o los sepultaron o perdieron sus cuerpos para siempre o sembraron al viento sus cenizas, los comprendo cuando dicen, en esas tierras por tanto tiempo tranquilas, que nos hace falta una guerra, una conmoción que nos arranque de esa nuestra tozuda inercia hedonista.
Los entiendo demasiado bien porque soy romántico, tengo ideales, sé que por defender la justicia debemos estar dispuestos a morir y aun a matar.
Los entiendo demasiado bien porque no soy ni he sido nunca pacifista, y que me acribillen y apuñalen mil veces si alguna vez pienso un segundo en serlo.
Los entiendo demasiado bien, pero, por desgracia, los peligros de la guerra son infinitamente mayores que los de la paz. Algunos son patentes, clamorosos; otros, como los de la paz, insidiosos, y aun más insidiosos.
Sé que algunos se asombran de que una bitácora que lidera la opinión pública mundial no haya emitido su veredicto sobre la reciente guerra en el Líbano, todavía en curso. A esos ochenta lectores semanales puedo decirles que, simplemente, no tengo nada que aportar cuando gentes mejor informadas y con más autoridad moral han llamado a la paz; que un juicio ético definitivo e imparcial es imposible cuando las comunicaciones no son transparentes y, por ende, no se puede trazar una frontera nítida entre la defensa de Israel contra el terrorismo —a la que tiene derecho— y una reacción desproporcionada, que castiga a los inocentes, o entre las muertes directas de civiles desarmados y las que son efectos secundarios de acciones militares legítimas.
No es tan fácil como, por ejemplo, condenar todo homicidio directo de un inocente, como el crimen nefando del aborto.
Gente hay mejor informada —repito— y con mayor capacidad de juicio moral; pero yo, por falta no de principios sino de testimonios, no apruebo ni condeno, no explico ni justifico la guerra en el Líbano. Sí que la deploro, rezo por su suspensión inmediata y por su pronto término, definitivo y justo, como acabó, en su momento, el estado de guerra entre Egipto e Israel, con los acuerdos de Camp David.
No soy pacifista porque creo que la paz es posible sin comprometer la justicia, sin renunciar al patriotismo, con la disposición a la guerra como último recurso.
En esta idea del último recurso, de la guerra necesaria por la justicia y por el bien común nacional o internacional, estriba el comienzo de sus males ocultos.
No me detendré en los peligros patentes de la guerra, que se refieren a las desgracias que necesariamente han de suceder, aunque su magnitud sea impredecible: los muertos, civiles y combatientes, siempre más de lo que las mentes brillantes habían previsto; la destrucción de edificios, instalaciones, máquinas, campos, lagos y aun mares, ciudades enteras ahora que somos tan poderosos; la orientación de las fuerzas económicas, culturales e intelectuales, de las ciencias y del arte, a una finalidad destructiva; la desinformación interior por necesidades tácticas y anímicas; la efectiva instalación, aunque sea transitoria, de una forma de gobierno dictatorial, la única que sirve para llevar adelante una guerra efectiva.
Todo esto, y más, es verdad. Nunca es suficiente cuanto pueda mostrarse en imágenes desoladoras y terribles. En el combate contra la guerra —como contra el aborto: no hay asesinatos privilegiados—, una parte importante del secreto de la victoria de las armas de la paz, del respeto por la vida que nace y que madura bajo el sol, está en hacer visibles los horrores, la sangre inocente vertida en el altar de la razón de Estado.
No vamos, sin embargo, a insistir en lo que a todos nos consta. Los peligros soterrados de la guerra también merecen nuestra atención. Ellos comienzan por la creencia en el último recurso, como espero mostrar en el próximo capítulo.
"una forma de gobierno dictatorial, la única que sirve para llevar adelante una guerra efectiva".
ResponderBorrarChile parece ser una excepción -as usually-, porque la Guerra del 79 la ganó con gobiernos democráticos (y este en el s. 19! cuando América y Europa se devastaba en guerras civiles) e incluso con un cambio de gobierno realizado en elecciones democráticas.
Ok, no votaban las mujeres, ni los analfabetos... pero no se puede negar que vivíamos en democracia.
Mutatis mutandi, puede decirse lo mismo de la otra guerra -contra la Confederación- de mediados del s. 19.
Sls!