Vamos preparándonos; faltan dos meses.
Nos acercamos al vigésimo aniversario de la primera y única vez que el Vicario de Cristo ha pisado y besado nuestro suelo. No ha habido nada más importante e impactante en la Historia de Chile que la visita de Juan Pablo II en abril de 1987.
Han pasado veinte años —“veinte años no es nada”, dice la canción— y quienes vivimos todo el proceso podemos reconocer los frutos de esa siembra de paz.
No se trata de magia. Nadie esperaba entonces que todos los problemas iban a desaparecer. Miremos, sin embargo, con serenidad el tiempo pasado.
¿No es verdad que, en el ámbito público, terminó por imponerse el sentido común, la convivencia pacífica, la evolución ordenada de los asuntos políticos? Mas en 1987 había pasado apenas un año del intento de asesinar al Presidente Pinochet. Muchos seguían pensando y haciéndonos sentir que el camino del enfrentamiento fratricida era la única vía para avanzar hacia la democracia o, por el contrario, para impedir el resurgir del terrorismo. Juan Pablo II, en momentos críticos de esa visita, a la vista de fuego, piedras, bombas lacrimógenas, odio y rencores y rabias desatadas, gritó esa inolvidable exhortación: “¡El amor es más fuerte!”.
Y el amor —reitero: sin magia, sin soluciones totales, sino en medio de nuestras debilidades y pasiones—, el amor de Dios y el amor de los chilenos ¡fue más fuerte!
¿No es verdad que, en el terreno social y económico, surgió también un consenso necesario para la estabilidad, el crecimiento y la mejora en el bienestar de todos? No puede negarse que uno de los efectos del sistema capitalista —no importa cuánta sea la redistribución, cuántos sean los paliativos— es el acrecentamiento de la brecha entre los más ricos y los más pobres. El tema es de un calado filosófico que no admite ser abordado ahora. No obstante, tampoco puede negarse que, en términos absolutos, midiendo las cosas por los bienes y servicios de que gozan los ciudadanos, los pobres en nuestro sistema capitalista son realmente ricos en comparación con lo que antes eran en Chile.
Por eso, los extranjeros pobres afluyen en masa hacia los países capitalistas, en busca de oportunidades, de ser pobres capitalistas.
No olvidemos que en Chile, hasta bien entrados los años ’80 del siglo pasado, todavía había carcamales socialistas que defendían el estatismo, miraban con ojos idealistas a los países de la órbita soviética, denostaban el derecho de propiedad y la libertad de empresa y —para qué decirlo— odiaban las leyes del mercado. Y su aversión a Pinochet era tan entera que no podían distinguir aspectos diversos de su gobierno, como los económicos, los sociales y los políticos. Los militares eran demonios y como tales debían irse al infierno con camas y petacas.
No era así la oposición moderada. Los mismos que rechazaban la violencia advertían que el modelo económico debería mantenerse en lo sustancial. Recuerdo, a propósito de esta convicción favorable a la propiedad y a la libertad, a un compañero de curso democratacristiano, firme opositor al gobierno militar. Me confiaba que, cuando leía documentos históricos de los años cincuenta, sesenta y comienzos de los setenta, acerca de la economía, la propiedad privada y el rol del Estado, no podía dar crédito a lo que sus camaradas decían y pensaban.
Digamos en su favor que había un ambiente fuertemente influido por la ideología marxista y por las utopías revolucionarias, hasta el punto de que incluso los conservadores estaban dispuestos a expropiar sin indemnización y, para decirlo brevemente, a claudicar en sus principios con tal de no ser impopulares ante la fuerza del arrastre de esas ideas.
El punto es que Juan Pablo II ayudó a matizar las cosas. Adelantando algo que vendría luego en su Encíclica Centesimus Annus (1991), el Papa defendió las bases del sistema económico: el trabajo bien hecho, la propiedad privada, el rol subsidiario del Estado, la necesaria libertad para emprender con la consiguiente responsabilidad, la solidez de la familia y de los grupos intermedios. Como en la Encíclica, por cierto, el Romano Pontífice no calló ante los abusos y las cegueras de la ideología capitalista. Llamó a defender a los más débiles. Dejó grabadas a fuego en nuestras mentes estas otras palabras: “¡Los pobres no pueden esperar!”. Era un mentís a la falsa esperanza en un remedio de la miseria que derivara solamente de las sobras de los ricos: ¡es necesario adelantarse, actuar positivamente para resolver los problemas!
Los analistas más superficiales no dejarán de advertir ese positivo influjo del Peregrino de la Paz en la política y la economía. Hubo unos cambios, no obstante, más profundos e invisibles. La Jerarquía de la Iglesia, volcada casi exclusivamente hacia tareas temporales, recuperó el norte de su misión espiritual, comenzó una lenta recuperación de su solidez doctrinal. Han florecido las jóvenes vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa; las nuevas realidades eclesiales han tenido un crecimiento espectacular; la unidad entre la gente joven en causas nobles ha superado las divisiones políticas y, en muchos casos, ha recogido el llamado del Papa a una vida espiritual y religiosa más intensa.
No todo ha ido para mejor. Las autoridades no han querido escuchar el mensaje del Peregrino de la Vida. Los ataques contra la familia cristiana, especialmente mediante la ley de divorcio y las políticas de control de los nacimientos, han dado los frutos amargos del crecimiento de las rupturas familiares, de la violencia doméstica y de la crisis moral de la juventud, atizada desde arriba.
Hemos de agradecer la visita, que supuso un punto de inflexión en nuestra historia, como en la del mundo entero. Hemos de conmemorarla con alegría. Mas también debemos hacer un esfuerzo por detectar aquellos puntos en los que como nación hemos retrocedido precisamente por no escuchar los consejos de un Padre, de un Amigo, de un Mensajero que tan bien supo comprendernos, querernos, captar nuestro peculiar modo de ser, y darnos un impulso decidido en momentos particularmente difíciles.
Esta semana he soñado 2 veces contigo, cosa bastante rara la verdad.
ResponderBorrar¿erá una señal del fin de los tiempos?