Los ciudadanos del primer mundo, que lo tienen cerrado a machote, quisieran vivir, además, con la conciencia tranquila. Quisieran sentirse buenas personas, dotadas de esa superioridad propia del que vive conforme a altísimos estándares de decencia, como los mandamientos de los nuevos ricos: “¡no serás clasista, no serás racista, no discriminarás!”.
O este otro: “¡no violarás los derechos humanos!”.
Dejaré los derechos humanos, por ahora, de lado. Sería intolerable que yo me erigiera en juez de Europa y de Estados Unidos, desde un país donde el genocidio —según decretan los inquisidores del socialismo internacional— fue práctica diaria, a vista y paciencia de una mayoría complaciente con el régimen militar. Lejos de mí tamaña temeridad. Europa es superior. Sus tribunales pueden perseguir crímenes de África y América (hispana, se entiende); pero sería intolerable llevar, digamos, a un ex Primer Ministro de su Majestad la Reina de Inglaterra o a un ex Presidente de Estados Unidos, a un tribunal con sede en Teherán o en Damasco.
Y tal es el tema que nos ocupa: no el de los derechos humanos, sino el de la igualdad y la discriminación.
El lente de mi lupa es tan poderoso, que agiganta las verdades hasta hacerlas intolerables para las almas puras. Los capítulos precedentes escandalizaron a algunas, hasta ahora deslumbradas. Piensan que soy un odioso discriminador de los negros, de los rotos, de los extranjeros, de los paganos, por iluminar sin componendas la realidad de las discriminaciones de raza, clase, nación, religión . . ., y por no entramparme en devaneos lingüísticas.
Una destacada lectora llega a creer que basta con diferenciar entre “distinción” y “discriminación”: la primera sería justa; la segunda, siempre injusta, por definición. Así puede uno sentirse un privilegiado feliz, otra vez: “yo no soy discriminador, ¡santo cielo!, porque discriminar es —por definición— injusto”. “Yo no soy como esos clasistas, racistas, nacionalistas: ellos son malos; yo, bueno”. “Yo no discrimino: «¡no serás clasista, no serás racista, no discriminarás!»”.
Acepto la convención lingüística, para saber de qué estamos hablando; pero, como observé en el capítulo precedente, sólo conseguimos postergar el problema. Se deberá demostrar qué diferenciaciones son justas, para llamarlas simplemente “distinciones”, y cuáles son injustas, para llamarlas “discriminaciones”.
Por eso, quienes más serena y rigurosamente han enfrentado la cuestión van más allá de las palabras. Rechazan solamente la discriminación injusta (si usan el lenguaje antiguo) o explican que solamente es discriminación, prohibida por definición (éste es el sentido nuevo), aquella diferencia injustificada.
Javier Hervada, por ejemplo, un profesor contemporáneo que pertenece a la tradición clásica del derecho natural, afirma: “la discriminación, o acto de distinguir y diferenciar una cosa de otra (…), no encierra ningún juicio de valor. Por el contrario, discriminar el varón respecto de la mujer es cabalmente lo que exige el más elemental sentido de la realidad. Por ejemplo, quien desea casarse y tener hijos necesita obviamente discriminar, distinguir y diferenciar un varón de una mujer”. En otros contextos —sigue diciendo Hervada—, discriminar sí exige un juicio de valor. Por ejemplo, para premiar al mejor estudiante, la discriminación puede ser justa —si se juzga como mejor al realmente mejor— o injusta —si se premia al hijo del Rector, aunque no sea el mejor—.
Norberto Bobbio, un gurú de la Izquierda laica italiana —fallecido al despuntar el tercer milenio: Dios lo tenga en su gloria—, coincide con Hervada. Nos recuerda que el derecho prohíbe solamente la “desigualdad injusta”, la “discriminación arbitraria”, es decir, “una discriminación introducida o no eliminada sin justificación, más brevemente, una discriminación no justificada (y en este sentido «injusta»)”.
¿Y la Iglesia católica? Desde siempre ha preconizado la igualdad de todos los hombres ante Dios, como hijos, sin anular las diferencias legítimas entre hermanos. El Magisterio eclesiástico condena las desigualdades escandalosas o las excesivas desigualdades económicas y sociales, al mismo tiempo que defiende la igualdad en la dignidad esencial y en los derechos fundamentales de la persona. Es “contraria al plan de Dios”, dice el Concilio Vaticano II, “toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión”. La Iglesia se opone, en una palabra, a la discriminación en los derechos fundamentales; pero no en otros bienes y oportunidades de la vida, que no constituyen derechos, como el sacerdocio —del que la Iglesia excluye a las mujeres— o el matrimonio —del que excluye a los homosexuales—.
Aquí topamos con un tema “tabú” en Europa. La Iglesia católica, que llama a acoger a los homosexuales “con respeto, compasión y delicadeza”, exige evitar respecto de ellos “todo signo de discriminación injusta”. Mas la Iglesia no puede evitar que se sientan discriminados injustamente —no tratados con respeto, compasión y delicadeza— todos los homosexuales activos que no comparten su doctrina, cuando, siguiendo los impulsos de su sexualidad tal como la experimentan y alentados por la cultura dominante, querrían gozar del máximo reconocimiento social de sus uniones, pues tal reconocimiento se llama, en todas partes, “matrimonio”.
Ninguna pirueta lingüística evitará enfrentar estos conflictos.
Yo he elegido discriminar de frente, no hacerme el bueno.
Quienes se ciegan ante las diferencias de raza, clase, sexo (y orientación sexual), religión, nacionalidad, tribu, partido político, riqueza, talento, y todas las demás imaginables, caen tarde o temprano en discriminaciones inconscientes, que pueden ser injustas. Así se horrorizan, por ejemplo, por la segregación racial; pero conviven honestamente con una implacable segregación económica y geopolítica.
¿O alguien hubiera tolerado, en un país europeo, una intervención como la estadounidense en Panamá, para apresar a Noriega, o en Irak, para disponer de Hussein?
¿O alguien se escandaliza de las diferencias escandalosas entre ricos y pobres en materia de educación y de previsión de salud?
¿Nadie?
¿El Apartheid era peor solamente porque los ricos eran todos blancos y los pobres todos negros? ¿Por qué? ¿Acaso importa algo la raza?
Mi diatriba en contra y a favor de la discriminación ha sido violenta.
Es una diatriba, no un sermón sobre el amor.
Critóbal: pienso que estás mezclando demasiadas cosas que no tienen mucha relación entre sí.
ResponderBorrares lo que llamaba -en mis tiempos de universidad- una extrapolación exagerada .-)
"Acepto la convención lingüística, para saber de qué estamos hablando", exacto, es lo que hay que hacer.
en mis clases de introducción y de fil. del derecho, aprendí que la justicia era dar a c/u lo suyo.
partiendo de esa base, a mi modo de ver, discriminamos (que, para mí es una injusticia, al menos hablando en el lenguaje normal, común y corriente de nuestros días) cuando no damos a c/u lo suyo,
y esto, debido a "razones" (más bien debiera llamarle "motivos") que no tienen ninguna relación con lo que se le debe a la persona.
No le doy lo que le corresponde y esto por motivos que no tienen relación alguna con la cuestión en sí.
por ejm., si yo soy profesora y, de todos los ninos que merecen un 7 (la nota máxima en cl), se lo pongo, sólo a las ninitas, y no a los varoncitos, estoy discriminando.
A mí modo de ver y empleando la palabra discriminación en sentido "común y corriente".
Entre paréntesis, es lo que pasa en Alemania según un estudio del 2005: que a los ninos les ponen peor notas que a las ninitas por la misma prueba (en la esc. primaria).
Pondré otro ej., a propósito de lo que dices de los homosexuales. Hace mucho tiempo, en cl, conocí a una mujer estupenda que una vez que la encontré estaba muy enojada.
Ella había querido ayudar a que una amiga de ella "saliera de la homosexualidad" (la amiga de mi amiga era lesbiana).
Mi amiga le había conseguido un trabajo. En su nuevo trabajo, en cuanto supieron que era lesbiana, la echaron.
Mi amiga me decía: está intentando salir de ello, yo la estoy ayudando y es una injusticia que la "discriminen" por su pasado y la despidan.
Bueno, basta de historias dramáticas (100% verdad)!
Firmado: la destacada lectora.
PS: A propósito, tenemos ahora un foro para c/u de nuestras columnas en La Segunda! Escribí sobre la corrupción (sí, de nuevo),
tema que tiene -en mi opinión- que ver con la discriminación, porque significa discriminar, esto es dar los encargos de trabajo a quienes pagan un soborno, aunque no sean iguales ni mejores que las demás empresas, sólo porque pagan esta "coima".
El link, por si le interesa a algunos de los lectores darse una vlta. es:
http://blogs.lasegunda.com/zona_opinion/archives/2007/02/indice_de_corru.asp
Sls a todos!
Yo creo que el séñor Cristoval Orrego tiene toda la razon. Basta ya de dejarnos convencer que los homosexuales son normales. Ellos atentan contra la misma naturaleza humana que nos fue regalada por nuestro señor Jesucristo ES la izquierda y los grupos liberales los que nos quieren convencer de tanta mentira. Como dice hay que discriminar, que eso es de persona inteligente, la que sabe distinguir peras con manzanas, como nos dice el gran jurista Herevada. No se trta de andar discriminando injustificadamente, sino que con la razón y de acuerdo a lo que la iglesia nos dice a los creyentes
ResponderBorrar¿Cómo se vería, bajo su lupa, la afirmación de Tugendhat, sostenida en su última visita a Chile, según la que la igualdad supondría que, al revés de lo que ocurre hoy (por ejemplo con quienes recolectan la basura o reparan alcantarillas) los trabajos más desagradables deben ser mejor remunerados que los más agradables y, por eso, más deseados?
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