¿Qué igualdad para nuestros hijos?
Se ha suscitado un escándalo en Chile. Ya son tantos que, a fin de cuentas, solamente escandalizan a los que gozan con ellos.
El asunto es que el Ministerio Público las ha emprendido a la vez contra dos hijos de conocidas mujeres públicas. Uno de ellos, un colegial inadaptado, hijo de la Ministra de Defensa Nacional. El otro, un cuarentón, o casi, que todavía vive como adolescente, de fiesta en fiesta y con amigos de dudosa reputación, hijito él de una Diputada de la República, mujer sensata de un partido opositor.
Los fiscales consiguieron empatar las cosas: ojo por ojo, hijo por hijo.
Me acordé de cuando el Ejército expulsó al nieto del general Augusto Pinochet por sus palabras, fuertes y fuera del protocolo y de la disciplina militar, durante el funeral de su abuelo casi eterno. Dio la coincidencia, entonces, de que fue despedido de su trabajo el nieto del general Carlos Prats, asesinado en 1974 por Michael Townley, agente de la CIA y de la DINA, la agencia chilena de inteligencia en esa época (aquí la palabra “inteligencia” tiene un sentido muy amplio). Y es que el nieto de Prats había escupido sobre el ataúd de Pinochet. Se le salió el indio. Y trabajaba en la Municipalidad de Las Condes, un bastión de la derecha.
Ojo por ojo, hijo por hijo. Los dos merecían la sanción. No me cabe duda. Así que estos empates pueden ser justificados por causas independientes, sin que por eso dejen de ser empates.
Así también en el caso que ahora nos ocupa. Dos hijos, dos sospechosos de delitos, dos dolores de cabeza para sus madres, una de izquierda y la otra de derecha.
El chiquillo de la ministra había llamado la atención ya unas semanas antes, cuando fue sorprendido llevándose sigilosamente, de una conocida tienda de artículos para el hogar, unos miserables clavos. Sic, literal: hurto de clavos, unos pocos gramos de hierro nada más. El fiscal decidió, entonces, no acusarlo, por aplicación del llamado “principio de oportunidad”: si la gravedad del presunto delito es ínfima, el Ministerio Público puede decidir no hacer nada. La lucha contra el crimen se concentra, de esta manera, en lo que realmente importa.
Así es como las masas de los pobres viven en la indefensión. Ya se sabe: son pobres, tienen pocas cosas. Romperles la casa, rayarles la cancha, escupirlos a la cara, golpearlos ligeramente —en fin, salvo que sea violencia doméstica: el roto contra la rota—, nada merece la intervención de la justicia (aquí la palabra “justicia” tiene un sentido muy amplio).
Mas, por suerte, la igualdad ante la ley lleva a que los hijos de los ricos también se salven de ser perseguidos por la justicia. Y así se salvó, la primera vez, el hijo de la ministra: ¿qué sentido puede tener hacer algo por unos gramos de hierro?.
Es la igualdad, la no discriminación, que tanto preocupó hace poco a los santos lectores de estas diatribas mías. “¡Ay!”, se escandalizaron, “¿de dónde ha salido este “discriminador”, este que usa lenguaje racista y clasista?”.
Ha salido de un país donde el clasismo es como el Apartheid. Ha salido —sépalo usted— de un país donde se habla de “los poooobres” como en un suspiro, siempre con compasión, claro, ¡pobres poooobres!, pero donde se les discrimina como si fueran negros, como si “pa’ eso están los rotos”.
Y no renunciaré a usar el lenguaje miserable que todos llevamos en el subconsciente, con excepción —por cierto— de los santos, entre quienes yo . . . ¡no me cuento!
El problema es que el hijo de la ministra realmente no quería pasar oculto. Él necesitaba que su padre y su madre le dieran una miradica, los dos juntos, que viven hace años rehaciendo sus vidas. Y el principio de oportunidad fue de lo más inoportuno para la necesidad de atención del muchacho.
Segundo intento. De vacaciones, en el exclusivo balneario San Alfonso del Mar (aunque no tan exclusivo como Las Brisas de Santo Domingo: todavía hay clases, incluso entre los ricos), el hijo de la ministra se lanzó a robar en un departamento.
Fue descubierto por el dueño. Huyó no muy hábilmente, como diciendo: “¡Atrápenme y llamen a mi papito y a mi mamita! ¡Que yo también existo!”.
Mas entre el primer acto (hurto de clavos) y el segundo (robo frustrado) del hijo de la ministra, he aquí que los detectives habían detenido, allá por el Sur, al otro hijo, al de la diputada.
Lo acusaron de tráfico de drogas por unos veinte gramos de marihuana —menos que los clavos—, descubiertos en su automóvil, según dice la policía (¡yo no le creo!).
¡Empate!
Los hijos de las mujeres públicas no son, sin embargo, iguales.
El guailoncito de la diputada sigue preso por ser considerado “un peligro para la sociedad”.
¡Espérense a que cambiemos de régimen, espérense nomás!
El mocoso de la ministra, en cambio, fue declarado “sin discernimiento” por la justicia (no olviden que uso esta palabra en sentido difuso), con lo cual se va para la casa con una regañina y la obligación de acudir a un centro de rehabilitación.
¡Oh, paradoja!: el adolescente ladrón de clavos sí que tiene problemas de consumo de sustancias prohibidas; el hombrón dedicado a las fiestas adolescentes —la adolescencia afecta a todas las edades—, en cambio, no las ha tocado, según dicen las pruebas médicas. Peor para él: los veinte gramos no son, entonces, más que parte de un grandísimo tráfico ilícito en las fiestas del Sur.
Mientras tanto, la droga florece en todas las ciudades, en cada rincón.
Nadie se atreve a defender una sociedad donde se inculque el recto orden moral, en lugar de la neutralidad criminal de moda; donde las políticas contra las drogas y otras lacras se promuevan tanto como las de protección de los derechos humanos.
¿Todos los hijos son iguales? La droga trepa entre los ciudadanos de todas las clases y edades, pero más entre los pobres.
¡Pobres poooobres!
tá bueno tu artículo, escribes más fulidamente que nunca...
ResponderBorrary... esta vez no discriminaste, ja ja, es broma.
no, de verdad, tienes toda la razón, al menos en mi opinión.
en Alemania (occidental) dirían que a ambos los "descuidó" su mamá (por qué no su papá?) o tal vez los mandó a una sala-cuna,
agregarían: claro, dedicarse a su profesión, pese a tener hijos! es un gran pecado!
Una mujer sólo puede dedicarse o a sus hijos (y a su marido, claro) o a una profesión;
pero no a ambas, tiene que elegir, es la libertad de elección de los demócrata cristianos alemanes;
un saludo grande y bienvenido a... marzo!
Gracias, Marta. Me has dado el impulso para escribir sobre ese tema en una ocasión próxima (no la inmediata, que me han pedido otro tema). Espero que también salga fulido, como dices.
ResponderBorrarAmigos de lenguaje fulido: la verdad es que la cuestión de los "niñitos" de nuestras honorables mujeres del servicio público es que no han sacado las crías más honorables que se esperarían. Para las madres no hay hijos malos, decía una de mis abuelas. Pero qué está primero, ¿ser madre, o el país al que sirven? Emplear la influencia cuando se trata de los hijos propios puede ser un dilema, o puede que no cuente, son los hijos y punto.
ResponderBorrarAS
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ResponderBorrar¿Tienes hijos?. Sería interesante que alguien que los tuviera diera su parecer.
ResponderBorrarCreo que en estricto rigor sigue siendo más sencillo opinar y/o
escribir de lo que tiene o le sucede al resto, ocurre igual con la complacencia, la cual aumenta o disminuye de acuerdo con cuan cómodo sea el asiento y el balcón desde donde estoy mirando. De igual modo no le quito validez a tús argumentos, pero creo que la
"diferenciación" del tratamiento aplicado, no es algo que sólo se da
en casos como el que describes, si no en una infinidad de situaciones
que difícilmente puedes captar desde la ventana por la cual me parece miras.
Igual es un gusto leerte.
J.
Gracias, J.: es cariñoso tu reproche y creo que tienes razón en que estoy influido por la ventana desde la que miro. Hacemos lo que podemos. Yo no he querido juzgar el proceder de las madres, que en cuanto tales se llevan mi comprensión y solidaridad con lo que sufren (y opino porque . . . ¡no tengo hijos, pero tengo madre!). Sí juzgo a la justicia, que parece dar palos de ciego.
ResponderBorrarvoy a tener que patentar el fulido, ja ja!
ResponderBorrarComo yo tengo hijos, me permito opinar, gracias j., por preguntar.
Pondré el ej. de una amiga mía cuya hijastra (hija del primer matrim. de su marido, es que mi amiga se casó con un viudo) robó en una tienda conocida, de la ciudad en que viven.
La descubrieron, por supuesto.
Como el marido de mi amiga es super conocido en esta pequena ciudad (alemana, aclaro), por ser el médico del lugar y tener otros puestos honoríficos, tanto el juez como el fiscal, le dijeron:
no se preocupe Herr Dr., cerraremos un ojo y le daremos la menor pena (juvenil) que se pueda y además, le aplicaremos todos los atenuantes que encontremos... etc., etc., etc.
Mi amiga (que es abogado y no es alemana) les dijo que por ningún motivo -su marido la apoyó en esto-: a su hija le darían por favor, el castigo (juvenil) más grande que fuera posible! Y ella se encargaría personalmente de que así fuese.
Dicho y hecho, le aplicaron el mayor rigor de la ley...
A mí me parece que por algo los padres no son buenos jueces (ni profesores) de sus hijos: porque 1) o son muy tontos y los consienten en todo y los pretegen tontamente o 2) bien son como mi amiga...
Oye, pero yo pensé que en Chile había aún estado de derecho y que la ley se aplica a todos por igual, sin hacer distinciones...
Es que ya no es así? Perdón, como he vivido tanto fuera del país, a lo mejor... a lo peor, cambió esto...
Como dice el refrán... no sólo hay que serlo, sino también parecerlo. El hijo de una autoridad, debe cuidarse más que el hijo de cualquier ciudadano.
ResponderBorrarMe acuerdo del hijo de Soledad Alvear; se insolentó y le pegó a un carabinero y como era hijo de la ministra de RREE, al carabinero lo echaron y el "hijito de su mamá" quedó libre de toda culpa.
Me pregunto: ¿esa es la igualdad ante la ley?
Teresa