No existe un solo debate en torno al aborto provocado (no me refiero a los abortos no intentados, sino al homicidio intencional de un niño no nacido). Quizás el más difícil de esos mil debates tiene lugar al interior de la comunidad católica. Su complejidad especial estriba en que exige considerar a la vez los argumentos científicos, filosóficos y teológicos, de manera armónica.
Se trata de un debate público y, bajo uno de sus aspectos, como se verá, de un verdadero debate político: influye en cómo actuarán los católicos —muchos otros cristianos, judíos y musulmanes piensan en esto lo mismo— a la hora de votar por sus representantes o como representantes de un pueblo que, cada vez más, en todas partes, vislumbra la grave injusticia que significa tolerar estos asesinatos.
La comunidad católica hace avanzar esta controversia en un doble frente.
Por una parte, especialmente al dialogar con los no creyentes, los católicos ofrecen la argumentación racional. Por eso, cuando la ciencia era menos perfecta y muchos creían de buena fe en el comienzo tardío de la existencia del ser humano (la teoría aristotélica de la animación retardada), se prohibía el aborto temprano como otras formas de anticoncepción solamente, y no como homicidio, que solamente puede cometerse cuando ya se ha producido la animación del feto. En cambio, tras los avances de la ciencia, hemos ampliado el concepto de aborto hasta el momento mismo de la fertilización. No hay duda científica acerca del inicio de un nuevo ser humano. La Iglesia, apoyada en la ciencia, ha debido enseñar que el aborto se comete incluso con embriones.
Desde el punto de vista de la argumentación racional, el debate ya está terminado. Se han intentado todos los argumentos abortistas y ninguno es capaz de convencer racionalmente de que a veces se justifica matar a un inocente como medio para un fin (da igual cuál sea ese fin). Entre nosotros, Carlos Peña ha recogido la doctrina tradicional con estas palabras: “El derecho proscribe el empleo de ciertos medios bajo ciertas circunstancias. Prohíbe, por ejemplo, privar de la vida a un sujeto indefenso, fueren cuales fueren los motivos de esa acción” (El Mercurio, 10 de febrero de 2008). Si se trata de condenar a quien movido por el miedo colabora con un homicidio, Peña defiende “el famoso rigorismo de Kant”. Exige el heroísmo porque, “si todos consintiéramos en que el miedo u otra inclinación exculpa, entonces la vida en común no sería posible”. “Obrar moralmente”, nos dice, “supone obrar de una manera imparcial y por estricta consideración al deber”.
Jorge Ugarte Vial demostró con argumentos lapidarios, en la sección de Cartas al Director, que no son válidos los argumentos con que Carlos Peña intentó no aplicar su propio rigorismo kantiano al caso del aborto procurado. En efecto, esa imparcialidad y esa estricta consideración al deber de no matar al inocente es lo que exigimos también en el caso del ser humano no nacido. El heroísmo de la madre no es relevante para juzgar sobre su deber. Alguien menos rigorista —un católico— puede excusar la culpa, pero no anular el deber de no matar.
La historia de la controversia sobre el aborto en el mundo demuestra este agotamiento del debate racional, porque los partidarios del aborto han ido cambiando sus argumentos a medida que se van haciendo insostenibles. El de Judith Thomson, por ejemplo, ya no lo usa nadie, por la sencilla razón de que los abortistas del mundo no están contentos con matar al violinista: quieren poder matar a cualquier niño no nacido. Así, lo más fácil ha sido declarar que esos niños “no son personas”, como ha hecho Peter Singer.
Por otra parte, más allá del diálogo racional, los católicos tienen otros problemas. La fe les enseña que están unidos por la comunión de un Cuerpo de carne y hueso, que es el Hombre-Dios, que fue crucificado, que ha resucitado. Que está presente misteriosamente en esos niños abortados y también en la Hostia. “El Cuerpo de Cristo”, escucha un católico cuando comulga. Y la Iglesia exhorta a los políticos que favorecen el aborto a cambiar su rumbo. Algunos obispos enseñan que debe negárseles la Comunión mientras persistan en su incoherencia. Otros obispos les piden, a esos católicos, que no se acerquen a comulgar, pero no les niegan la Comunión si ellos insisten. El debate teológico y canónico es sobre la Comunión. Nadie duda de la gravedad de su pecado.
Se trata de un debate público y, bajo uno de sus aspectos, como se verá, de un verdadero debate político: influye en cómo actuarán los católicos —muchos otros cristianos, judíos y musulmanes piensan en esto lo mismo— a la hora de votar por sus representantes o como representantes de un pueblo que, cada vez más, en todas partes, vislumbra la grave injusticia que significa tolerar estos asesinatos.
La comunidad católica hace avanzar esta controversia en un doble frente.
Por una parte, especialmente al dialogar con los no creyentes, los católicos ofrecen la argumentación racional. Por eso, cuando la ciencia era menos perfecta y muchos creían de buena fe en el comienzo tardío de la existencia del ser humano (la teoría aristotélica de la animación retardada), se prohibía el aborto temprano como otras formas de anticoncepción solamente, y no como homicidio, que solamente puede cometerse cuando ya se ha producido la animación del feto. En cambio, tras los avances de la ciencia, hemos ampliado el concepto de aborto hasta el momento mismo de la fertilización. No hay duda científica acerca del inicio de un nuevo ser humano. La Iglesia, apoyada en la ciencia, ha debido enseñar que el aborto se comete incluso con embriones.
Desde el punto de vista de la argumentación racional, el debate ya está terminado. Se han intentado todos los argumentos abortistas y ninguno es capaz de convencer racionalmente de que a veces se justifica matar a un inocente como medio para un fin (da igual cuál sea ese fin). Entre nosotros, Carlos Peña ha recogido la doctrina tradicional con estas palabras: “El derecho proscribe el empleo de ciertos medios bajo ciertas circunstancias. Prohíbe, por ejemplo, privar de la vida a un sujeto indefenso, fueren cuales fueren los motivos de esa acción” (El Mercurio, 10 de febrero de 2008). Si se trata de condenar a quien movido por el miedo colabora con un homicidio, Peña defiende “el famoso rigorismo de Kant”. Exige el heroísmo porque, “si todos consintiéramos en que el miedo u otra inclinación exculpa, entonces la vida en común no sería posible”. “Obrar moralmente”, nos dice, “supone obrar de una manera imparcial y por estricta consideración al deber”.
Jorge Ugarte Vial demostró con argumentos lapidarios, en la sección de Cartas al Director, que no son válidos los argumentos con que Carlos Peña intentó no aplicar su propio rigorismo kantiano al caso del aborto procurado. En efecto, esa imparcialidad y esa estricta consideración al deber de no matar al inocente es lo que exigimos también en el caso del ser humano no nacido. El heroísmo de la madre no es relevante para juzgar sobre su deber. Alguien menos rigorista —un católico— puede excusar la culpa, pero no anular el deber de no matar.
La historia de la controversia sobre el aborto en el mundo demuestra este agotamiento del debate racional, porque los partidarios del aborto han ido cambiando sus argumentos a medida que se van haciendo insostenibles. El de Judith Thomson, por ejemplo, ya no lo usa nadie, por la sencilla razón de que los abortistas del mundo no están contentos con matar al violinista: quieren poder matar a cualquier niño no nacido. Así, lo más fácil ha sido declarar que esos niños “no son personas”, como ha hecho Peter Singer.
Por otra parte, más allá del diálogo racional, los católicos tienen otros problemas. La fe les enseña que están unidos por la comunión de un Cuerpo de carne y hueso, que es el Hombre-Dios, que fue crucificado, que ha resucitado. Que está presente misteriosamente en esos niños abortados y también en la Hostia. “El Cuerpo de Cristo”, escucha un católico cuando comulga. Y la Iglesia exhorta a los políticos que favorecen el aborto a cambiar su rumbo. Algunos obispos enseñan que debe negárseles la Comunión mientras persistan en su incoherencia. Otros obispos les piden, a esos católicos, que no se acerquen a comulgar, pero no les niegan la Comunión si ellos insisten. El debate teológico y canónico es sobre la Comunión. Nadie duda de la gravedad de su pecado.
es que hay demasiada gente que usa la religión para sus mezquinos fines políticos y le da lo mismo si es o no consecuente, esto pasa mucho en EEUU y también en los países latinos...
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