Tomado del El Mostrador. Excelente análisis. Solamente discrepo con el final, porque no se trata simplemente de un boicot en que el mercado queda como único o último árbitro. Se trata de luchar —como dice al comienzo— con todas las armas que las reglas del juego admiten ahora. Se trata, sobre todo, de usar también criterios éticos para orientar las propias decisiones de consumo. Debería ser una actitud permanente, y no solamente de campaña.
Leed.
COLUMNAS
7 de Diciembre de 2010
Adolescente sin causa
Hace algunas semanas, en una entrevista que le hiciera Jorge Navarrete, Patricio Fernández Chadwick —director de The Clinic— revindicaba lo que él llamaba la adolescencia del periódico que dirige. Sugería que The Clinic no sería quien es si no fuera por su irremediable adolescencia, si no estuviera siempre diciendo eso que —supuestamente— está prohibido decir. En suma, podríamos resumir, su identidad consiste en hacer todo lo posible, semana a semana, por espantar a la abuelita.
En ese constante afán de trasgresión, una de sus últimas portadas caricaturizó a Benedicto XVI de una manera que muchos consideraron poco respetuosa. Supongo que la libertad de prensa existe justamente para permitir este tipo de expresiones, pero también para que quienes se sienten ofendidos por ellas puedan organizarse. Pues bien, un grupo inició una campaña con el fin de intentar convencer a los avisadores de retirar su auspicio al periódico, y logró su objetivo con uno de ellos. Hasta aquí, todo parecía desarrollarse dentro de los cánones normales de nuestra buena y tautológica sociedad liberal: todos tienen derecho a ejercer sus derechos.
Uno hubiera esperado que la reacción del semanario fuera la del buen jugador que conoce las reglas del juego. Pero las cosas fueron un poco distintas: The Clinic reaccionó denunciando una “terrorífica” protesta propiciada por “fanáticos” que buscarían coartar la libertad de expresión. Quizás no se pueda esperar una reacción diferente de quien celebra su propia adolescencia. Con todo, queda un dejo a doble vara, a hipocresía —esos pecados que con tanta fuerza se condenan en las páginas de The Clinic— porque la defensa de la libertad sólo tiene valor cuando se defiende también para quienes no piensan como uno. En el resto de los casos, es demasiado fácil. Además, si uno de los objetivos explícitos del semanario es espantar a la abuelita, no se entiende bien que sean ellos mismos los que luego se espanten de haber hecho tan bien su trabajo. The Clinicempieza a parecerse a ese colegial que no deja vivir en paz al resto pero que luego se victimiza como ninguno cuando le llega su turno. Yo diría que si a usted le gusta tanto el hueveo, no puede ser tan llorón.
Se nos dirá, una vez más, que el poder económico conservador se ha coludido para manipular al país y reducir nuestros escasos márgenes de libertad. Pero toda esa monserga según la cual el poder económico es ultraconservador yblablablá es falsa.
Porque, seamos serios, y aún corriendo el riesgo de ser yo mismo el objeto de las próximas sátiras, a The Clinic le encanta la chacota siempre y cuando ésta vaya en un solo sentido. No pretendo negar los aspectos positivos de The Clinic, pues es obvio que a los muchachos les sobra el talento y que han hecho aportes muy significativos. Sin embargo, todo ello queda oculto por —¿cómo decirlo?— cierta vulgaridad. Y aunque ya veo a buena parte del público indignarse conmigo (he cometido el peor de los pecados:he proferido un juicio estético), lamento comunicar que no encuentro un término más adecuado.
Al vulgarizarlo y trivializarlo todo, The Clinic le ha hecho un flaco favor a nuestra discusión pública. The Clinic tiende a degradar el lenguaje, a rebajar el nivel de la discusión y, en el fondo, a erosionar las bases del diálogo democrático, y un fenómeno así no puede sernos indiferente. El diálogo es imposible cuando se rompen las condiciones que lo permiten, condiciones que The Clinic se esmera en hacer añicos y que el formalismo jurídico difícilmente puede producir por sí mismo. El semanario termina así amedrentando a todos aquellos que no se ajustan a la nueva moral, ya que sobre las voces disonantes pesa la constante amenaza de la funa. ¿Qué hombre público podría querer verse en una de sus ingeniosas e humorísticas portadas? Los paladines del pluralismo terminan siendo los mejores gendarmes de lo políticamente correcto, pues convierten todo legítimo disenso en una cuestión de culpables e inocentes. Su facilismo le impide ver los matices, y caen así en aquello que tanto critican: un mundo de buenos y malos.
Eso explica que en The Clinic abunden más los (des)calificativos que las reflexiones, porque la cuestión es que los argumentos sean reemplazados por los adjetivos, esa práctica que Camus consideraba mortal para cualquier debate público. En general, puede decirse que la cantidad de adjetivos proferidos es inversamente proporcional a la cantidad de ideas, y de eso saben en The Clinic. Un poco por lo mismo, hay que ser tan adolescente como ellos para seguir creyendo por un solo instante que todavía son irreverentes, que todavía desafían al poder. No hay nada más ortodoxo que The Clinic porque no hay nadie menos capaz de la menor mirada crítica frente a la doxa que ellos mismos han fundado.
En cualquier caso, lo peor está por venir. Porque ahora que un grupo de presión logró el retiro de un auspiciador, ya sabemos la cantinela que nos espera, con editoriales, reportajes y entrevistas a figurillas del star system criollo: Chile está ad portas de caer en el peor de los integrismos y Muévete Chile —poderosísima organización que domina al país en las sombras— representa la más seria amenaza que la República haya conocido desde las aventuras de Ramón Freire. Se nos dirá, una vez más, que el poder económico conservador se ha coludido para manipular al país y reducir nuestros escasos márgenes de libertad. Pero toda esa monserga según la cual el poder económico es ultraconservador y blablablá es falsa.
No hay tal, pues no existe fuerza más subversiva respecto de las tradiciones —de todas las tradiciones— que el mercado. Para saberlo, una lectura de Marx con un mínimo de atención es suficiente. Si por ventura le fastidian los autores decimonónicos, también puede leer a Christopher Lasch, o al mismo Milton Friedman. Y si su problema es con la lectura, en verdad basta con sintonizar Megavisión o echar un vistazo a LUN. La paradoja —que tanto irritaba a Orwell— consiste en lo siguiente: cuando cierto progresismo de izquierda levanta la bandera de la más absoluta libertad moral no sólo olvida la cuestión de la igualdad, sino que legitima de paso la más absoluta libertad económica. Cuando no hay reglas morales que valgan, cuando toda norma mínima de comunidad es sistemáticamente desacreditada como conservadora o arcaica, el único árbitro que queda en pie es el mercado. Por eso The Clinic comete la más grosera de las incoherencias cuando se queja de la concentración económica al mismo tiempo que quiere transgredir y derribar todas las normas (y cabe decir que buena parte de la derecha padece de un mal simétrico).
Confieso en todo caso que no me gusta la presión sobre los avisadores como medio de reclamo y, por lo mismo, no me asociaría a una protesta de ese tipo. No me gusta justamente porque no creo que todos los problemas sociales sean problemas de mercado y por tanto no creo que deban resolverse por la vía del mercado. Ese camino equivale a reconocer el fracaso de la política. Pero también hay que admitir que el mismo The Clinic ha contribuido a que lleguemos a este punto destrozando alegremente todos los principios de eso que Orwell llamaba la decencia ordinaria o la decencia común. Cuando no se reconoce la existencia de límites, el único árbitro disponible es el mercado. Pero vaya que es difícil explicarle todo esto a un adolescente.
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