De lo mejor que he leído. Por si acaso, el autor no es el excelente columnista del domingo, sino su padre.
Tribuna
Sábado 19 de Enero de 2013
Contra el odio, tocino
Joaquín García-Huidobro Errázuriz
Consejero
Ayuda a la Iglesia que Sufre, Chile
Año 1947. Acabada la Segunda Guerra Mundial, Europa
presenta un aspecto desolador. El odio entre los pueblos es profundo. En
Vinkt, un pequeño poblado holandés, muchos hombres fueron asesinados
por los nazis. Era un pueblo de viudas y huérfanos. El rencor y tristeza
roían los espíritus.
Allí llegó a predicar un monje vestido de blanco.
Habló sobre el perdón, el amor a los enemigos y la necesidad de ayudar a
los vencidos. Alemania estaba asolada por el hambre y había que mandar
alimentos para evitar otra tragedia. En especial, pedía tocino, un
alimento rico en calorías y fácil de almacenar.
Algunas fieles abandonaron el templo con gestos de
molestia, otros comenzaron a murmurar: ¿No era, acaso, una locura enviar
alimentos a los que habían traído la desolación sobre ese pacífico
pueblo holandés? "Fue la alocución más difícil de mi vida", confesaría
años después el monje, quien comprendía el dolor y frustración, pero
tenía que predicar el Evangelio.
Al atardecer, una de las viudas llegó hasta la casa
donde se alojaba y le dijo: "Los nazis fusilaron a mi marido y a mi
hijo; pero le traigo del tocino con que sobrevivo en el invierno, para
los alemanes que hoy sufren". Al rato, llegó una vecina y otra, con más
tocino. Eran las mujeres del perdón. Reunieron un camión de tocino que
fue llevado a los alemanes vencidos y desplazados de sus tierras, a los
ex enemigos.
Es una de las historias de profunda humanidad de
Werenfried van Straaten, más conocido como "Padre Tocino", un monje
holandés nacido un 17 de enero de 1913, de modo que esta semana
conmemoramos su centenario.
Cuando finalizó la Segunda Guerra, entendió que otra
catástrofe golpearía a Europa si no se conseguía vencer el odio que la
gente albergaba en el corazón. Así, este hombre valiente y apasionado
recorrió la Europa de la posguerra predicando el perdón. No fue el
único, pues en otro terreno, Schuman, De Gasperi, Adenauer, Marshall y
otros grandes políticos de la época tuvieron la misma preocupación.
Así, la iniciativa de Werenfried van Straaten de
reunir en Holanda y Bélgica alimentos y ropa para la población
necesitada alemana, no fue una acción puramente humanitaria, sino una
contribución fundamental a la reconciliación entre los pueblos. Predicó
el amor al enemigo en iglesias, bares y plazas, hasta que Europa llegó a
ser un continente pacificado. En 2002, Romano Prodi, por entonces
presidente de la Comisión Europea, lo calificó de "ángel de la paz".
Hoy, Europa tiene muchos problemas económicos, pero no
está presa por el odio; ni en sus muros ni en sus corazones se escribe
la consigna "Ni perdón ni olvido". En medio de enormes dificultades,
Europa sigue mirando al futuro.
Este monje, con gran sabiduría, nos enseñó que, si
bien la verdad y la justicia son indispensables, no son suficientes para
encontrar la reconciliación. Ella se basa en el perdón, personal,
unilateral, independiente del perdón del otro, como expresión moral de
la más sublime humanidad. La viuda que entrega su alimento en Vinkt
muestra a las alturas que puede llegar el ser humano que se abre a la
aventura del perdón.
Nunca el hombre será más genuinamente hombre que
cuando perdona. Con optimismo, Werenfried nos enseñó que "el hombre es
mejor de lo que pensamos... y Dios también".
Fundador de "Ayuda a la Iglesia que Sufre", recorrió
el mundo con su sombrero de mendigo, primero a favor de Europa y luego
de las personas perseguidas por su fe. En 56 años de labor reunió más de
US$ 3.600 millones para asistir a los perseguidos y necesitados en 143
países. Una suma impresionante, pero muy pequeña si se la compara con lo
que significó el gesto de esos belgas y holandeses que estuvieron
dispuestos a desprenderse de su tocino.
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