Hace algún tiempo me encontré con un amigo ateo y civilizadamente anticlerical. No diré quién, no diré cuándo, no diré dónde. Me preguntó por qué llevaba yo tanto tiempo sin intervenir en el debate público. "¿Será una retirada estratégica?", inquirió. Le respondí que no era eso, sino que estaba muy ocupado en discusiones intraeclesiales sobre la identidad de las universidades católicas y sobre su misión. De hecho, añadí, ya habíamos llegado al colmo del asunto cuando un amigo en común —el profesor Agustín Squella, también ateo y también educadamente anticlerical— enseñaba los deberes de sostener un pluralismo restringido de una Universidad Católica: restringido por la fe, obviamente, como en una Universidad liberal o marxista lo está por sus respectivas ideologías. Squella lo señalaba con más acierto que la plétora de curitas-pseudoteólogos y otros herejes que, en los últimos tiempos, se dedican a promover el liberalismo católico, el neomarxismo, la teología de la liberación y la sodomía (full pack).
Ahora resulta que el rector Carlos Peña, ateo y a su manera anticlerical, también nos da una catequesis más acertada que la de los herejes católicos de turno.
Su columna dominical —qué gran día el Domingo para predicar a los fieles— es una obra maestra de anticlericalismo suave: decir que la Iglesia tiene que ser fiel a sí misma para "morir con las botas puestas", terminar de una vez por todas. Un católico diría solamente que la Iglesia debe ser fiel a Jesucristo y a la Verdad revelada, para llegar al fin de los tiempos como Esposa de Cristo y no como la Gran Ramera. Pero, en el fondo, estamos de acuerdo con la lógica del argumento. Y qué decir cabe que un católico anticlerical prefiere irse al Infierno con Carlos Peña que al Cielo con un idiota, aunque me temo que es más probable que termine yo por mis diatribas anticlericales excomulgado, y en el Infierno (con el idiota, para más remate), y Carlos Peña en el Cielo por ser fiel a la Santa Madre Iglesia y a la lógica aristotélico-tomista.
Fuera de eso, Carlos escribe con un colmillo delicioso, con la esperanza quizás del volteriano dieciochesco que ya ve cerca el final de la Iglesia católica —o su completa irrelevancia, incluso para sus supuestos "fieles"—; pero sus argumentos y su tesis son tan católicas como el Papa Francisco, quien en la JMJ llamaba a los jóvenes argentinos a "no licuar la fe".
Carlos Peña catequiza a los jesuitas como si fuera el Papa Francisco. Es el mundo al revés. Por culpa de esos correligionarios suyos, que son famosos aquí en Chile, ya me cuesta creer que el Papa sea jesuita. Aunque, pensándolo mejor, si Carlos Peña es Catequista, quizás un Papa también puede ser jesuita.
Fuera de eso, Carlos escribe con un colmillo delicioso, con la esperanza quizás del volteriano dieciochesco que ya ve cerca el final de la Iglesia católica —o su completa irrelevancia, incluso para sus supuestos "fieles"—; pero sus argumentos y su tesis son tan católicas como el Papa Francisco, quien en la JMJ llamaba a los jóvenes argentinos a "no licuar la fe".
Carlos Peña catequiza a los jesuitas como si fuera el Papa Francisco. Es el mundo al revés. Por culpa de esos correligionarios suyos, que son famosos aquí en Chile, ya me cuesta creer que el Papa sea jesuita. Aunque, pensándolo mejor, si Carlos Peña es Catequista, quizás un Papa también puede ser jesuita.
Leed, en El Mercurio del domingo 20 de julio.
Domingo 20 de julio de 2014Defensa de la moral sexual católica
"Alguien dirá que la tarea de la Iglesia es proclamar la buena noticia (que la muerte fue derrotada y nuestros pecados perdonados por el sacrificio del Hijo de Dios) y que entonces eso es lo que importa y no lo otro..."
¿Debe la Iglesia Católica morigerar sus enseñanzas en materia de moral sexual luego de constatar que ellas, como se acaba de informar, no interpretan a la mayoría de quienes se dicen católicos?
El Papa Francisco encargó averiguar qué relación había entre la enseñanza doctrinal de la Iglesia y las convicciones de quienes se dicen católicos. El resultado fue sorprendente. La Conferencia Alemana informó que "las afirmaciones de la Iglesia sobre las relaciones sexuales prematrimoniales, la homosexualidad, los divorciados vueltos a casar, y el control de la natalidad, son temas que encuentran poquísimos consensos o son rechazados abiertamente". La Iglesia Suiza, por su parte, hizo saber que "la prohibición de los métodos artificiales de contracepción está muy lejos de la práctica y de las ideas de la gran mayoría de los católicos". Otros informes, de Francia o Japón, algunos de los que se han hecho públicos, son similares. La situación tampoco es muy distinta en Chile. La Encuesta Nacional de Iglesia (realizada por la Universidad Católica en 2001) mostró que apenas un 20% de los católicos se oponía al uso de anticonceptivos (la práctica que condenó Humanae Vitae ).
Así, entonces, allá y acá habría una abierta discordancia entre lo que los católicos declaran y lo que la Iglesia enseña.
¿Deberá entonces la Iglesia cambiar su punto de vista para así reducir la brecha entre lo que enseña y lo que la gente cree o hace?
Por supuesto que no.
Una de las cosas que impresionaron a Bertrand Russell cuando leyó la Biblia que su abuela le regaló fue una frase que ella había subrayado: "No seguirás a una multitud para hacer el mal" (Éxodo, 23:2). A partir de allí, confesó Russell, "nunca sentí temor de pertenecer a las pequeñas minorías". Russell nunca creyó las cosas que las religiones enseñaban; pero siempre pensó que esa frase ocultaba una profunda verdad: las cosas son buenas o malas, correctas o incorrectas al margen del número de personas que crea en ellas. Este principio epistemológico que contiene la Biblia es irrefutablemente cierto. La verdad de un enunciado no depende del número de personas que lo profieran o lo aplaudan. Luego, si la Iglesia Católica -como ha enseñado ya por siglos- piensa que el matrimonio es indisoluble porque Dios se hizo presente en él; que el comportamiento homosexual es un error grave; que el uso de métodos artificiales para el control de la natalidad, un crimen; y si piensa todo eso de veras, a pie juntillas, tal como lo ha proclamado una y otra vez, entonces debe seguirlo proclamando aunque eso equivalga -como acaban de informar las Conferencias Episcopales de Alemania, Francia o Japón- a ser "una voz que clama en el desierto" (Juan 1:23).
Alguien dirá que la tarea de la Iglesia es proclamar la buena noticia (que la muerte fue derrotada y nuestros pecados perdonados por el sacrificio del Hijo de Dios) y que entonces eso es lo que importa y no lo otro. Pero, ¿de qué valdría predicar esa buena nueva a costa de sacrificar las enseñanzas que la acompañan? ¿Qué buena noticia puede haber a costa de sacrificar la naturaleza, la verdad de la condición humana? Es verdad que la evangelización de América requirió una cierta flexibilidad hacia el sincretismo cuyo resultado es la religiosidad popular, pero esa concesión a las costumbres se hizo para esparcir la verdad no para sacrificarla.
Por supuesto alguien argüirá que la verdad se descubre poco a poco conforme avanzan la historia y las costumbres; pero ese argumento es falaz. Si se le sostiene, la Iglesia sería relativista. Y entonces, ¿quién sería el responsable de haber condenado a los homosexuales, excomulgado a los divorciados, anunciado las penas del infierno a los que emplearon métodos anticonceptivos? ¿Acaso las brumas de la historia y las costumbres, las telarañas del tiempo? Y si eso es así, ¿por qué los creyentes habrían de confiar en lo que se les dirá mañana, si pasado mañana podría revelarse como un error?
No, no hay caso.
Es inevitable que la Iglesia Católica siga el consejo de Shakespeare: morir con las botas puestas. Hacerse irrelevante, pero con la doctrina en los labios. Así no desilusionaría a los no creyentes que combaten su dogmatismo creyéndola un adversario y podrá decir como Macbeth: "Moriremos, al menos, vestidos de armadura".
No hay comentarios.:
Publicar un comentario