Hans Kelsen, inventor de los tribunales constitucionales, no propuso la aplicación judicial inmediata de la Constitución.
Kelsen conocía la doctrina sobre la revisión judicial (judicial review) en Estados Unidos. La Corte Suprema estadounidense había juzgado que la Constitución era una norma jurídica de jerarquía superior, por lo cual todos los ciudadanos y funcionarios debían obedecer las leyes de acuerdo con la Constitución. Consiguientemente, también los jueces —todos, no solamente la Corte Suprema— tenían el deber de aplicar la Constitución con preferencia a otras normas jurídicas.
Lógicamente, cuando la declaración de anticonstitucionalidad de una ley procede de la Corte Suprema, cuyas sentencias constituyen un precedente jurídicamente obligatorio para todos los tribunales del país, el judicial review equivale a una invalidación prospectiva de la respectiva ley.
La situación en Estados Unidos se explica por una transición ideológica. Desde la doctrina primitiva de la separación de poderes, en la que el llamado “poder judicial” no es más que un esclavo de la ley y un apéndice del poder ejecutivo o del legislativo o de los dos, un “poder neutro” sin legitimación para la deliberación política, se pasa a una ideología de la democracia sustantiva, cuya exigencia esencial no es la separación de poderes sino la finalidad de dicha separación: el control del poder y la defensa de los derechos del hombre. Así se entiende que la función de control y de garantía de la vigencia del rule of law (Estado de Derecho), propia del poder judicial, no puede cumplirse si se limita a aplicar leyes democráticamente legitimadas y se abstiene de aplicar la Norma Básica.
Por contraste, en Europa y en los países de América Latina subsistió la ideología original. La Constitución constituye un acuerdo básico para la organización del Estado. Dentro de ese acuerdo, cada rama del gobierno tiene una facultad de aplicar la Constitución explícitamente definida por la Constitución.
¿Y si el Parlamento sanciona una ley que el Ejecutivo considera contraria al pacto fundamental de convivencia? Una vez superados todos los trámites, incluyendo posibles facultades explícitas de veto, el Presidente está obligado a promulgarla. ¿Y si el Presidente ejecuta una acción de gobierno que los parlamentarios consideran inconstitucional? Tras utilizar los mecanismos constitucionales de control —denunciar los posibles delitos a los tribunales, exigir la responsabilidad política donde corresponda y con el quórum especial determinado por la Constitución, etc.—, los parlamentarios, aunque sean mayoría, no tienen más remedio que aceptar la situación. Ellos no pueden, por ejemplo, dictar una ley ordenando al Presidente gobernar de otra manera. Para eso existe la elección presidencial periódica por el pueblo.
De la misma manera, el poder judicial solamente podía aplicar la Constitución —invalidar, por ejemplo, leyes y actos administrativos, o dejar de aplicarlos en un caso concreto— en los casos y en la forma previstos por la misma Constitución. Por eso, los jueces no podían abstenerse de aplicar leyes supuestamente inconstitucionales sin pasar por los mecanismos específicos para el control de constitucionalidad determinados por la misma Constitución. Un juez no estaba constitucionalmente legitimado —mucho menos política o “democráticamente” legitimado— para aplicar directamente la Constitución, por mucho que fuese considerada la Norma Suprema y se le rindiesen todo tipo de actos de culto.
Naturalmente, en muchos casos, la ideología primitiva de la separación de poderes significaba que la Constitución era papel mojado, letra muerta, con artículos “meramente programáticos” (incluso sobre derechos humanos. . . ¡inalienables!), puramente “políticos” y no “jurídicos”.
Hans Kelsen quiso tener las ventajas del judicial review —que la Constitución fuese toda ella una verdadera norma jurídica, es decir, judicialmente aplicable—, pero sin sus inconvenientes, especialmente el de la politización de la justicia y el de la judicialización de la política. Inventó, pues, un tribunal intermedio entre los órganos de control político —ligados al parlamento— y los tribunales ordinarios que debían obrar neutralmente dentro de un marco definido por las leyes vigentes. No es que Kelsen creyera en la neutralidad de los jueces —había perdido la inocencia hacía rato—, sino que esperaba desplazar el conflicto fuera del ámbito judicial, para que los jueces ordinarios ejercieran su discreción —guiados por sus nada neutrales convicciones morales y políticas— solamente de manera instersticial, dentro de un marco impuesto coactivamente mediante los mecanismos de control de los jueces: nombramientos y ascensos, destituciones y otros castigos, etcétera.
El Tribunal Constitucional sería, pues, el Defensor de la Constitución.
Otro gran jurista, Carl Schmitt, propuso, en cambio, asignar tan importante función a un poder neutro por encima del gobierno y de la oposición, el Jefe del Estado. Así lo entendió en Chile también el ex Presidente Ricardo Lagos. Afirmó que él, como Jefe del Estado, era el primer defensor de la Constitución. El problema, como vio claramente Kelsen, es que ser intérprete y defensor de la Constitución otorga mucho poder. Ponerlo en manos del Presidente es peligroso. Un solo hombre difícilmente puede ser neutral.
Lo mejor es crear un tribunal colegiado con dos características importantes. La primera es que el Tribunal Constitucional no se vea obligado a interpretar conceptos demasiado amplios e ideológicamente cargados, como “justicia”, “bien público”, etc., para lo cual la Constitución debe ser solamente un acuerdo básico para la organización pacífica de la convivencia y el funcionamiento del sistema político, como la Constitución austriaca. A un Tribunal Constitucional obligado a interpretar los conceptos más sublimes se le concede una plenitud intolerable de poderes absolutos (Kelsen).
La segunda característica de un buen Tribunal Constitucional es que esté compuesto por personas con visiones del mundo diversas, pero con idéntico compromiso cívico en defensa de lo que, de buena fe, estiman como parte del acuerdo constitucional básico. Sus decisiones no serán unánimes, pero sí reflexivas, ecuánimes y respetuosas de la disidencia. Presionar por una unificación espiritual de sus miembros, para que todos sean sumisos servidores de la ideología liberal —o la que sea: pasa ahora que la liberal es la más intolerante—, no es más que voluntad de poder ejercida ahorrándose el sudor y la sangre de la lucha democrática.
Kelsen conocía la doctrina sobre la revisión judicial (judicial review) en Estados Unidos. La Corte Suprema estadounidense había juzgado que la Constitución era una norma jurídica de jerarquía superior, por lo cual todos los ciudadanos y funcionarios debían obedecer las leyes de acuerdo con la Constitución. Consiguientemente, también los jueces —todos, no solamente la Corte Suprema— tenían el deber de aplicar la Constitución con preferencia a otras normas jurídicas.
Lógicamente, cuando la declaración de anticonstitucionalidad de una ley procede de la Corte Suprema, cuyas sentencias constituyen un precedente jurídicamente obligatorio para todos los tribunales del país, el judicial review equivale a una invalidación prospectiva de la respectiva ley.
La situación en Estados Unidos se explica por una transición ideológica. Desde la doctrina primitiva de la separación de poderes, en la que el llamado “poder judicial” no es más que un esclavo de la ley y un apéndice del poder ejecutivo o del legislativo o de los dos, un “poder neutro” sin legitimación para la deliberación política, se pasa a una ideología de la democracia sustantiva, cuya exigencia esencial no es la separación de poderes sino la finalidad de dicha separación: el control del poder y la defensa de los derechos del hombre. Así se entiende que la función de control y de garantía de la vigencia del rule of law (Estado de Derecho), propia del poder judicial, no puede cumplirse si se limita a aplicar leyes democráticamente legitimadas y se abstiene de aplicar la Norma Básica.
Por contraste, en Europa y en los países de América Latina subsistió la ideología original. La Constitución constituye un acuerdo básico para la organización del Estado. Dentro de ese acuerdo, cada rama del gobierno tiene una facultad de aplicar la Constitución explícitamente definida por la Constitución.
¿Y si el Parlamento sanciona una ley que el Ejecutivo considera contraria al pacto fundamental de convivencia? Una vez superados todos los trámites, incluyendo posibles facultades explícitas de veto, el Presidente está obligado a promulgarla. ¿Y si el Presidente ejecuta una acción de gobierno que los parlamentarios consideran inconstitucional? Tras utilizar los mecanismos constitucionales de control —denunciar los posibles delitos a los tribunales, exigir la responsabilidad política donde corresponda y con el quórum especial determinado por la Constitución, etc.—, los parlamentarios, aunque sean mayoría, no tienen más remedio que aceptar la situación. Ellos no pueden, por ejemplo, dictar una ley ordenando al Presidente gobernar de otra manera. Para eso existe la elección presidencial periódica por el pueblo.
De la misma manera, el poder judicial solamente podía aplicar la Constitución —invalidar, por ejemplo, leyes y actos administrativos, o dejar de aplicarlos en un caso concreto— en los casos y en la forma previstos por la misma Constitución. Por eso, los jueces no podían abstenerse de aplicar leyes supuestamente inconstitucionales sin pasar por los mecanismos específicos para el control de constitucionalidad determinados por la misma Constitución. Un juez no estaba constitucionalmente legitimado —mucho menos política o “democráticamente” legitimado— para aplicar directamente la Constitución, por mucho que fuese considerada la Norma Suprema y se le rindiesen todo tipo de actos de culto.
Naturalmente, en muchos casos, la ideología primitiva de la separación de poderes significaba que la Constitución era papel mojado, letra muerta, con artículos “meramente programáticos” (incluso sobre derechos humanos. . . ¡inalienables!), puramente “políticos” y no “jurídicos”.
Hans Kelsen quiso tener las ventajas del judicial review —que la Constitución fuese toda ella una verdadera norma jurídica, es decir, judicialmente aplicable—, pero sin sus inconvenientes, especialmente el de la politización de la justicia y el de la judicialización de la política. Inventó, pues, un tribunal intermedio entre los órganos de control político —ligados al parlamento— y los tribunales ordinarios que debían obrar neutralmente dentro de un marco definido por las leyes vigentes. No es que Kelsen creyera en la neutralidad de los jueces —había perdido la inocencia hacía rato—, sino que esperaba desplazar el conflicto fuera del ámbito judicial, para que los jueces ordinarios ejercieran su discreción —guiados por sus nada neutrales convicciones morales y políticas— solamente de manera instersticial, dentro de un marco impuesto coactivamente mediante los mecanismos de control de los jueces: nombramientos y ascensos, destituciones y otros castigos, etcétera.
El Tribunal Constitucional sería, pues, el Defensor de la Constitución.
Otro gran jurista, Carl Schmitt, propuso, en cambio, asignar tan importante función a un poder neutro por encima del gobierno y de la oposición, el Jefe del Estado. Así lo entendió en Chile también el ex Presidente Ricardo Lagos. Afirmó que él, como Jefe del Estado, era el primer defensor de la Constitución. El problema, como vio claramente Kelsen, es que ser intérprete y defensor de la Constitución otorga mucho poder. Ponerlo en manos del Presidente es peligroso. Un solo hombre difícilmente puede ser neutral.
Lo mejor es crear un tribunal colegiado con dos características importantes. La primera es que el Tribunal Constitucional no se vea obligado a interpretar conceptos demasiado amplios e ideológicamente cargados, como “justicia”, “bien público”, etc., para lo cual la Constitución debe ser solamente un acuerdo básico para la organización pacífica de la convivencia y el funcionamiento del sistema político, como la Constitución austriaca. A un Tribunal Constitucional obligado a interpretar los conceptos más sublimes se le concede una plenitud intolerable de poderes absolutos (Kelsen).
La segunda característica de un buen Tribunal Constitucional es que esté compuesto por personas con visiones del mundo diversas, pero con idéntico compromiso cívico en defensa de lo que, de buena fe, estiman como parte del acuerdo constitucional básico. Sus decisiones no serán unánimes, pero sí reflexivas, ecuánimes y respetuosas de la disidencia. Presionar por una unificación espiritual de sus miembros, para que todos sean sumisos servidores de la ideología liberal —o la que sea: pasa ahora que la liberal es la más intolerante—, no es más que voluntad de poder ejercida ahorrándose el sudor y la sangre de la lucha democrática.
Acabo de recomendar este artículo en mi blog. Un gran saludo!
ResponderBorrarExcelente explicación.
ResponderBorrarMe resulta inexplicable cómo los poderes legislativos, en los países de tradición anglosajona, aceptan sumisamente el "matonaje" de las cortes en la redacción de las leyes. Un caso reciente es el de sudáfrica, donde la corte ordenó al poder legislativo legalizar el matrimonio homosexual.
Me queda el consuelo de que a Kelsen tampoco le parecería aceptable esa situación.