La victoria de la Concertación de Partidos por la Democracia puede explicarse solamente en parte por la intervención electoral del Presidente —una respetable tradición republicana desde el siglo XIX—, por los errores de cálculo y la anémica oposición de la Alianza por Chile y por la farándula socialista internacional en la campaña de Michell Bachelet.
Señalaré un par de causas superficiales, que deben tenerse en cuenta en el futuro si se quiere cambiar el gobierno. Dejo a los expertos de la Alianza —su nombre es Legión— seguir revolcándose en la superficie de otras mil explicaciones posibles de una derrota merecida. Yo prefiero ir después —en el próximo capítulo— al fondo del asunto, aunque de él pueda aprenderse solamente algo para el largo plazo y no una receta para hacerse con el poder.
No olvidemos, en primer lugar, el error de no tener primarias en la Alianza. Ciertamente tiene algunas ventajas utilizar el mecanismo de la segunda vuelta; pero, cuando uno de los lados decide tener primarias en un sistema como el actual, el escenario está ya definido.
Las primarias tienen tres efectos cruciales en un sistema bipartidista como el nuestro: evita el desgaste de la competencia interna, porque lo adelanta en lugar de hacerlo simultáneo con la competencia externa; unifica las fuerzas del sector para la campaña final, pues los derrotados en las primarias tienen fuertes incentivos para apoyar al vencedor (además de poder jugar un papel protagónico como candidatos a otros cargos de elección popular), y, en fin, revisten al ganador de una primera imagen de vencedor: asocian a su persona y a su rostro una adhesión proporcionalmente importante. Este último efecto me parece primordial de cara a la confrontación nacional porque constituye, junto con las primarias en sí mismas, una forma de comenzar antes la campaña presidencial.
La segunda vuelta es un mecanismo constitucional sabio y necesario, que no se fundamenta en razones electorales sino en la necesidad de legitimidad política. El nuevo presidente siempre tendrá —cualquiera sea la simpatía que despierte, incluso si es elegido por muchos como simple mal menor— más de la mitad de los votos válidamente emitidos. Además, la existencia de esta alternativa abierta es una salvaguarda in extremis del derecho a exigir primarias justas en un sector y alguna forma de compensación para los sectores políticos que, por el bien de su coalición, renuncian a su derecho a presentar candidato en la elección presidencial.
Con todo, la irrupción de la candidatura de Sebastián Piñera fue intempestiva, rehusó —porque le convenía personalmente— toda posibilidad de primarias y, por último, no duró lo suficiente como para arrastrar, además de a quienes apoyaban a Lavín, a los descontentos de la Concertación.
En el futuro, si la Concertación sigue teniendo primarias, la Alianza por Chile debe imponer este instrumento para evitar toda emulación del piñerazo.
Naturalmente, me retracto de todo lo que precede si se termina el sistema binominal y se disuelven las dos grandes coaliciones. La política es muy contingente y mis opiniones están sujetas a todos los cambios imaginables.
Otra causa superficial —con este calificativo no me refiero a algo poco importante, sino a algo próximo a la situación contingente, mudable en el corto plazo— que contribuyó a la derrota de Joaquín Lavín, además de la arremetida inoportuna de Sebastián Piñera, fue la serie de opciones estratégicas para mantenerlo vivo como líder después de su casi victoria del ‘99-2000.
Primero: ¿Por qué Alcalde de Santiago? ¿Por qué no continuar en Las Condes o, mejor aún, atreverse con una comuna pobre y popular? En su momento, los expertos me dijeron que no, que Santiago era algo central, emblemático, con dinero para hacer algo, mientras que en una municipalidad periférica no se habría logrado mucho. No veían —por algo son expertos— que el éxito de un líder popular no depende de tener muchos recursos o de estar en el centro de una municipalidad seria, sino de hacer por los pobres todo lo posible con pocos recursos. Véase la popularidad de Ossandón en Puente Alto y, ahora, de Orrego en Peñalolén y de Undurraga en Maipú. Los tres, si extendieran el conocimiento de su obra y de su carisma hacia otras comunas, podrían ser excelentes líderes para una elección presidencial. El alcalde de Santiago, en cambio, ¿dónde está?
Segundo: el liderazgo moral débil y la casi nula profundidad política, ideológica, que se pensó como medio para atraer a un espectro amplio (moral e ideológico) de los votantes. Una astucia poco astuta. Los socialistas lo consiguen de otra manera. Nietzsche decía que los filósofos antiguos conocían la diferencia entre lo esotérico y lo exotérico, sabían decir a sus discípulos, a quienes ilustraban y seducían, todo lo que pensaban, y a los demás, a quienes arrastraban, solamente lo que podían entender. A mí no me cabe duda de que Michell Bachelet debe de ilustrar y seducir con ideas claras sobre los ideales socialistas y progresistas a un número suficiente de quienes la siguen por fuertes motivos éticos y políticos; ella ha tenido buen cuidado de no enajenarse esta adhesión profunda mediante actitudes ambiguas o un desperfilamiento de sus opciones ideológicas. Sin embargo, ha sabido cultivar exotéricamente su otra imagen, menos política, más conciliadora. Por el contrario, yo pude observar semana a semana como antiguos entusiastas de Joaquín Lavín —a quien yo siempre he admirado (véase “Un hombre fuera de serie”)— se iban desencantando, porque encontraban en él solamente el líder exotérico —el muñeco de las masas— sin el ancla esotérica de la ética y de la política.
Y así podríamos seguir buscando causas en la superficie de las aguas. Por desgracia, aunque todas estas causas desfavorables fuesen superadas, sigue siendo muy difícil cambiar la orientación del gobierno solamente mediante recetas de corto plazo, aunque sean tan sabias como las que puedan advertirse bajo una poderosa lupa.
Necesitamos profundizar. Ver que la Concertación de Partidos por la Democracia está en el poder por algo más que su excelente máquina electoral.
Señalaré un par de causas superficiales, que deben tenerse en cuenta en el futuro si se quiere cambiar el gobierno. Dejo a los expertos de la Alianza —su nombre es Legión— seguir revolcándose en la superficie de otras mil explicaciones posibles de una derrota merecida. Yo prefiero ir después —en el próximo capítulo— al fondo del asunto, aunque de él pueda aprenderse solamente algo para el largo plazo y no una receta para hacerse con el poder.
No olvidemos, en primer lugar, el error de no tener primarias en la Alianza. Ciertamente tiene algunas ventajas utilizar el mecanismo de la segunda vuelta; pero, cuando uno de los lados decide tener primarias en un sistema como el actual, el escenario está ya definido.
Las primarias tienen tres efectos cruciales en un sistema bipartidista como el nuestro: evita el desgaste de la competencia interna, porque lo adelanta en lugar de hacerlo simultáneo con la competencia externa; unifica las fuerzas del sector para la campaña final, pues los derrotados en las primarias tienen fuertes incentivos para apoyar al vencedor (además de poder jugar un papel protagónico como candidatos a otros cargos de elección popular), y, en fin, revisten al ganador de una primera imagen de vencedor: asocian a su persona y a su rostro una adhesión proporcionalmente importante. Este último efecto me parece primordial de cara a la confrontación nacional porque constituye, junto con las primarias en sí mismas, una forma de comenzar antes la campaña presidencial.
La segunda vuelta es un mecanismo constitucional sabio y necesario, que no se fundamenta en razones electorales sino en la necesidad de legitimidad política. El nuevo presidente siempre tendrá —cualquiera sea la simpatía que despierte, incluso si es elegido por muchos como simple mal menor— más de la mitad de los votos válidamente emitidos. Además, la existencia de esta alternativa abierta es una salvaguarda in extremis del derecho a exigir primarias justas en un sector y alguna forma de compensación para los sectores políticos que, por el bien de su coalición, renuncian a su derecho a presentar candidato en la elección presidencial.
Con todo, la irrupción de la candidatura de Sebastián Piñera fue intempestiva, rehusó —porque le convenía personalmente— toda posibilidad de primarias y, por último, no duró lo suficiente como para arrastrar, además de a quienes apoyaban a Lavín, a los descontentos de la Concertación.
En el futuro, si la Concertación sigue teniendo primarias, la Alianza por Chile debe imponer este instrumento para evitar toda emulación del piñerazo.
Naturalmente, me retracto de todo lo que precede si se termina el sistema binominal y se disuelven las dos grandes coaliciones. La política es muy contingente y mis opiniones están sujetas a todos los cambios imaginables.
Otra causa superficial —con este calificativo no me refiero a algo poco importante, sino a algo próximo a la situación contingente, mudable en el corto plazo— que contribuyó a la derrota de Joaquín Lavín, además de la arremetida inoportuna de Sebastián Piñera, fue la serie de opciones estratégicas para mantenerlo vivo como líder después de su casi victoria del ‘99-2000.
Primero: ¿Por qué Alcalde de Santiago? ¿Por qué no continuar en Las Condes o, mejor aún, atreverse con una comuna pobre y popular? En su momento, los expertos me dijeron que no, que Santiago era algo central, emblemático, con dinero para hacer algo, mientras que en una municipalidad periférica no se habría logrado mucho. No veían —por algo son expertos— que el éxito de un líder popular no depende de tener muchos recursos o de estar en el centro de una municipalidad seria, sino de hacer por los pobres todo lo posible con pocos recursos. Véase la popularidad de Ossandón en Puente Alto y, ahora, de Orrego en Peñalolén y de Undurraga en Maipú. Los tres, si extendieran el conocimiento de su obra y de su carisma hacia otras comunas, podrían ser excelentes líderes para una elección presidencial. El alcalde de Santiago, en cambio, ¿dónde está?
Segundo: el liderazgo moral débil y la casi nula profundidad política, ideológica, que se pensó como medio para atraer a un espectro amplio (moral e ideológico) de los votantes. Una astucia poco astuta. Los socialistas lo consiguen de otra manera. Nietzsche decía que los filósofos antiguos conocían la diferencia entre lo esotérico y lo exotérico, sabían decir a sus discípulos, a quienes ilustraban y seducían, todo lo que pensaban, y a los demás, a quienes arrastraban, solamente lo que podían entender. A mí no me cabe duda de que Michell Bachelet debe de ilustrar y seducir con ideas claras sobre los ideales socialistas y progresistas a un número suficiente de quienes la siguen por fuertes motivos éticos y políticos; ella ha tenido buen cuidado de no enajenarse esta adhesión profunda mediante actitudes ambiguas o un desperfilamiento de sus opciones ideológicas. Sin embargo, ha sabido cultivar exotéricamente su otra imagen, menos política, más conciliadora. Por el contrario, yo pude observar semana a semana como antiguos entusiastas de Joaquín Lavín —a quien yo siempre he admirado (véase “Un hombre fuera de serie”)— se iban desencantando, porque encontraban en él solamente el líder exotérico —el muñeco de las masas— sin el ancla esotérica de la ética y de la política.
Y así podríamos seguir buscando causas en la superficie de las aguas. Por desgracia, aunque todas estas causas desfavorables fuesen superadas, sigue siendo muy difícil cambiar la orientación del gobierno solamente mediante recetas de corto plazo, aunque sean tan sabias como las que puedan advertirse bajo una poderosa lupa.
Necesitamos profundizar. Ver que la Concertación de Partidos por la Democracia está en el poder por algo más que su excelente máquina electoral.
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