O por la democracia, que es lo mismo: conseguir el poder, y retenerlo, a través de la seducción periódica de los votantes.
O por la alegría, porque con el poder ya en la mano viene la celebración. Y la repartija de los regalos.
O por el amor, porque la Concertación está cada vez más tomada por los que se llaman “progresistas”, y ya sabemos que el progresismo, tal como ellos lo entienden, tiene que ver sobre todo con avanzar hacia el amor: ampliar las posibilidades de hacer el amor con el mínimo de consecuencias molestas.
Poder, democracia, alegría, amor. Todo eso representa la Concertación que gobierna Chile desde hace años. Aunque realmente está gastada como coalición desde el punto de vista de sus ideales políticos, ha tejido muchos intereses concretos que la mantienen unidad como una gran máquina de poder (y de democracia y de alegría y de amor).
Recuerdo ahora un aspecto de la vida de H. L. A. Hart, famoso profesor de Filosofía del Derecho en Oxford a mediados del siglo pasado. A pesar de la afinidad intelectual e ideológica con su mujer, Jenifer, el amor y la complementariedad sexual habían ido palideciendo con los años: “a uno de nosotros no le gusta la comida y al otro no le gusta el sexo”, diagnosticó Herbert. Entonces se propusieron un nuevo comienzo, que —pensaban— podría ser ayudado teniendo otro hijo. Y lo tuvieron, y ayudó a ir adelante. El primer amor, sin embargo, nunca se recuperó. Al final no podían vivir el uno sin el otro, y no tenían eso que los progresistas llaman “amor”.
¿Por qué no se divorciaron, si los dos eran liberales y aceptaban el divorcio como una salida natural a este tipo de problemas? Jenifer Hart se horrorizaba ante la sugerencia y para Herbert era simplemente impensable. Ninguno creía que fuese mejor vivir solos ni que pudieran encontrar una pareja a la altura del otro. La estructura familiar —con los hijos, pero también con un cúmulo de relaciones y de afinidades tejidas más allá del amor— los mantuvo unidos, no a la fuerza, sino porque querían seguir así. Ese querer seguir unidos, potenciado por la llegada de un nuevo hijo, aunque no se sientan los efluvios del sentimiento ni de la afinidad sexual, es lo que yo llamo amor. (Explicaré más esto en otro capítulo si alguien me envía un cheque por un millón de dólares).
De manera que la Concertación de Partidos por el Amor se mantiene unida por los hijos que ha engendrado y por los intereses que ha tejido. Por eso siempre he considerado ridículas las profecías conservadoras —comenzaron ya en el primer año de democracia— de un inminente quiebre en esta tupida red, como si fuera una frágil taza de porcelana y no una maraña muy difícil de cortar. Naturalmente, la contingencia de todo lo político no excluye que se desarticule esa liga exitosa de partidos, especialmente si las nuevas circunstancias, como los cambios en el sistema electoral, hacen posible o incluso aconsejable mantener la red de intereses mediante acuerdos políticos posteriores a las elecciones.
A pesar de todo, el matrimonio polígamo de la izquierda está realmente muy gastado. La mayoría de los votantes no participa de esa red de intereses. ¿Por qué eligieron de nuevo, entonces, a la Concertación?
Pido permiso para señalar una serie de causas superficiales de la victoria, dejando de lado la razón fundamental y obvia que he indicado en el capítulo precedente: ¡se me olvidó rezar!
La primera es que, conscientes del carácter popular del evento, los estrategas de Michell montaron un espectáculo mejor. Parece que leyeron el capítulo sobre el Monstruo de la Quinta Vergara.
Mientras Joaquín Lavín y, después, Sebastián Piñera, posaban delante de una Polaroid —lo que está muy bien— y traían a cantar a un tal Adrián y los no sé qué negros, un morenazo feazo al que solamente mujeres valientes deben de besar, nuestra actual reina acumulaba el apoyo de mujeres extranjeras —esa parlamentaria argentina casada con el Presidente Kirchner, la diputada socialista francesa . . .— y de artistas de alta audiencia, como Miguel Bosé. Si dicen que Piñera necesitaba conquistar el voto femenino, ¿cómo podría competir con Miguel Bosé? ¡¿Cómo?!
Por cierto, eché de menos los comentarios de esos amigos míos concertacionistas que se escandalizaron cuando Lavín comenzó con la política farándula, con sus batucadas y bailarinas y cantantes del ‘99. Ahora la manipulación del populacho (nuestro querido Monstruo) es, simplemente, una aceptable manifestación del carácter cultural-popular de la campaña socialista, una gran fiesta de la democracia.
Una segunda razón que explica la derrota de la Alianza por Chile es la descarada intervención electoral del Presidente Lagos, profetizada en nuestro capítulo “El Monstruo de la Quinta Vergara” como una necesidad política y personal de defenderse contra el avance de las investigaciones por corrupción. De todas maneras, la práctica es esperable y, ya que está legitimada, tendrá que hacer uso de ella la Alianza cuando gobierne.
En tercer lugar, la campaña de la oposición se guió por un cálculo chato basado en preferencias superficiales del Monstruo; pero omitió atacar la corrupción con la indignación moral que amerita y que debía haberse transmitido al pueblo, como con tanta eficacia hace nuestra izquierda cuando elige indignarse por algo. No se hizo sentir a los votantes que tenían una razón poderosa para desear el cambio, a saber, que el régimen actual ha cometido injusticias que requieren un castigo. Este tema seguirá vigente y se agudizará en el futuro, porque —con independencia del signo político— la prolongación en el poder tiende a generar corrupción. Las personas más idealistas, más honestas y más políticas de la Concertación lo saben bien, y luchan contra este fenómeno desde dentro de sus filas. Nada más penoso que una oposición que no lo hace desde afuera.
Estas causas no explican demasiado: son superficiales. Todavía debo señalar algunas más, casi tan elementales. A ti, ¡oh, profundo lector!, te imploro paciencia y comprensión.
O por la alegría, porque con el poder ya en la mano viene la celebración. Y la repartija de los regalos.
O por el amor, porque la Concertación está cada vez más tomada por los que se llaman “progresistas”, y ya sabemos que el progresismo, tal como ellos lo entienden, tiene que ver sobre todo con avanzar hacia el amor: ampliar las posibilidades de hacer el amor con el mínimo de consecuencias molestas.
Poder, democracia, alegría, amor. Todo eso representa la Concertación que gobierna Chile desde hace años. Aunque realmente está gastada como coalición desde el punto de vista de sus ideales políticos, ha tejido muchos intereses concretos que la mantienen unidad como una gran máquina de poder (y de democracia y de alegría y de amor).
Recuerdo ahora un aspecto de la vida de H. L. A. Hart, famoso profesor de Filosofía del Derecho en Oxford a mediados del siglo pasado. A pesar de la afinidad intelectual e ideológica con su mujer, Jenifer, el amor y la complementariedad sexual habían ido palideciendo con los años: “a uno de nosotros no le gusta la comida y al otro no le gusta el sexo”, diagnosticó Herbert. Entonces se propusieron un nuevo comienzo, que —pensaban— podría ser ayudado teniendo otro hijo. Y lo tuvieron, y ayudó a ir adelante. El primer amor, sin embargo, nunca se recuperó. Al final no podían vivir el uno sin el otro, y no tenían eso que los progresistas llaman “amor”.
¿Por qué no se divorciaron, si los dos eran liberales y aceptaban el divorcio como una salida natural a este tipo de problemas? Jenifer Hart se horrorizaba ante la sugerencia y para Herbert era simplemente impensable. Ninguno creía que fuese mejor vivir solos ni que pudieran encontrar una pareja a la altura del otro. La estructura familiar —con los hijos, pero también con un cúmulo de relaciones y de afinidades tejidas más allá del amor— los mantuvo unidos, no a la fuerza, sino porque querían seguir así. Ese querer seguir unidos, potenciado por la llegada de un nuevo hijo, aunque no se sientan los efluvios del sentimiento ni de la afinidad sexual, es lo que yo llamo amor. (Explicaré más esto en otro capítulo si alguien me envía un cheque por un millón de dólares).
De manera que la Concertación de Partidos por el Amor se mantiene unida por los hijos que ha engendrado y por los intereses que ha tejido. Por eso siempre he considerado ridículas las profecías conservadoras —comenzaron ya en el primer año de democracia— de un inminente quiebre en esta tupida red, como si fuera una frágil taza de porcelana y no una maraña muy difícil de cortar. Naturalmente, la contingencia de todo lo político no excluye que se desarticule esa liga exitosa de partidos, especialmente si las nuevas circunstancias, como los cambios en el sistema electoral, hacen posible o incluso aconsejable mantener la red de intereses mediante acuerdos políticos posteriores a las elecciones.
A pesar de todo, el matrimonio polígamo de la izquierda está realmente muy gastado. La mayoría de los votantes no participa de esa red de intereses. ¿Por qué eligieron de nuevo, entonces, a la Concertación?
Pido permiso para señalar una serie de causas superficiales de la victoria, dejando de lado la razón fundamental y obvia que he indicado en el capítulo precedente: ¡se me olvidó rezar!
La primera es que, conscientes del carácter popular del evento, los estrategas de Michell montaron un espectáculo mejor. Parece que leyeron el capítulo sobre el Monstruo de la Quinta Vergara.
Mientras Joaquín Lavín y, después, Sebastián Piñera, posaban delante de una Polaroid —lo que está muy bien— y traían a cantar a un tal Adrián y los no sé qué negros, un morenazo feazo al que solamente mujeres valientes deben de besar, nuestra actual reina acumulaba el apoyo de mujeres extranjeras —esa parlamentaria argentina casada con el Presidente Kirchner, la diputada socialista francesa . . .— y de artistas de alta audiencia, como Miguel Bosé. Si dicen que Piñera necesitaba conquistar el voto femenino, ¿cómo podría competir con Miguel Bosé? ¡¿Cómo?!
Por cierto, eché de menos los comentarios de esos amigos míos concertacionistas que se escandalizaron cuando Lavín comenzó con la política farándula, con sus batucadas y bailarinas y cantantes del ‘99. Ahora la manipulación del populacho (nuestro querido Monstruo) es, simplemente, una aceptable manifestación del carácter cultural-popular de la campaña socialista, una gran fiesta de la democracia.
Una segunda razón que explica la derrota de la Alianza por Chile es la descarada intervención electoral del Presidente Lagos, profetizada en nuestro capítulo “El Monstruo de la Quinta Vergara” como una necesidad política y personal de defenderse contra el avance de las investigaciones por corrupción. De todas maneras, la práctica es esperable y, ya que está legitimada, tendrá que hacer uso de ella la Alianza cuando gobierne.
En tercer lugar, la campaña de la oposición se guió por un cálculo chato basado en preferencias superficiales del Monstruo; pero omitió atacar la corrupción con la indignación moral que amerita y que debía haberse transmitido al pueblo, como con tanta eficacia hace nuestra izquierda cuando elige indignarse por algo. No se hizo sentir a los votantes que tenían una razón poderosa para desear el cambio, a saber, que el régimen actual ha cometido injusticias que requieren un castigo. Este tema seguirá vigente y se agudizará en el futuro, porque —con independencia del signo político— la prolongación en el poder tiende a generar corrupción. Las personas más idealistas, más honestas y más políticas de la Concertación lo saben bien, y luchan contra este fenómeno desde dentro de sus filas. Nada más penoso que una oposición que no lo hace desde afuera.
Estas causas no explican demasiado: son superficiales. Todavía debo señalar algunas más, casi tan elementales. A ti, ¡oh, profundo lector!, te imploro paciencia y comprensión.
holas! me gusto mucho el blog, divertida la manera de escribir. saludos
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