Hoy es el dies natalis de santo Tomás Moro, buena ocasión para recordar, entre sus muchas virtudes, la lealtad y el sentido de responsabilidad con que se ocupó de la vida pública.
Muy conocida es su vida diplomática y jurídica, su habilidad política, su fidelidad al rey Enrique VIII y su martirio por negarse a traicionar a la Iglesia. También es grande su fama como humanista cristiano, para quien todo lo humano —la familia y la política, los negocios y las diversiones, las artes y las letras, la teología y la ciencia, las lenguas vivas y clásicas: ¡todo!— constituía don de Dios y camino al Cielo. No era, lo suyo, ese humanismo cristiano de quienes poco saben de humanismo y mucho de medrar con la etiqueta de “cristianos”, que desechan como inútil apenas comienza a pesar más de lo que paga.
Moro ayudó a renovar la cultura de su tiempo a nivel europeo, nacional y familiar. Hubo de soportar las críticas de quienes no entendían que diera a sus hijas una educación igual de honda y esmerada que la que recibían los varones en la Europa de esos años. Su ejemplo, por desgracia, no cayó en terreno fértil. ¿Cuántos quebraderos de cabeza nos habríamos ahorrado si, desde el siglo XVI, en lugar de evolucionar hacia la sociedad del dominio machista sobre las personas y sobre la naturaleza —so pretexto de racionalidad— hubiésemos sacado las consecuencias de la visión de Moro, rectamente igualitaria sin igualitarismos sentimentales?
También es famosa y envidiable la amistad entre Tomás Moro y Erasmo de Rótterdam, quien le dedicara su Moriae Encomium (Elogio de la locura o de Moro, en un juego de palabras). Los dos trabajaron, cada uno con su estilo peculiar, en rescatar la cultura cristiana y europea de su decadencia. No callaron ante la barbarie, pero tampoco se dejaron arrastrar por las reacciones extremistas, que pretendían solucionar los problemas mediante una crítica destemplada y la destrucción del orden vigente, la violencia en definitiva.
Moro hizo resonar su voz en toda Europa casi sin proponérselo. Incluso cuando, intentando salvar la vida, renunció a su alto cargo de Canciller del Reino y se recluyó en el silencio y en la ausencia, negándose en todo caso a apoyar una ley inicua, sus silencios fueron gritos de fe y de amor, de honradez en defensa de la verdad y de la conciencia. Ante sus acusadores supo hablar para defenderse y, una vez condenado a muerte, supo declarar sin ambages que moría no por su capricho sino por fidelidad a Jesucristo, sin condenar por eso a quienes veían las cosas de otra manera.
A mí me cuesta pensar en un modelo mayor de equilibrio y de fortaleza para defender la verdad sin fanatismo. Tomás Moro se esforzó por creer en la inocencia de las conciencias de quienes le perseguían, mas sin ceder, no obstante su agonía ante la muerte, en el fondo del asunto.
También nosotros nos hallamos ante una crisis de la cultura, una crisis en que visiones incompatibles del hombre y del bien común se enfrentan sin posibilidad de reconciliación. En medio, como siempre, yace la masa inconsciente que no sabe qué pensar, que mira por turnos a un lado y al otro, desconcertada: ¿indisolubilidad o divorcio?, ¿castidad o anticoncepción?, ¿libertad para abortar o absoluta protección del no nacido?, ¿eutanasia o cuidados paliativos hasta la muerte natural?, ¿permisivismo moral o defensa de la moralidad pública?, ¿matrimonio heterosexual o libertad de combinaciones?, ¿libertad de enseñanza para las familias o igualación estatal de la educación?, ¿apoyo público a la religión o esfuerzo secularizador?
Tomás Moro es un buen guía para salir de la masa, para pensar con responsabilidad en las cuestiones públicas.
Me atrevo a decir que prefiero relacionarme con alguien que, como Enrique VIII, pelea por sus propios intereses, por el poder o por una ideología atea, contra la Iglesia, antes que con un católico que no lucha por su ideal, convertido en átomo de una masa manipulada, servil, indiferente.
He conocido ya a muchos defensores de la secularización, de un relativismo radical o sutil que está en la raíz de nuestros más serios trastornos individuales y sociales. Advierto en algunos de ellos, sin embargo, algo de la nobleza de Moro: amor a la verdad, aunque digan que no creen en ella; sentido de la civilidad, de la responsabilidad pública, de la necesidad de empeñarse en algo más que comer y beber y divertirse; un esfuerzo serio por vivir a la altura de cierto ideal ético, aunque no sea demasiado exigente ni sepan cómo fundamentarlo; y aun la increíble lucha por liberar la tierra de la fe cristiana, que desconocen.
Y he conocido a demasiados católicos completamente secularizados, aunque sean obispos y sacerdotes y religiosos: que no derramarían una sola gota de sangre por su fe, aunque estén dispuestos —harto mérito tiene— a cansarse en un activismo loco por causas meramente terrenas; que viven como si Dios no existiera, porque nada hay en su conducta —cuánto comen, cuánto beben, qué lujos usan, cómo viajan, qué leen y oyen y miran y dicen y alaban— que nos recuerde la Cruz de Cristo, esa exageración histórica; que en realidad, como decía el Venerable Cardenal John Henry Newman, creen por tradición cultural, pero fe, fe sobrenatural, no tienen.
Con esos agnósticos, ateos comecuras, puedo hablar y luchar de frente; con esos católicos tibios, hombres-masa, aliados ingenuos del relativismo y de la secularización, casi no puedo dar un paso.
Mas he aquí el desafío: extraer de la masa —especialmente de la masa de los creyentes, pero también de quienes no creen: siempre cabe la conversión—, de la masa de los que viven hundidos en la vida meramente privada, en un egoísmo al que toda la sociedad empuja, una selección de hombres nuevos, de seguidores del ejemplo cívico y cristiano de Tomás Moro.
A fin de cuentas, la masa merece nuestro cariño, el de todos los que durante demasiado tiempo hemos vivido en ella.
Buenísimo, va enlace!
ResponderBorrarGracias por tus artículos que dan espacio para poder expresar y reflexionar: sólo cuando se detecta la enfermedad se puede sanar. ¿por qué estamos así los católicos? y no sólo ellos. Unos abortan y los otros no defendemos la vida ¿no será el origen la misma causa? ambos crímenes, como todos, tal vez son producto de la falta de amor y, por lo tanto, de los actos de violencia activa (asesinato) o pasiva que una persona puede realizar o dejar de hacer (pecado de acción y de omisión)
ResponderBorrarLas causas de la dureza de nuestros corazones (no poder amar) son numerosísimas; pero los católicos tenemos la ventaja: Cristo vino a enseñarnos a amar para sanar y poder llegar a su Amor, a seguir su camino de amor como lo aprendió Tomás Moro: sólo una persona que ama de verdad lo puede seguir hasta llegar a la Cruz del martirio como Cristo. Si de verdad nos enseñaran ese camino de amor y cómo tener un encuentro personal con Él desde la infancia en las familias, colegios y parroquias, resucitaríamos y saldríamos de la masa. ¿qué nos ha pasado? Tendríamos ansias de formación y de doctrina para poder defender con "equilibrio y fortaleza la verdad sin fanatismo." La pura doctrina racional no basta: "el Amor es más fuerte" y "la fe mueve montañas" Es sólo mi experiencia de estar recién saliendo de la masa.
Hola hola anónimo! A mí me parece que una de las claves está en que hemos dejado de vivir las virtudes teologales (del resto de las virtudes, mejor ni hablar).
ResponderBorrarAsistimos actualmente a una suerte de inflación de la fe (me parece a mí) entendida como confianza (no como fe).
De la caridad = amor, mejor ni me pregunten, ni tampoco de la esperanza que se ha convertido, a lo sumo, en una fe fiduciaria.
Si no pones los cimientos del edificio (en este caso, las virtudes teologales), cómo vas, cómo vamos a construir la casa?
Pero no me meto más, mejor dejo contestar a Cristóbal.
Hola Marta!
ResponderBorrarGracias por tu comentario, no entendí nada ¿cuáles son las virtudes teologales? Yo creo que La fe sólamente se AFIRMA en el conocimiento de la doctrina ¿cuántos católicos hay que la conocen (doctrina), pero sólo intelectualmente y que de verdad no saben amar a Cristo y no defienden la fe firmemente? la doctrina y el conocimeitno se puede olvidar, hasta el más ignorante de los ignorantes en esas maetrias puede conocer y amar a cristo y luego tener interés en formarse en la doctrina, equilibrio entre amor y lo intelectual y el mandamiento principal es "amarse unos a otros como yo os he amado y al prójimo como a ti mismo" (no palabras textuales del Evangelio) por lo que la Fe debe sustentarse en el Amor y en la Palabra el Evangelio primero, no amor sentimental y el resto de virtudes en términos teológico que no entendí se dará por añadidura aunque se ignoren los términos teológicos."Ama y haz lo que quieras" (San Agustín), es decir, en el Amor se actuará siempre virtuosamente.
Pero Marta, es sólo mi experiencia de haber tenido doctrina intelectual en mi educación, pero nunca experiencia de Amor con Dios (no signifia no tener defectos)y ahora quiero formarme para fortlecerla.
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