Las semifinales de la Copa del Mundo 2006 han sido un espectáculo no de belleza, sino de inteligencia, de astucia y de nervios, además de resistencia física.
Yo nunca he creído en eso de que lo importante no es ganar, sino competir. La vida no es así. Lo fundamental no es vivir y que al final perdamos, que todo haya sido nada más que un infierno de punta a cabo: ¡hemos de ganar! Y hemos de ganar ahora porque tanto el Cielo como el Infierno comienzan en el mismo instante de la concepción. Así lo muestra, a su manera, C. S. Lewis en El Gran Divorcio, donde la visión retrospectiva de los protagonistas abarca la vida terrena como parte de su vida eterna. San Josemaría expresa lo mismo en Forja: “la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra” (n. 1005).
Ya lo saben quienes practican el fútbol: lo importante no es competir, sino ganar.
No importa cometer errores. Ganar un partido tiene menos que ver con no cometer errores que con acertar en los momentos decisivos. Aunque uno tenga más tarjetas amarillas y haya concedido más tiros de esquina, gana si al final mete más goles. Y punto final, nada de justicia o injusticia, simplemente hechos: ¡goles, goles, goles!
Nunca hay que bajar la guardia, ni al comienzo ni al final; pero, sobre todo, nunca al final. Aunque hayan corrido 117 minutos de una vida larga, es una locura creer que la carrera está ganada.
Sé que estás pensando en la semifinal Alemania vs. Italia. Alemania tenía un equipo de guerreros, pero los italianos fueron más ágiles, más móviles, más resistentes, más astutos. Y, sin embargo, los mejores no marcaban el gol. Parecía que, tras casi agotarse el tiempo adicional, todo se decidiría en esa mezcla de nervios y de azar que son los penales. Mas no: un minuto fatal, una distracción, un delantero a solas, y se acabó: ¡gol de Italia! Abrazos en Roma. Llanto en Alemania, mezclado con emoción y agradecimiento hacia los soldados que habían luchado como héroes.
Un minuto fatal y se acabó. Así es el cara y sello de la vida. La esperanza de ganar no debe perderse hasta el último segundo, aunque todo nos haya sido adverso, incluso cuando toda esa adversidad haya sido por nuestra culpa. Siempre es posible marcar el gol de la victoria, darse el festín que se dio Italia. Mas tampoco podemos abandonar el temor a perder. Un instante basta para echar por tierra y convertir en lodo el vino bueno enriquecido durante largos años. No se puede jugar en serio sin esperanza, pero tampoco sin temor.
Italia ganó y, ¡oh coincidencia!, eran, además, los mejores. No comparto, sin embargo, el deseo bobalicón de que gane el mejor. Con esos instintos, solamente los soberbios pueden abrigar esperanzas. Yo quiero ganar, y así lo espero, aunque sea el peor. Nada me importa ser el mejor o el peor: yo soy lo único que soy y así tengo que ganar. Nadie ganará por mí.
Sí, adivinaste: ahora hablo de la semifinal Portugal vs. Francia. Los franceses eran menos buenos, pero vencieron. Su secreto se reduce a una nueva demostración empírica de la existencia del alma: Zinedine Zidane.
El capitán del equipo francés nació el 23 de junio de 1972 en Marsella. Ha anunciado su retiro a los treinta y cuatro años, tras haber sido mejor jugador del mundo en 1998, 2000 y 2003, según la FIFA. ¿Quién no recuerda sus dos goles de cabeza contra Brasil, en la final de Francia 1998? Y es embajador de la ONU en la lucha contra el hambre. Bautizó a su primer hijo como Enzo en honor del jugador que él más admira, el uruguayo Enzo Francescoli. Para sus amigos es simplemente Zizou.
En el campo de fútbol ha sido un conductor genial. Ya no hace la bicicleta como antes. Ya no patea ni cabecea como antes. Ya no corre tan velozmente como antes. ¿Entonces? Es que tiene un alma más grande que el cuerpo. Su agilidad sorprendente de pies palidece al lado de la inteligencia para ordenar su equipo: dos gestos, una mirada, un cambio de juego, esos pases de precisión milimétrica . . . y, sobre todo, alma, alma, alma. Él es un señor del campo de batalla.
Y así, con alma y con señorío, podemos ganar aunque no seamos los mejores. Eso es lo bueno del fútbol y de la vida: siempre podemos abrigar la esperanza de ganar, conscientes de nuestras limitaciones, si jugamos más con la cabeza y con el corazón que con las piernas.
Sí, quizás estuvo mal cobrado ese penal que, tras la fría y poderosa ejecución por Zizou, le dio la victoria a Francia.
O quizás estuvo bien sancionado.
Antes no me tomaba en serio la idea de lo indecidible, de Jacques Derrida: esa imposibilidad humana de determinar lo justo y lo injusto. El fútbol me ha enseñado a matizar. Quizás debemos decir que no puede ser penal y no penal a la vez; pero, si la decisión fue o no justa, quizás es indecidible para los pobres fútbol-fanáticos.
Vivo en una casa con ocho fanáticos del fútbol, es decir, gente sensata. Hemos visto a cámara lenta varias veces la jugada discutida. Uno dice:
—Si hubieras visto eso mismo fuera del área, ¿habrías cobrado la falta? El pie del defensa se alzó y tocó la pierna del delantero, sin tocar la pelota, y el francés cayó de bruces . . . Yo cobraría eso fuera del área. Luego, también dentro. Solamente las consecuencias son peores. Un penal no es una falta más fuerte, sino sólo en un lugar especial.
Aparentemente inapelable; pero aquí viene el otro:
—Si el mismo roce hubiese ocurrido fuera del área, ¿se habría caído el francés? ¡Jamás! Fue un toque suave, sin intención, que el delantero aprovechó para tirarse a la piscina. Debió seguir jugando. No fue penal.
Irrefutable.
Indecidible.
Hola hola! Muy bueno, va enlace.
ResponderBorrarHay que corregir el título, falta una "n".
Me dice un amigo que Zidane es hijo de argelinos, de Argelia.
Muchos saludos!
Danke!
ResponderBorrarHey what a great site keep up the work its excellent.
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