Todos los pasajeros deben descender.
Si todos vamos en el mismo tren y hacia idéntico desenlace, ¿por qué tanto revuelo cuando unos buenos cargamentos arriban a su destino juntos, a la vez, con solo una pequeña sacudida de por medio: un terremoto, un par de aviones contra las Torres Gemelas, las bombas coordinadas en Bombay, el descarrilamiento accidental del Metro de Valencia? ¿Qué hace que cuarenta y pico muertos en el Metro sean tanto como doscientos en India, y más, mucho más, que los miles que mueren cada año en accidentes o en crímenes aislados, como por goteo?
Pues eso: la diferencia entre las gotas refrescantes del agua bajo la ducha o de las olas mansas junto a la arena y un río caudaloso que te arrastra, te congela y te ahoga. Sabemos que hemos de contar con el dolor y con la muerte, pero no somos capaces de asumirlo en un grado de concentración público, es decir, visible más allá de una familia. Es lo que sucede cuando no muere solamente una persona, de muerte natural o accidental, sino muchas que mueren violentamente, que concitan la atención de todos, es decir, que mueren una muerte pública e inesperada.
La muerte remueve las almas de todos los que, por el vínculo del amor, querrían —en su querer más instintivo— que aquellos a quienes aman fuesen eternos. La muerte introduce un momento extático, de salida de sí mismo para ver la propia vida como la Tierra desde la Luna. A la luz de una vida que termina, como el dictamen del amor es que debiera ser eterna, se contempla tanto la vida de quien se nos ha ido como la propia a la luz de la totalidad posible de su realización.
Si el difunto es, supongamos, un joven de diecisiete años, que ya ha conocido el amor y los ideales, que ya se ha proyectado y —más todavía— ha sido proyectado por otros hacia un futuro de valía, ¿cómo no considerar que su muerte es prematura? Y, sin embargo, no existen las muertes prematuras. La vida no tendría sentido de responsabilidad si no viviéramos para morir en cualquier momento; si, en lugar de acumular un tesoro en la eternidad —no hacen falta muchos años ni pocos: solamente el acrisolamiento del alma en el amor—, pusiéramos nuestras esperanzas en una meta temporal, que pronto, tras nuestra muerte, será humo, polvo, paja, nada.
La vida de los que sobreviven, esa es la cuestión. Yo todavía estoy aquí: ¿qué he hecho con mi vida?
La pregunta se torna banal apenas la referimos a sus realizaciones materiales, temporales, que en sí mismas valen menos que la vida empleada en su consecución. La pregunta es: yo que, como este hijo o este amigo o esta madre, cuyos ojos muertos contemplo, yo que voy a morir, ¿qué he hecho de mi vida?, ¿qué sentido tienen las metas y las rutinas, los regocijos patéticos del orgullo y los placeres pequeños del que yace en su lecho mortuorio sin saberlo?
¿Qué hago yo con mi vida ahora? ¡Ahora!, no en el plazo dilatado de supervivencia que me asigno.
Así es como la muerte, que necesariamente ha de venir, que primero nos ronda y luego nos silba y más tarde nos acaricia hasta que nos abraza, ayuda a vivir bien. La muerte es un instrumento en las manos de Dios. El ocultamiento de Dios corre a parejas con el ocultamiento de la muerte; pero la muerte tiene, por decirlo así, una ventaja. Dios es invisible y Dios es Amor, así que mientras más se le expulsa de la sociedad humana, mientras más domina el apego a las riquezas visibles, a los placeres de este mundo, y campea la violencia, menos presente está ese Amor Invisible. La muerte, por el contrario, es visible y es el fruto del orgullo y del odio. Entonces nadie es capaz de ocultarla, por mucho que se simplifiquen los funerales y se sumerjan en verdes praderas las casas de los muertos.
Por eso el Omnipotente puede usar la muerte —el castigo divino por excelencia— para remover las conciencias. “Yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que hiere y el que sana” (Dt. 32, 39). “Los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios” (Sir. 11, 14).
Dios castiga para sanar, si se puede; y, si no se puede, castiga por lo menos para vengar a sus elegidos.
Sé que vivimos en una era en la que lo políticamente correcto es ser agnóstico o, por lo menos, suavizar las aristas de la fe hasta que no hieran a nadie. Y eso de un Dios que castiga parece un exceso retórico apto para otras épocas, cuando los humanos eran tan primitivos que, sin tener a la vista, bien pintadas, las penas del Infierno, no iban a portarse como Dios manda.
¿Y ahora somos menos primitivos acaso? Preguntada Hannah Arendt si se habría impedido el totalitarismo si los hombres hubieran creído en Dios, respondió que no lo sabía, pero que pensaba que podría haberse evitado si hubieran creído en el Infierno.
El Holocausto, como la muerte de Jesús, vino de la mano de Dios. Quienes tratan de excusar a Dios —su tremenda ausencia del campo de batalla— hacen una teología barata y no terminan de dejar que la muerte haga su trabajo: ¡despertar las conciencias! El castigo divino no requiere de excusas ni de apologías. Es un llamado paternal a revisar la conciencia y a cambiar.
Dios tiene sus leyes y sus mensajeros. Las muertes colectivas y violentas llevan el sello divino. Esto parece inaceptable, pero para los cristianos morir es saltar a los brazos de Jesús. Los que iban en el Metro de Valencia llegaron solamente a esa estación: Jesús.
No pudieron participar en la Jornada Mundial de las Familias con el Papa. Tampoco en el Congreso de Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales, de la víspera, financiado por el Gobierno Español.
Cristóbal:
ResponderBorrar¿por qué dices que es teología barata el decir que pareciera que Dios estuviera ausente en esos genocidios? Yo se lo oí decir a su Santidad Benedicto XVI y no creo que él tenga una teología barata.
No he dicho eso.
ResponderBorrarquién dijo que en vez de preguntarnos tanto dónde estaba Dios en Auschwitz (Maximilian y Edith sí lo sabían perfectamente)
ResponderBorrardeberíamos preguntarnos dónde estaba el hombre!!!???
no sé de quién es originariamente la frase, si es de Paul Badde o es de Benedicto Ratzinger o es de otra persona, tal vez de la Arendt o de Ovidio o no sé de quién...
pero en vez de quejarnos tanto de que Dios no está, debiéramos ser algo más humanistas (no es políticamente correcto dárselas de humanista, sin serlo) y plantearnos:
dónde estoy yo hoy?
Cristóbal: conoces la conferencia de Philipp Boeselager sobre su actuación el 20 de julio?
donde dice Ovidio, debe decir Boecio
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