He dejado de fumar.
No, que no cunda el pánico: no se debió a la nueva ley, que prohíbe tanto, sino a la ley antigua de mi madre, que no prohibía nada.
Ya san Agustín mostró en sus Confesiones que el sabor de lo prohibido puede ser muy fuerte. A pesar de eso, en nuestra familia, donde, en ese entonces, el padre y la madre fumaban, el asunto se complicó cuando los infantes comenzaron a preguntar y a exigir sus derechos en la materia. Y es que un enano puede llegar a encontrar agradable el humo del tabaco.
El caso es que las políticas públicas en la familia no estaban consensuadas: el papá decía que el cigarrillo podía ser no del todo saludable para el crecimiento, pero que, cuando cumpliéramos los quince, y entonces parecía lejana la fecha, nos permitiría fumar tres cigarrillos al día; a los quince ya seríamos “grandes”. La mamá, en cambio, asumió la postura liberal a fondo: podíamos fumar cuando nos diera la gana.
Es verdad que por un tiempo prevaleció entre los hermanos la más fascinante versión de que estaba prohibido. Aprovechábamos las ausencias paternas para fumar. El más ingenioso de los hermanos, el mayor, el aventurero, descubrió que de los abundantes restos de los cigarrillos de nuestros progenitores podían juntarse suculentas provisiones de tabaco, y que con la plastilina que los pobres escolares usábamos para las clases de “manualidades” podían hacerse unas pipas estupendas. Así comenzó mi vida de vicio imparable: cuando no estábamos bebiéndonos ese licor de menta, fumábamos en pipas de plastilina.
El sabor de lo prohibido, la aventura, duró poco, sin embargo, porque muy pronto fue quedando claro, clarísimo, que en la casa mandaba la mamá. Cada vez que le preguntábamos al papá si podíamos esto o lo otro, nos respondía invariablemente: “pregúntele a su mamá”. Así que sobre esto del tabaco también terminamos por preguntarle solamente a ella, sin pasar por la intermediación de tan subordinado funcionario del régimen interno de la familia.
Y sí, por desgracia, esa vieja loca que es mi madre terminó de demoler el sabor de lo prohibido. “Si quieren fumar, fumen”. “Tome, aquí tiene un poco”. Diabólico, ¿verdad? A fin de cuentas, pasé tantos atoros y apuros y ahogos y sinsabores con el maldito cigarrillo, para colmo de males no prohibido, que decidí dejarlo al cumplir los nueve años. Sí, dejé de fumar a los nueve, por culpa de la liberal de mi madre.
Y cuando llegué a los quince, al recordar lo del permiso para fumar tres al día, no tenía ya ganas. Había vivido demasiado tiempo en la inmoralidad, en los abismos del vicio, y desde mi conversión a los nueve, era un hombre nuevo. ¡No más cigarrillos! ¡No más pipas! ¡Pulmones limpios!
¿Pulmones limpios en Santiago de Chile? ¿En Ciudad de México? ¡Dejen que me ría un momento, antes de que me lo prohíban!
En fin, volvamos a las confesiones. Dejé el tabaco a los nueve. Pero, si la curiosidad morbosa de alguno pretende averiguar cuándo y cómo y por qué dejé a la mujeres, ya sabe, tendrá que pagar los quinientos mil dólares, que esa novela no voy a escribirla gratis.
Pasó el tiempo y comencé a ver películas con cierta conciencia política. En algunas, de esas de cárceles y de campos de prisioneros, recuerdo haberme sorprendido por que, en medio de tanta restricción de la libertad, los miserables enjaulados se las arreglaban para . . . ¿lo adivinas, querido lector?
¡Sí, para fumar! Con ingenio, contrabando, intercambio de favores, no sé yo cómo, pero se las arreglaban para fumar. En medio del tedio y de la opresión, el suave y mortífero olor del tabaco les traía un poco de alivio, de calma, de escape mental. Esos cigarrillos, ese humo en los rincones, parecían como un símbolo de la libertad en medio de la más deprimente privación. También a los condenados a muerte se les permitía un último cigarrillo.
Ese lado romántico del fumar debe de ser lo que llevó a mi maestro, Javier Hervada, a colgar un aviso a la entrada de su oficina: “En este Departamento se permite fumar; se prohíbe prohibirlo”. Me recordó a mi madre, sobre todo porque él también fumaba bastante.
Quizás por eso, a pesar de que yo mismo me he visto libre de tan espantoso vicio, miro con compasión a quienes se arremolinan como ganado en torno a los fumaderos. No encuentro nada más parecido a los rincones de libertad de los campos de concentración que esos fumaderos en los aeropuertos, en ciertas esquinas asquerosas de centros comerciales y de bares. Y casi tanta pena dan cuando simplemente salen a la intemperie de algún edificio público, de una universidad, a fumar en el frío como uno de esos agentes secretos que esperan a hacer un contacto. Ahí están ellas y ellos, con su mala conciencia, mal mirados como parias, chupando a la rápida como esos murciélagos a los que los chicos malos enchufan un cigarrillo en la boca hasta que revientan, revientan quizás de placer, que por algo chupan.
¡Oh, fumaderos, que nos recordáis la tristeza de vivir perseguidos!
¡Oh, fumaderos, que hacéis presente la capacidad de prohibir que le queda a la sociedad liberal!
¡Oh, fumaderos, hoyos negros para perseguidos y humillados! Se permite abortar, se permite cometer adulterio, se aplaude a los maricas, se ensalza la usura, se permite explotar los horarios de comercio hasta niveles de escándalo, se permite rendir culto a Mammón, se prohíbe fumar.
He dejado de fumar, pero confieso que fumo una vez al año. En el Día Mundial Sin Fumar tomo un cigarrillo, lo enciendo y lo estiro lentamente, hasta que se extingue en mi mano el símbolo de que los Diez Mandamientos se redactaron y no cambian más. Que no vengan los idólatras a inventarse uno nuevo, cuando a la vez pretenden acabar con los antiguos.
Sí, Neruda proclamaba su confieso que he vivido, y mal vivió el pobre. Yo confieso que he fumado.
Yo fume mi primer y ultimo cigarillo a los cinco años, hurtado desde la cartera de una prima. Pero poco duro el gustito de lo prohibido, porque al rato me dio un ataque de tos y luego arcadas que hasta el dia de hoy recuerdo... pero gracias a eso nunca mas me dieron ganas. Hay que ver que los traumas infantiles a veces funcionan para nuestro beneficio!
ResponderBorrarDanke por el feedback, en el mismo espíritu de buen humor!
ResponderBorrar¡Bravo! ¡Bravísimo!
ResponderBorrarSiempre se agradece la voz de uno que no fuma, cuando muestra lo que es de puro sentido común. Nosotros, los fumadores, ya no podemos abrir la boca. Es que "nuestra inteligencia está oscurecida por el vicio", como nos repiten ciertos iusnaturalistas contaminados de posmodernidad. No entienden que, como dice un amigo mío (que tampoco fuma), el odio al cigarro es el odio al orden natural (con lo cual, ya creo que es inmoral no fumar, al menos como protesta)(a usté lo disculpo con lo del cigarro anual).
Atte.
Mambrú (que de la guerra ya volvió)
Gracias por disculparme, estimado Mambrú. Y ánimo con tu estudio del iusnaturalismo y la posmodernidad.
ResponderBorrarC
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ResponderBorrarMuy buena columna! Increíble estilo. Nada + que agregar...
ResponderBorrarGracias, Fernando. Si te gusta, ponme un link a ver si otros me leen . . .
ResponderBorrarC
Mambrú debería tener un blog!
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