Paul Yowell es un estadounidense, doctorando en Derecho de la Universidad de Oxford y tutor en New College. Lo tengo delante de mí, en el restaurante italiano adonde me ha invitado a tomar el brunch (desayuno-almuerzo: breakfast y lunch), para culminar mi corta, agradable visita a esta Universidad legendaria.
He tenido el honor de impartir un seminario en el Grupo de Discusión de Teoría Jurídica (Jurisprudence Discussion Group), sobre el tema de la ley natural, un concepto clásico renovado hoy bajo una nomenclatura diferente, de donde el título elegido para la ponencia: “Natural law under other names: de nominibus non est disputandum”. Mi intención era mostrar, con citas de profesores de Oxford, que ellos han recuperado varias tesis de la teoría clásica de la ley natural: que la ley es obra de la razón; que los principios de la ley natural están vigentes proprio vigore para el razonamiento jurídico; que la sentencia judicial debe basarse al mismo tiempo en la ley positiva, cuya obligatoriedad depende de su conformidad con la ley natural, y en los principios de la ley natural, y, finalmente, que las leyes positivas injustas no son moralmente válidas, aunque lo sean desde el punto de vista trivial, intrasistemático, del propio sistema jurídico.
Los comentarios de los asistentes, entre ellos los profesores John Finnis y John Gardner, no refutaron la tesis central, sino que añadieron matices y precisiones necesarias.
Terminado el encuentro, los dos organizadores, Paul y Maris, y yo, nos fuimos de copas. Debo decir, para no calumniar, que ella tomó solamente el clásico té inglés. Únicamente Paul y yo nos permitimos, siempre dentro de los límites de la ley natural, gozar más profundamente de la creación mejorada por la inventiva humana.
Mas ahora, terminado el momento de la filosofía jurídica y el de la praxis de la ley natural en materias alcohólicas, Paul y yo estamos repasando lo humano y lo divino, a la hora del brunch.
Junto a nosotros se sientan dos hombres. Uno de ellos, paralítico en su silla de ruedas, evidencia también cierto retardo mental. El otro ordena para los dos lo que van a comer. Luego lo sirve, conversan, refutan con su alegría y su sacrificio —el de estar enfermo, el de servir al enfermo: los dos con naturalidad, alegres— la mentalidad hedonista que desde hace tantos años mata a los indeseables antes de que nazcan, que propone el infanticidio para los que son descubiertos demasiado tarde, que preconiza la eutanasia para animar a dejar este mundo a los que han sido convencidos —por la brutalidad del desamor— de que son una carga insoportable y no el tesoro escondido en el alma.
Toco el tema de los ilegales en Estados Unidos. Le expongo mis opiniones, que parecen poco respetuosas de la legalidad. Él me dice que es un secreto a voces, en su país, que no pueden prescindir de los inmigrantes ilegales, especialmente en los estados del Sur. Buena parte de la industria, especialmente de la construcción, se apoya en ellos. También me confirma que, aunque tengan menos derechos, están mucho mejor que en México, y que sus hijos ya son norteamericanos y gozan de todos los derechos ciudadanos.
El muro es, pues, un error desde el punto de vista de los que están y de los que llegan.
Más allá de lo económico y lo político y estratégico, sin embargo, erigir el muro para detener la inmigración ilegal constituye un fracaso espiritual, cultural y simbólico.
El derecho es un sustituto espiritual de los límites físicos de la acción. Si no existiera este procedimiento de asignación de títulos, de normas que establecen los límites de la acción, cada uno viviría matando para proteger su vida. Las propiedades no dependerían de formas simbólicas de atribución; no podrían traspasarse mediante las palabras —como en un contrato—, sino que pertenecerían a quienes pudiesen retenerlas con más fuerza. El despojo sería la forma privilegiada para transferirlas.
Se nota, por eso, la crisis del derecho, que deriva de una crisis de la cultura, en el momento en que esos límites espirituales no pueden ser mantenidos mediante el respaldo ético de la mayoría, suplementado con la imposición de sanciones coactivas, proporcionadamente eficaces, a una minoría de transgresores. Entonces se necesitan más barreras físicas, cuya eficacia no depende de la voluntad de las personas —aunque sea una voluntad movida por el temor al castigo—, sino del hecho material de que es físicamente imposible traspasarlas.
Os animo, lectores, a buscar esos signos de crisis cultural. Muros más altos, electrificados, en las casas de los ricos. Cada vez más policías y guardias armados. Los famosos “lomos de toro” en las calles, esos relieves físicos que impiden a los automovilistas pasar a más de cinco kilómetros por hora. ¿Por qué? Porque el límite espiritual, cultural, simbólico, que es el derecho, se ha hecho ineficaz.
Por eso la idea de erigir un muro físico es el reconocimiento de un fracaso espiritual, el de encauzar la inmigración, ese gran aporte latino a los Estados Unidos, mediante la aplicación normal de las leyes de inmigración y la tolerancia, mayor o menor según exija la prudencia en cada momento, de la inmigración ilegal.
El fracaso simbólico puede comprenderse mejor si se piensa, por ejemplo, que Estados Unidos está mucho más abierto que Europa.
Ahora recuerdo a una funcionaria española, de piel blanca y bronceada, arrugada y estirada, que declaraba por la televisión que no iban a tolerar más oleadas de negros, mientras las imágenes mostraban buques enteros llegando a las costas de España, cargados de africanos procedentes de sabe Dios qué países.
Mas el muro puede hacernos creer que Estados Unidos tiene los brazos más cerrados hacia los pobres, cuando, en realidad, es el más grande benefactor individual de la humanidad sufriente, de la que está lejos y de la que deja arribar a sus puertos. Europa, experta en los símbolos, parecerá más abierta, pero su lucha contra los ilegales es todavía más fiera.
Y fracasará igualmente.
He tenido el honor de impartir un seminario en el Grupo de Discusión de Teoría Jurídica (Jurisprudence Discussion Group), sobre el tema de la ley natural, un concepto clásico renovado hoy bajo una nomenclatura diferente, de donde el título elegido para la ponencia: “Natural law under other names: de nominibus non est disputandum”. Mi intención era mostrar, con citas de profesores de Oxford, que ellos han recuperado varias tesis de la teoría clásica de la ley natural: que la ley es obra de la razón; que los principios de la ley natural están vigentes proprio vigore para el razonamiento jurídico; que la sentencia judicial debe basarse al mismo tiempo en la ley positiva, cuya obligatoriedad depende de su conformidad con la ley natural, y en los principios de la ley natural, y, finalmente, que las leyes positivas injustas no son moralmente válidas, aunque lo sean desde el punto de vista trivial, intrasistemático, del propio sistema jurídico.
Los comentarios de los asistentes, entre ellos los profesores John Finnis y John Gardner, no refutaron la tesis central, sino que añadieron matices y precisiones necesarias.
Terminado el encuentro, los dos organizadores, Paul y Maris, y yo, nos fuimos de copas. Debo decir, para no calumniar, que ella tomó solamente el clásico té inglés. Únicamente Paul y yo nos permitimos, siempre dentro de los límites de la ley natural, gozar más profundamente de la creación mejorada por la inventiva humana.
Mas ahora, terminado el momento de la filosofía jurídica y el de la praxis de la ley natural en materias alcohólicas, Paul y yo estamos repasando lo humano y lo divino, a la hora del brunch.
Junto a nosotros se sientan dos hombres. Uno de ellos, paralítico en su silla de ruedas, evidencia también cierto retardo mental. El otro ordena para los dos lo que van a comer. Luego lo sirve, conversan, refutan con su alegría y su sacrificio —el de estar enfermo, el de servir al enfermo: los dos con naturalidad, alegres— la mentalidad hedonista que desde hace tantos años mata a los indeseables antes de que nazcan, que propone el infanticidio para los que son descubiertos demasiado tarde, que preconiza la eutanasia para animar a dejar este mundo a los que han sido convencidos —por la brutalidad del desamor— de que son una carga insoportable y no el tesoro escondido en el alma.
Toco el tema de los ilegales en Estados Unidos. Le expongo mis opiniones, que parecen poco respetuosas de la legalidad. Él me dice que es un secreto a voces, en su país, que no pueden prescindir de los inmigrantes ilegales, especialmente en los estados del Sur. Buena parte de la industria, especialmente de la construcción, se apoya en ellos. También me confirma que, aunque tengan menos derechos, están mucho mejor que en México, y que sus hijos ya son norteamericanos y gozan de todos los derechos ciudadanos.
El muro es, pues, un error desde el punto de vista de los que están y de los que llegan.
Más allá de lo económico y lo político y estratégico, sin embargo, erigir el muro para detener la inmigración ilegal constituye un fracaso espiritual, cultural y simbólico.
El derecho es un sustituto espiritual de los límites físicos de la acción. Si no existiera este procedimiento de asignación de títulos, de normas que establecen los límites de la acción, cada uno viviría matando para proteger su vida. Las propiedades no dependerían de formas simbólicas de atribución; no podrían traspasarse mediante las palabras —como en un contrato—, sino que pertenecerían a quienes pudiesen retenerlas con más fuerza. El despojo sería la forma privilegiada para transferirlas.
Se nota, por eso, la crisis del derecho, que deriva de una crisis de la cultura, en el momento en que esos límites espirituales no pueden ser mantenidos mediante el respaldo ético de la mayoría, suplementado con la imposición de sanciones coactivas, proporcionadamente eficaces, a una minoría de transgresores. Entonces se necesitan más barreras físicas, cuya eficacia no depende de la voluntad de las personas —aunque sea una voluntad movida por el temor al castigo—, sino del hecho material de que es físicamente imposible traspasarlas.
Os animo, lectores, a buscar esos signos de crisis cultural. Muros más altos, electrificados, en las casas de los ricos. Cada vez más policías y guardias armados. Los famosos “lomos de toro” en las calles, esos relieves físicos que impiden a los automovilistas pasar a más de cinco kilómetros por hora. ¿Por qué? Porque el límite espiritual, cultural, simbólico, que es el derecho, se ha hecho ineficaz.
Por eso la idea de erigir un muro físico es el reconocimiento de un fracaso espiritual, el de encauzar la inmigración, ese gran aporte latino a los Estados Unidos, mediante la aplicación normal de las leyes de inmigración y la tolerancia, mayor o menor según exija la prudencia en cada momento, de la inmigración ilegal.
El fracaso simbólico puede comprenderse mejor si se piensa, por ejemplo, que Estados Unidos está mucho más abierto que Europa.
Ahora recuerdo a una funcionaria española, de piel blanca y bronceada, arrugada y estirada, que declaraba por la televisión que no iban a tolerar más oleadas de negros, mientras las imágenes mostraban buques enteros llegando a las costas de España, cargados de africanos procedentes de sabe Dios qué países.
Mas el muro puede hacernos creer que Estados Unidos tiene los brazos más cerrados hacia los pobres, cuando, en realidad, es el más grande benefactor individual de la humanidad sufriente, de la que está lejos y de la que deja arribar a sus puertos. Europa, experta en los símbolos, parecerá más abierta, pero su lucha contra los ilegales es todavía más fiera.
Y fracasará igualmente.
Los muros de Estados Unidos me recuerdan el muro que dividió a Alemania, un país una nación un pueblo... partido en dos. Y Palestina, la tierra a donde apunta nuestro espíritu también tiene infranqueables muros que dividen la mezquita y la sinagoga. Si acaso alguno de estos muros tuviera algún eco en la Paz que buscan... pero no. El muro alemán no se detuvo a su propia caída. El muro en Palestina no ha detenido ninguna guerra. ¿Y qué cosa detendrá este muro entre dos naciones, dos pueblos, dos culturas? Poco, muy poco. La dignidad se aleja de los actos humanos, cada vez más, como un comenta.
ResponderBorrarDe acuerdo, pero no olvidemos tampoco las diferencias entre los muros: no igualemos el crimen totalitario de los que no dejaban salir con el error político de los que no dejan entrar (teniendo en cuenta que EE.UU. es ya un país mas abierto que Europa, y tambien que Chile).
ResponderBorrarHola Cristóbal! Te puse un link! Hoy martes por la manana...
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