No defiendo a México cuando deploro la construcción de un muro fronterizo. Defiendo el bien común, la riqueza expansiva de los Estados Unidos.
He vivido en México. Tengo amigos mexicanos. He proclamado a los cuatro vientos la bondad de sus gentes, la finura de los que son finos junto con la bravura de los que son bravos, la excelencia de sus comidas —no en vano, la comida mexicana es famosa en todo el mundo—, la majestuosidad de sus paisajes, sus campos, sus montañas, sus mares, sus lagos . . ., sus raíces en los pueblos indígenas, liberados por la conquista española, a la par que en la cultura y la fe, la lengua, infundidas desde Europa.
No se puede ocultar, sin embargo, que, desde que el espíritu laicista se apoderó de las instituciones, desde que a sangre y fuego expulsaron a Dios de la vida pública, los mexicanos erigieron, al interior de sus fronteras, unos muros invisibles. No se puede servir a dos señores: si Dios ha sido destronado, está claro que solamente les quedaba, bajo tanta retórica liberal y democrática, servir a la riqueza, el poder, las pompas y los halagos de Satanás.
La miseria de las masas es patente allá por un contraste más agudo con quienes gozan de la fortuna; es más clamorosa que en otros países de América, con excepción quizás del Brasil, pero no es mayor. Hasta los más pobres en México pueden beneficiarse de las migajas que caen de las mesas de los ricos. Sé que es fuerte e impopular decirlo, pero los pobres son todavía más pobres allí donde no hay ricos. Y en México hay ricos, muchos ricos y riquísimos.
La cultura sufrida, paciente, nada rencorosa, amable, que comparten los ricos y los pobres, todos los hermanos mexicanos, junto a la protección providencial de la piedad popular hacia la Virgen de Guadalupe, salvó a ese país de las revoluciones sangrientas promovidas por el comunismo latinoamericano. Es verdad que, junto al influjo bienhechor de la Virgen Morena, estuvo la astucia corrupta de los líderes laicos mexicanos. Ellos se empeñaron muy bien en vivir como capitalistas, pero robar como izquierdistas y hablar como revolucionarios: “señalizar a la izquierda, virar a la derecha”, como me decía un amigo mexicano, que tenía ya resignadamente asumido el Manual de Instrucciones de la Gran Política Mexicana.
El caso es que, mientras la Virgen de Guadalupe se ocupaba de salvar a las almas mediante la resignación y la piedad, los revolucionarios institucionalizados acumularon cada vez más poder y dinero y una tupida red de intereses que, no importa cuánto cambien los gobiernos, es casi imposible desmontar.
En medio de este país surrealista, con sus riquezas y sus miserias, emergen esos pobres que sueñan con un futuro mejor más al norte.
Son los “espaldas mojadas”, los que entran a Estados Unidos por debajo, emergiendo desde la hondura de la ilegalidad. Ante la ley no son nada; ante el futuro, ante sus sueños, ante sus hijos y sus nietos, que ya no serán miserables, lo son todo. Y llevan, con los defectos y las miserias que todos los hombres arrastramos, quizás con carencias culturales mayores, algo que a los privilegiados tantas veces nos falta, ¡y cómo nos falta!: voluntad de superación, sueños prolongados en un esfuerzo continuo.
Eso ha hecho grande a Estados Unidos. A este país enorme le viene bien tolerar un número importante de ilegales, además de todos los que pueden entrar legalmente.
No digo que termine el control de las fronteras, que se abran completamente, que claudiquen en la lucha por hacer cumplir las leyes. Solamente sostengo que, en el contexto de esa lucha, pretender la eficacia perfecta, la separación total mediante un muro, es un exceso que les priva de mayores bienes.
El muro es un error material y económico, porque la tolerancia de la inmigración ilegal permite contar con un mercado subterráneo de trabajadores —sin papeles, sin derechos, pero siempre en mejor situación que quedándose en su patria— que contribuyen sin mayores trabas al crecimiento del país. Si se expulsara a los ilegales que ya hay, colapsaría un sector importante de la economía estadounidense. Si se les legalizara y obligase a trabajar conforme a las leyes laborales ordinarias, no encontrarían trabajo: serían demasiado caros. Y ese estatus de trabajador ilegal tolerado, no invitado pero no expulsado, desprotegido en relación a los mejor situados —aunque no tan desprotegido como viviendo en la miseria legal de su tierra—, es la oportunidad que ellos buscan. Desde esa ilegalidad son un aporte insustituible al bienestar de todos los estadounidenses, porque no valen tanto —hablo ahora solamente de su valor económico— como para pagar los costos de su legalización.
El error económico del muro, no obstante, es marginal en comparación con el desacierto político y estratégico.
La política estadounidense necesita urgentemente un refuerzo de la mentalidad pro familia y pro vida. Se engañan los conservadores que pretenden apoyarse en la ridícula “derecha religiosa”, como si Dios no tuviera dos brazos. Son miopes si pretenden vencer la batalla por la vida —derogar Roe vs. Wade (1973), la sentencia infame que legalizó el aborto— sin un aumento sustancial de la población latina. Sí, en México también hay aborto; pero no es la masacre general e ideológica de la guerra por la liberación sexual emprendida por el liberalismo laico estadounidense.
El error estratégico es imponderable. Depende de si China está dispuesta o se ve empujada a hacer la guerra para salvarse de la debacle demográfica que le espera en veinticinco años. En cualquier caso, como enseña la historia de los imperios, lo que corresponde ahora a nuestra Roma es crecer hacia el Continente, e incorporar una población creciente tanto a sus beneficios como a las cargas de protegerse ante una posible hostilidad. Estados Unidos no puede sostener su posición estratégica sin crecer en número de hombres potencialmente comprometidos con su defensa, no solamente armada sino también cultural e intelectual.
Y esos hombres vienen del Sur.
He vivido en México. Tengo amigos mexicanos. He proclamado a los cuatro vientos la bondad de sus gentes, la finura de los que son finos junto con la bravura de los que son bravos, la excelencia de sus comidas —no en vano, la comida mexicana es famosa en todo el mundo—, la majestuosidad de sus paisajes, sus campos, sus montañas, sus mares, sus lagos . . ., sus raíces en los pueblos indígenas, liberados por la conquista española, a la par que en la cultura y la fe, la lengua, infundidas desde Europa.
No se puede ocultar, sin embargo, que, desde que el espíritu laicista se apoderó de las instituciones, desde que a sangre y fuego expulsaron a Dios de la vida pública, los mexicanos erigieron, al interior de sus fronteras, unos muros invisibles. No se puede servir a dos señores: si Dios ha sido destronado, está claro que solamente les quedaba, bajo tanta retórica liberal y democrática, servir a la riqueza, el poder, las pompas y los halagos de Satanás.
La miseria de las masas es patente allá por un contraste más agudo con quienes gozan de la fortuna; es más clamorosa que en otros países de América, con excepción quizás del Brasil, pero no es mayor. Hasta los más pobres en México pueden beneficiarse de las migajas que caen de las mesas de los ricos. Sé que es fuerte e impopular decirlo, pero los pobres son todavía más pobres allí donde no hay ricos. Y en México hay ricos, muchos ricos y riquísimos.
La cultura sufrida, paciente, nada rencorosa, amable, que comparten los ricos y los pobres, todos los hermanos mexicanos, junto a la protección providencial de la piedad popular hacia la Virgen de Guadalupe, salvó a ese país de las revoluciones sangrientas promovidas por el comunismo latinoamericano. Es verdad que, junto al influjo bienhechor de la Virgen Morena, estuvo la astucia corrupta de los líderes laicos mexicanos. Ellos se empeñaron muy bien en vivir como capitalistas, pero robar como izquierdistas y hablar como revolucionarios: “señalizar a la izquierda, virar a la derecha”, como me decía un amigo mexicano, que tenía ya resignadamente asumido el Manual de Instrucciones de la Gran Política Mexicana.
El caso es que, mientras la Virgen de Guadalupe se ocupaba de salvar a las almas mediante la resignación y la piedad, los revolucionarios institucionalizados acumularon cada vez más poder y dinero y una tupida red de intereses que, no importa cuánto cambien los gobiernos, es casi imposible desmontar.
En medio de este país surrealista, con sus riquezas y sus miserias, emergen esos pobres que sueñan con un futuro mejor más al norte.
Son los “espaldas mojadas”, los que entran a Estados Unidos por debajo, emergiendo desde la hondura de la ilegalidad. Ante la ley no son nada; ante el futuro, ante sus sueños, ante sus hijos y sus nietos, que ya no serán miserables, lo son todo. Y llevan, con los defectos y las miserias que todos los hombres arrastramos, quizás con carencias culturales mayores, algo que a los privilegiados tantas veces nos falta, ¡y cómo nos falta!: voluntad de superación, sueños prolongados en un esfuerzo continuo.
Eso ha hecho grande a Estados Unidos. A este país enorme le viene bien tolerar un número importante de ilegales, además de todos los que pueden entrar legalmente.
No digo que termine el control de las fronteras, que se abran completamente, que claudiquen en la lucha por hacer cumplir las leyes. Solamente sostengo que, en el contexto de esa lucha, pretender la eficacia perfecta, la separación total mediante un muro, es un exceso que les priva de mayores bienes.
El muro es un error material y económico, porque la tolerancia de la inmigración ilegal permite contar con un mercado subterráneo de trabajadores —sin papeles, sin derechos, pero siempre en mejor situación que quedándose en su patria— que contribuyen sin mayores trabas al crecimiento del país. Si se expulsara a los ilegales que ya hay, colapsaría un sector importante de la economía estadounidense. Si se les legalizara y obligase a trabajar conforme a las leyes laborales ordinarias, no encontrarían trabajo: serían demasiado caros. Y ese estatus de trabajador ilegal tolerado, no invitado pero no expulsado, desprotegido en relación a los mejor situados —aunque no tan desprotegido como viviendo en la miseria legal de su tierra—, es la oportunidad que ellos buscan. Desde esa ilegalidad son un aporte insustituible al bienestar de todos los estadounidenses, porque no valen tanto —hablo ahora solamente de su valor económico— como para pagar los costos de su legalización.
El error económico del muro, no obstante, es marginal en comparación con el desacierto político y estratégico.
La política estadounidense necesita urgentemente un refuerzo de la mentalidad pro familia y pro vida. Se engañan los conservadores que pretenden apoyarse en la ridícula “derecha religiosa”, como si Dios no tuviera dos brazos. Son miopes si pretenden vencer la batalla por la vida —derogar Roe vs. Wade (1973), la sentencia infame que legalizó el aborto— sin un aumento sustancial de la población latina. Sí, en México también hay aborto; pero no es la masacre general e ideológica de la guerra por la liberación sexual emprendida por el liberalismo laico estadounidense.
El error estratégico es imponderable. Depende de si China está dispuesta o se ve empujada a hacer la guerra para salvarse de la debacle demográfica que le espera en veinticinco años. En cualquier caso, como enseña la historia de los imperios, lo que corresponde ahora a nuestra Roma es crecer hacia el Continente, e incorporar una población creciente tanto a sus beneficios como a las cargas de protegerse ante una posible hostilidad. Estados Unidos no puede sostener su posición estratégica sin crecer en número de hombres potencialmente comprometidos con su defensa, no solamente armada sino también cultural e intelectual.
Y esos hombres vienen del Sur.
Por éste blog _que es mucho par amí_ descubrí el otro, que me viene de perlas y lo he recomendado en mi sitio.
ResponderBorrarEspero que le guste la idea. o encuentra acá: Máximas Mínimas
Saludos de Chile.