Sé que a muchos no les gusta la división “derechas” vs. “izquierdas”.
Sus argumentos tienen que ver con la arbitrariedad de la clasificación y con la variedad histórica de los contenidos ideológicos. Bajo la superficie de las alegaciones late, sin embargo, algo sorprendente: quienes suelen alegar contra tan extraña diferenciación binaria suelen también sentirse etiquetados como de derecha en los debates públicos, cualquiera que sea en cada momento el criterio de demarcación, y a la vez parece que sienten el estigma, el desprestigio, la mala conciencia, de pertenecer a esa derecha.
Yo no soy de derecha, no vaya usted a creer, por Dios santo.
No he oído a nadie descalificar la clasificación desde una posición considerada como de izquierda, salvo cuando la etiqueta de izquierdista ha sido desacreditada. El primer gran desacreditador de esa etiqueta en la época contemporánea fue Lenin. Su diatriba contra esa enfermedad infantil, el izquierdismo en el comunismo, se puede reducir a esto: los izquierdistas se niegan a cualquier compromiso con los reaccionarios —a participar en sus sindicatos, en sus parlamentos, etc.— para así luchar por los principios intransables del comunismo hasta instaurar la sociedad sin clases.
Avanzar sin transar.
Lenin, en cambio, está dispuesto a todas las transacciones que sean necesarias para alcanzar sus metas. Según su comparación, es como quien se ve obligado e entregar el automóvil, el dinero y las armas, a los bandoleros del camino, con tal de seguir adelante. Quienes se niegan a esta aparente colaboración retrasan la llegada de la revolución. Según Lenin, “la victoria sobre la burguesía es imposible sin una lucha prolongada, tenaz, desesperada, a muerte, una lucha que exige serenidad, disciplina, firmeza, inflexibilidad y una voluntad única” (La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo).
Los izquierdistas eran, en el fondo, más fanáticos que tácticos. Aceptaban —nos dice Lenin— “el terror individual, de los atentados, que nosotros, los marxistas, rechazábamos categóricamente” (ibid.). “Claro es que nosotros condenábamos el terror individual únicamente por motivos de conveniencia” (ibid.), nos aclara para que no pensemos que los comunistas de derecha, o sea los leninistas, eran pacifistas y ajenos por principio a todo terrorismo. Según el zar de los comunistas —también de los chilenos— “las gentes capaces de condenar por principio el terror de la Gran Revolución Francesa, o, en general, el terror ejercido por un partido revolucionario victorioso, asediado por la burguesía de todo el mundo, esas gentes fueron ya condenadas para siempre al ridículo y al oprobio” (ibid.).
En resumen, lo propio tanto de los que usan el terrorismo por principio como de quienes lo condenan por principio, su error fundamental, según Lenin, consiste en no atenerse a las necesidades tácticas. Son, en definitiva, infantiles. “La dictadura del proletariado es una lucha tenaz, cruenta e incruenta, violenta y pacífica, militar y económica, pedagógica y administrativa, contra las fuerzas y las tradiciones de la vieja sociedad” (ibid.).
Es ridículo debilitar esta lucha por escrúpulos de principios.
Si hasta el inescrupuloso y violento Lenin arremete contra los izquierdistas, ¿quién es de izquierda y quién de derecha? No les falta razón, entonces, a quienes rechazan la clasificación.
En la República de Weimar, los nacionalsocialistas y los comunistas se aliaron contra el Centro y los Socialdemócratas: votaban juntos contra los liberales y burgueses, por razones contrarias. Hitler y Stalin firmaron una tratado de paz y de no agresión que, hasta donde sabemos, Stalin estaba dispuesto a respetar. Hitler fue suficientemente imprudente como para olvidar la lección que debería haber aprendido de Napoleón en su desastrosa campaña rusa. Ya sé que esto es historia ficción, pero no me cuesta imaginar una Europa mitad nazi después de un desenlace diferente de la Segunda Guerra Mundial, si Hitler hubiera respetado su tratado. ¿Qué hubiera tenido de extraordinario una “guerra fría” a tres bandas, Stalin-Hitler-Estados Unidos?
Desde el punto de vista de su oposición a la democracia liberal burguesa, pues, tanto los nazis como los comunistas y los socialistas (incluidos los socialistas chilenos, hasta 1973 por lo menos), son evidentemente de izquierda. Son estatistas, son antidemócratas, son antiliberales, justifican la violencia como arma política, pretenden el control total del Estado con miras a la realización de una utopía política. Son de izquierda, pero la propaganda de izquierda nos hace pensar que los izquierdistas derrotados —los nazis, los fascistas— eran de derecha.
A mí me cuesta creer que alguien se crea esa propaganda.
Y si pensamos en temas económicos, es evidente que todos los izquierdistas de los años sesenta son hoy de extrema derecha: aceptan el mercado y la propiedad privada (la aprovechan bastante bien: ¡si no se privan de ninguna oportunidad de echarse algo al bolsillo!).
No les falta razón, pues, a quienes rechazan la división entre izquierda y derecha. La clasificación parece arbitraria, los contenidos son móviles y contingentes.
¿Por qué, entonces, precisamente quienes se oponen a la clasificación suelen sentirse y ser considerados de derecha?
Mi respuesta es la siguiente.
La clasificación tiene un sentido racional en la filosofía política.
Aunque se usen otras palabras, ellas serán geométrica y anatómicamente equivalentes a las de “izquierda” y “derecha”. Sabemos que esta distinción es primariamente anatómico-espacial y enseguida geométrica, pero las realidades del mundo simbólico, espiritual, ético y político, desde Parménides por lo menos, se explican mediante analogía con el mundo físico y biológico. De manera que la analogía, si se entiende bien, es válida.
La clasificación es inestable por la misma contingencia de todo lo político, de manera que no podemos extrañarnos de que los contenidos cambien constantemente. Sin embargo, bajo esa variedad subsiste un hecho básico: la vocación minoritaria de los mejores y la omnipresente posibilidad de corromperse, junto con la vocación mayoritaria de los más pobres y la omnipresente posibilidad de rebelarse contra un orden político injusto. De ahí que los mejores hayan de soportar el estigma de estar siempre en minoría y de ser vistos bajo la tenebrosa luz de su corrupción posible, y esto es ser de derecha.
Nada agradable. Dan ganas de defenderse, de anular la distinción.
Muy bueno, gracias.
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