Los alcances de un acto humano son insospechados. El influjo de una vida humana, a pesar de que nadie vive más de un instante —el instante en que las almas deciden su destino eterno—, resulta inconmensurable.
¿Qué hubiera pasado sin Aristóteles? ¿Habría existido Hegel? Y sin Hegel, ¿habría habido un Karl Marx? Y sin Marx, ¿habríamos tenido el totalitarismo rojo?
La historia está abierta. Las consecuencias incalculables de un acto, de una vida humana, no sucedieron necesariamente. Emergieron del entrelazarse con otros actos y con otras vidas, que podrían no haber sido.
Sin los totalitarismos nazi y comunista, ¿habría existido Karol Wojtyla? No: él se forjó en esa forja del dolor y del horror. Sin embargo, él fue más que ese misterio de iniquidad en el que se formó su temple de guerrero del espíritu. Él podría haber reaccionado como un cobarde; pero fue valiente. Él pudo ser un cómplice más, gris y anónimo, de lo que parecía inevitable, de aquello en lo que no tenía culpa. Mas fue un luchador contra la corriente. Él pudo haber sucumbido al desánimo y al resentimiento, pero tuvo esperanza y fe en Dios, y abrazó con su amor de cristiano y de sacerdote incluso a los que con saña lo arrinconaron, en el intento de liquidar su patria.
La libertad de los hombres —hombre es quien no sucumbe a la resignación de ser ceniza— es la respuesta contra el mal que parece imponérsenos como inevitable.
¿O acaso será verdad que “la libertad existe solamente en el reino de los sueños / y la belleza florece solamente en el canto” (Friedrich Schiller, “Der Antritt des neuen Jahrhunderts”, 1802)?
Ahora pregúntate, chileno, chilena: ¿existirías tú sin Juan Pablo II? ¿Tú, en tu existencia biológica? ¿Tú, el que eres, con tu ser moral actual? ¿Qué huellas dejó en Chile el Peregrino de la Paz?
Esta semana hemos conmemorado los veinte años del paso por Chile del Mensajero de la Vida. ¿Fue un espejismo?
Hemos celebrado los dos años de su dies natalis, el 2 de abril de 2005. ¿Qué nos legó, no ya a los chilenos, sino a los hombres y mujeres del mundo?
Juan Pablo II nos dio un ejemplo de heroísmo, de entrega a Dios y a los hermanos. Arriesgó su vida en la resistencia al nazismo y al comunismo en Polonia. Se dejó la piel para proporcionar las claves del amor humano a los jóvenes, preparándolos para el matrimonio y para el celibato, según el plan de Dios. Dio prioridad absoluta a la vida eucarística, de unión mística con Dios.
Yo fui testigo de su oración a la madrugada, una vez que me hice invitar a su Misa en El Vaticano. Fui testigo de su mirada, de su cariño y fortaleza. Yo sentí correr la vibración de la caridad del Papa por mi cuerpo, porque el cuerpo siente al alma.
De esa unión mística con Dios procedía su atractivo para los jóvenes, para todos los que —de cualquier credo, aun cuando no lo siguieran siempre con las obras— estuvieron abiertos a un ideal.
Juan Pablo II atrajo a las muchedumbres de los jóvenes porque a todos los trató con la verdad y la caridad, con exigencias divinas y calor humano, que todo es, al final, el mismo fuego de Dios.
El tesoro de sus escritos —desde la Encíclica Redemptor Hominis hasta libros como Cruzando el Umbral de la Esperanza— no ha sido explotado todavía. Las vetas están vírgenes y son de la más alta ley. Ahí está la teología desarrollada, incorporada a la filosofía perenne; ahí la exaltación del cuerpo humano —esto es, del alma— y de la unión de los sexos para gloria de Dios Padre; ahí las raíces trinitarias de la renovación del culto, de la sociedad civil, del planeta que agoniza; ahí la conexión misteriosa entre el trabajo humano —hasta el más elemental, aparentemente— y la vida eucarística; ahí el canto a la vida y a la familia, su santuario más sagrado; ahí el amor a la Iglesia, que abraza a los santos y a los pecadores, que no rechaza ni a los más grandes criminales.
El Peregrino de la Paz caminó por esta tierra nuestra renovando las conciencias y las sociedades, refutando los errores por elevación —sin detenerse en los detalles—, uniendo a los más genuinos representantes de todas las religiones —los que quieren vivirlas en paz, sin renunciar a la verdad— y de todas las culturas, reedificando la Iglesia cuando parecía desmoronarse bajo el peso del liberalismo teológico.
El Mensajero de la Vida dejó una marca profunda en la historia.
Mas, volviendo a la pregunta: ¿Existiríamos nosotros sin Juan Pablo II?
La respuesta, respecto de los chilenos, es clarísima: Muchos no existirían ni biológicamente, porque ellos o sus padres habrían muerto en una guerra fratricida contra Argentina, de no haber mediado el Papa con sabiduría y paciencia, ayudado por el Cardenal Samoré.
Muchos más no existiríamos moralmente: bajo la misma piel, seríamos otros seres humanos: con odios que hoy no tenemos, con frivolidades de que hoy somos libres, sin los ideales que abrigamos.
Así que los rastros del Papa de la Luz nos siguen afectando, porque son parte del alma.
Así que tenemos delante de nosotros sus huellas, no solamente para mirarlas sino también para pisarlas y seguirlas.
Los chilenos jóvenes, los de siempre, pero especialmente quienes fuimos jóvenes en 1987, no podemos olvidar una feliz coincidencia: el 2 de abril. El 2 de abril de 1987 lo recibimos en el Estadio Nacional. Asistimos a una demostración de dominio del espíritu sobre la materia, de la serenidad enérgica —la de la voz y la mirada del Papa joven— por sobre la agitación sensual de unos pocos, de la religión sobrenatural sobre las urgencias políticas de esa hora, sin que el Papa se desentendiera por eso del bien común de nuestra patria.
Los chilenos le debemos mucho al Papa.
Ya veremos en el próximo capítulo cómo es el pago de Chile.
¿1997?
ResponderBorrarT.O.S.
Gracias. Un lapsus.
ResponderBorrarC
Me parece totalmente oportuno referirse al tema y hacer ver a cuantos católicos que lean su blog, y no son pocos, la deuda que tenemos con el papa y la manera en que reaccionamos frente una ofensa directa e intencionada a su persona.
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