He llegado a comprender a Nietzsche, cuando abandonó la Universidad convencido de que en ella no había lugar para la verdad (asunto aparte es que, fuera de la Universidad, haya él desesperado de la verdad misma). Y es que la Universidad liberal, esa que se cree libre de prejuicios y abierta y pluralista —patrañas para niños de pecho—, no es más que una mascarada. Bajo sutiles argumentos científicos se esconde la más brutal voluntad de dominio que ha conocido la historia, porque la mayoría de los intelectuales han aprobado los peores crímenes de la Humanidad. ¿O fueron obreros analfabetos quienes llevaron a Hitler al poder, quienes montaron su aparato de propaganda? ¿O eran, acaso, proletarios los que dirigían la vanguardia del proletariado en cada país, para sembrar el odio y atizar la violencia? Y ahora, las organizaciones pro-choice, o sea, abortistas, ¿están formadas por mujeres de la calle, acaso, o más bien por varones y mujeres de sutil inteligencia al servicio de la muerte?
Sí, amigos, sobre los intelectuales caerán las más duras penas del infierno.
No, amigos: ¡no me excluyo de la amenaza! Al revés: porque sé que me afecta directamente, porque sé que las prostitutas me precederán en el reino de los cielos —la mayoría de ellas, víctimas de inhumana explotación—, estoy decidido a no engrosar el coro de los académicos que justifican las peores pasiones y los crímenes más abyectos. La complicidad de Pablo Neruda y Gabriel García Márquez con el comunismo, de Martin Heidegger y Carl Schmitt con el nazismo y de John Rawls y Ronald Dworkin con la plaga liberal del aborto, la complicidad de los académicos decentes con la suma abdicación de la justicia, me basta para estar alerta y vigilar mis pensamientos, mis acciones, mis cobardías, mis silencios, mi buena educación. Nunca seré tan bien educado, tan agradable a todos los paladares, que mi defensa de la vida renuncie a la fuerza profética de toda pelea contra una tiranía intolerable.
En esta lucha, someterse a los moldes metodológicos de la ciencia establecida huele ya a connivencia con quienes, bajo apariencia de razones, gritan sus pasiones a lo alto. Por eso, he debido resistir, no una vez sino muchas, la tentación de parecer un intelectual bien pensante, un erudito. Y soy plenamente consciente de que mi modo de proceder disgusta a los liberales e incomoda a la vez a muchos defensores del derecho natural.
En efecto, cuando hago saltar los moldes de las convenciones académicas —lo prefiero, antes que huir, como Nietzsche, del fuego a las brasas—, llega a mis oídos el murmullo de desaprobación de los académicos liberales: ¿cómo se atreve este a desafiar el consenso liberal, la razón ilustrada? Entiendo que estimen un exceso que yo no me limite a defender el statu quo, sino que me proponga empeorarlo para su causa. Incluso escucho a la distancia la crítica cínica, la descalificación académica, el denuesto infame: ese hacer parecer como ignorante o falaz a quien se atreve a hacerles frente. No me importa: ¿qué es el prestigio, qué importa sacrificarlo en el altar de la vida naciente? ¿Acaso no nos dio un ejemplo luminoso Jérôme Lejeune, que habría recibido el Premio Nobel por descubrir la Trisomía 21 como explicación genética del síndrome de Down, y en cambio perdió ese y otros galardones por hablar fuerte —por activa y por pasiva, hasta morir— a favor de la vida de los seres humanos más pequeños, como le gustaba llamarlos? ¿Acaso vamos a traicionar el legado de Léjêune para contentar a los que se llenan la boca con citas sabihondas, con argumentos alambicados que permiten acallar la mala conciencia? ¡No! ¡No!
Mil veces, mil voces: ¡no!
Por desgracia, percibo también la inquietud de los defensores de la vida. Hasta ahí llega el influjo de lo políticamente correcto, de la neutralidad liberal: querrían contar con un argumento liberal, puramente abstracto, irrefutable, a favor del niño no nacido. Querrían lidiar en una arena más convencional. Desean, probablemente, que un académico pro-vida parezca tan científico y serio como los otros, con argumentos sutiles y bien trabados y con citas de los autores de moda: un Rawls o un Dworkin o un Habermas o un Singer o . . . Entiendo sus razones, pero se equivocan. No existe esa victoria aséptica en una lucha tan sangrienta. Los niños que van a morir necesitan buenas razones, sí; conocimiento actualizado del debate, seguramente; pero, sobre todo, una voluntad decidida a no conceder nada al club de los académicos abortistas.
Son muchos los jóvenes, varones y mujeres, que miran con asombro y desconcierto esta gran confrontación entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte. Yo me debo a ellos. Por eso, en la conferencia mencionada, antes de entrar en los argumentos sustanciales a favor de mi tesis, me detuve en algunas cuestiones de método, en su sentido más literal: problemas sobre el camino que hemos de recorrer para plantear este problema con honestidad y llegar hasta el fondo en nuestro intento de resolverlo. Las cuestiones sobre el camino se revelan, a la postre, incluso más decisivas que los argumentos sustanciales sobre cómo hemos de tratar a los niños no nacidos en nuestra comunidad política, por medio de la legislación y de la policía y de las acciones sociales de toda índole.
Concretamente, defiendo cuatro opciones metodológicas que, aunque impopulares, son requeridas precisamente por el fondo de la tesis que defiendo: que se debe castigar todo aborto como homicidio. Estas opciones metodológicas se resumen en una crítica contra el statu quo en la academia liberal. Y el núcleo de esta crítica, a su vez, consiste en desenmascarar: afirmar que la causa de tanta defensa intelectual del derecho al aborto no es otra que la lujuria. Los argumentos racionales pro-vida chocan contra una resistencia indomable: contra la carne del intelectual, que deambula en busca de ropajes nobles.
La carne es poderosa. Solamente cabe atacarla mediante la genealogía de la razón liberal.
¿Dejarás las cuatro opciones metododológicas para otro posteo?
ResponderBorrarSaludos,
Cristóbal: sin referirme a las mujeres que se ven fuertemente condicionadas a abortar ni a los grandes liberales de los siglos 18 y 19, muchas veces he pensado como tú. La máxima implícita, desde la cual pueden deducirse muchas de las "ideas" de nuestros liberales criollos, y que permite explicar por qué se adhieren dogmáticamente a pensadores que ni siquiera entienden o que deforman a su gusto (como Kant), esa máxima, a mi juicio (con riesgo de que tengas que suprimir este comentario) es sencillamente: "¡Déjennos culiar tranquilos!" Desde ella creo que se puede hacer una convincente genealogía de la razón liberal...
ResponderBorrarProfesor Orrego:
ResponderBorrarVeo que usted "no se ha unido a la complicidad de muchos académicos que abdican de la justicia", muy por el contrario, he notado que su filosofía es decir "las cosas por su nombre". No se ha sumido en la cobardía del eufemismo, puesto que dar muerte a un ser humano inocente es homicidio, siempre. Ni tampoco en la pantanosa retórica de lo políticamente correcto (curioso antecedente de algunos que "dicen" ser defensores del derecho natural). Por otro lado, la virtud de la prudencia no se comprende sin su vertiente práctica. Quedarse en teorías, por razonables y buenas que sean, pero sin salir de la mente, es la cárcel más sombría tanto para el intelecto como para el espíritu.
En este sentido, me parece ad hoc una frase que ha ocupado en ocasiones anteriores, cuando ha denunciado al aborto como el "holocausto de los no nacidos".
Ahora bien, para los jóvenes de estos tiempos, enfrentar el embate liberal y de la filosofía nihilista resulta una tarea ardua. La cultura de la muerte es como una multinacional bien organizada: constante, con personas muy inteligentes a su servicio, con presencia en varios países y recursos varios. Lamentablemente, hay que ser honestos, en muchas ocasiones exclusivamente al servicio de la lujuria.
Y de las "palabras", ¿qué podemos decir de ellas y del lenguaje? Sería ilustrativo para esta materia, hacer un recorrido por su deformación y los efectos que esto ha tenido en orden a la comprensión metafísica de la realidad.
Cuando usted ha argumentado a favor de la vida, y ha refutado uno por uno los argumentos pro aborto, me he dado cuenta de que los medios utilizados en estos últimos son un sinnúmero de palabras que disfrazan, intentan anular u omitir lo que “es” objetivamente, para que aquello esencial (la vida) termine siendo sólo un mero accidente.
Saludos.
Eduardo Hidalgo
Estimado Santiago: De acuerdo. Es parte del desafío mostrar que los auténticos defensores de las mujeres que han abortado somos los pro-vida, y también de las que podrían verse presionadas más fácilmente por una legislación permisiva.
ResponderBorrarEstimado Eduardo: Gracias por el apoyo. Vienen capítulos más claros todavía.
Bueno el artículo. Si es verdad que la teoría es anterior a la praxis, entonces los hombres de seso que están detrás de los crímenes que se ejecutan en salas de aborto -dando "razones", falsificando estadísticas y construyendo argumentos- son seres más viles que los mismos que, con sus propias manos, matan niños.
ResponderBorrarEso que el pensar es la actividad inocente por excelencia no deja de ser un lugar común, como si los pensadores fueran un grupo de pastores que tocan la lira en el campo. Los antiguos lo tenían clarísimo, no se venían con libertades de prensa: sabían que una idea o un libro era más peligroso que un ejército o una epidemia. Y se cometieron brutalidades, sí (desde Sócartes hasta la quema de libros del III Reich) pero al menos se le tenía respeto al pensamiento...
saludos Cristóbal