El método para la defensa de la vida no es fácil. Debe ser comprensible para nuestros contemporáneos, pero también rebelde contra las restricciones que la cultura dominante nos impone. Aludí, en el capítulo precedente, a cuatro opciones metodológicas necesarias para avanzar en el debate, para no estancarlo en un punto donde las posiciones liberales llevan las de ganar por la aceptación de sus presupuestos antropológicos y epistemológicos fundamentales. La primera de ellas consiste en cuestionar los presupuestos liberales de la vida académica y política. La segunda, en renunciar a la técnica de los sofistas, pues debemos estar dispuestos a perder los debates políticos y académicos cuando no haya otra manera de convencer a los mejor dispuestos. La tercera exige contraponer la cultura de la vida y la cultura de la muerte, sin hacer componendas con la verdad. En fin, la cuarta rescata con sencillez, para la reflexión ética y política, la tesis aristotélica de que las disposiciones morales de la persona influyen decisivamente en su capacidad para captar el bien, aun el más elemental, y, más todavía, para responder a problemas morales complejos.
Este capítulo expone la primera de estas opciones metodológicas. Los sucesivos se ocuparán de las otras.
La que cabe denominar opción antiliberal no es la más profunda de las cuatro. Es necesario presentarla primero para desactivar la maniobra desactivadora de las convicciones pro-vida, que tan eficazmente despliega el liberalismo político con sus pretensiones de neutralidad.
Yo rechazo los presupuestos liberales de la academia y de la política.
En otras oportunidades, como en el ensayo “¿Don de Dios o capa de malicia? La cara doble del liberalismo político contemporáneo” (Revista Humanitas, 26, 2002), he defendido el grano de verdad en la ideología liberal, su intento de hallar un punto de encuentro racional entre personas de convicciones religiosas o morales contrapuestas e irreconciliables. He observado, por ejemplo, que, en la encrucijada histórica de la lucha del mundo libre contra el totalitarismo, tenían que coincidir los cristianos y los liberales, a pesar de defender concepciones de la libertad incompatibles entre sí. La misma tesis rawlsiana de la razón pública enlaza, como sostiene John Finnis, con el empeño esencial de la teoría clásica de la ley natural.
No es ahora oportuno, sin embargo, detenernos en estas coincidencias. En efecto, la ideología liberal es, hoy por hoy, el bastión intelectual y político más poderoso del esfuerzo por consagrar y ampliar el falso derecho al aborto. Una parte importante de su éxito estriba en que consigue neutralizar los argumentos más fuertes a favor del derecho a la vida del no-nacido. El liberalismo define un supuesto terreno común que, desde la partida, da ventajas al modo liberal de argumentar: excluye verdades religiosas, argumentos metafísicos y aun, en el caso extremo de John Rawls, visiones éticas comprehensivas aunque sean verdaderas. Ese modo de proceder es como jugar con dados cargados, por usar la comparación del profesor de Princeton Robert P. George. En este marco ideológico, quien acepta los presupuestos liberales renuncia a sus convicciones más profundas; pero, curiosamente, no desisten de las suyas esos liberales laicos, que creen firmemente en un derecho de la mujer a abortar.
De manera análoga, la Universidad liberal suele excluir la argumentación religiosa por no-científica. El intelectual liberal tiende a calificar como argumentos típicamente religiosos incluso esas explicaciones no-religiosas, antiguamente llamadas razones de derecho natural, que son defendidas también por grupos religiosos, salvo si coinciden con alguna opinión laica de moda (comparen el tratamiento del aborto y de la pena de muerte). Así etiquetados, los descalifican como no legítimos en el debate racional público. El campo de los argumentos académicamente correctos se reduce a aquellos que comparten la racionalidad agnóstica o alguna epistemología incompatible con el realismo clásico. La racionalidad liberal abstracta denuesta como poco serios y aun como inaceptables los argumentos que apelan a alguna tradición religiosa o que, aun formulados sin recurrir explícitamente a ninguna, coinciden en sus conclusiones con las tesis más fuertes de cualquiera. La racionalidad liberal y los cánones de seriedad académica de la Universidad liberal excluyen también, generalmente, el uso de recursos emotivos, plásticos, como las imágenes y las películas, aunque aplaudan su uso sin trabas en el terreno de la lucha social.
Mi posición, entonces, es anticanónica. La idea de que los desacuerdos en el orden religioso, metafísico y ético, son tan irresolubles que necesitamos una racionalidad política diferenciada y autónoma, si termina con la exclusión a priori de los mejores argumentos de algunas partes importantes en el desacuerdo, ya no es una idea válida para solucionar el problema de la coordinación entre ciudadanos libres e iguales. En efecto, termina indefectiblemente en la imposición de las convicciones de los liberales en todos los temas fundamentales.
Y no todos somos liberales.
Por eso, más que una razón pública excluyente y una racionalidad política mínima o residual, defiendo una razón pública incluyente y pluralista, donde todos los argumentos tienen cabida aunque ninguno sea considerado válido y razonable por todos los ciudadanos. Los ciudadanos gozan de libertad para adherir a los argumentos que cada uno considere válidos según sus parámetros de racionalidad.
Adhiero, pues, a la propuesta de Alasdair MacIntyre, que, como puede verse en Tres versiones rivales de la Ética, reemplaza el supuesto consenso liberal por la efectiva confrontación pública de tradiciones de investigación moral rivales. Este conflicto no excluye el recurso a argumentos religiosos o metafísicos o éticos comprehensivos, sino la pretensión de que una de las tradiciones rivales puede imponer políticamente a otras sus parámetros de racionalidad. Una neutralidad estatal negociada y un modus vivendi táctico son preferibles, contra lo que sostiene Rawls, a un supuesto acuerdo racional que enmascara la voluntad de poder de los pobres liberales.
No se extrañen, pues, de que utilice citas de fuentes teológicas, principios metafísicos y éticos, y fotografías e imágenes realistas, además de las razones abstractas que puedan apelar también a la mente liberal.
Es que mis palabras se dirigen a todos; no solamente a los dueños del circo.
Profesor, me pareció muy bueno su artículo, no puedo estar más de acuerdo. Pocas cosas me molestan tanto como la supuesta neutralidad de los "dueños del circo". Los paladines del pluralismo y la tolerancia son, paradógicamente, los reyes de la imposición y la uniformidad intelectual.
ResponderBorrarPresupuestos liberales, ¿cuáles?
ResponderBorrarIdeología liberal, ¿cuál?
Rawls, ¿liberal?
Intelectual liberal, ¿quiénes?
El liberalismo define un supuesto terreno, ¿qué es lo que se entiende por liberalismo?
Pues le ha errado el blanco. Mucho más eficaz es el método de cuestionar su supuesto liberalismo.
Eso es lo que sucede cuando cualquier socialista, partidario de la coacción, usurpa el nombre de una filosofía política –que se cuestiona sobre la legitimidad del uso de la violencia– y se autoconcede el calificativo de 'liberal'.
El liberalismo contra el derecho al aborto: una argumentación liberal pro-vida
Que le aproveche.
No entiendo esa descalificacion al liberalismo metiendo todo en el mismo saco. Demasiada generalización.
ResponderBorrarNo entiendo esa descalificacion al liberalismo metiendo todo en el mismo saco. Demasiada generalización.
ResponderBorrarAl menos Cristóbal Orrego tiene el mérito de ser conservador, denominarse conservador, y defender su postura. Errónea, pero es su postura al fin y al cabo.
ResponderBorrarEl amigo Zoidzilla es igualmente conservador, pero por motivos extraños se autodenomina liberal. Menuda confusión.
Cristóbal, buen artículo, pero por ahora me limitaré a establecer una máxima: la que pare, decide.
¿Qué te parece? Me interesa tu opinión.