El futuro está tan indeterminado que no es predecible ni siquiera por una inteligencia casi perfecta que conozca solamente el presente. La inteligencia infinita de Dios, en estricto rigor, tampoco puede pre-decir el futuro: lo conoce tal como es, lo dice como lo que es visto en el infinito presente que llamamos eternidad. La eternidad, en efecto, es —según la célebre definición de Boecio— “la perfecta, total y simultánea posesión de una vida interminable” (interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio). Escapa, pues, a nuestra comprensión cómo puede ser conocido, desde ese infinito instante allende el tiempo, todo aquello que nosotros dividimos en horas interminables y en años que se nos van al vuelo, como se deshace la espuma del jabón en el aire.
Si dejamos de lado, pues, el misterio de Dios, cualquier inteligencia finita, aunque sea casi perfecta, no puede predecir el futuro porque el futuro depende de acciones libres, que dan origen a lo completamente nuevo dentro de ese incierto margen para la creación, de que gozamos. Sin embargo, en el presente están las semillas de las posibilidades futuras, sobre las que actúa nuestra libertad. Y sobre la base de esas semillas, una inteligencia lo suficientemente informada y perspicaz puede conjeturar hacia dónde enderezarán, los hombres, sus pasos rutinarios, cansinos, exentos de imaginación creadora. Sin esa razonable previsión, los países no progresarían; no resultarían los negocios —por imprevisión, precisamente, fracasa la mayoría de los que se emprenden—; no se lucharían las grandes batallas; no habría jamás esperanza. Más allá incluso de una previsión humanamente razonable, los ángeles, los demonios y los genios, los hombres preclaros, parece como que ven el futuro. Hegel predijo: después de mí, ¡la locura! Y entonces comenzó el declive del sueño moderno, la locura de la mentalidad fragmentada que algunos denominan postmodernidad. Nietzsche vio saltar por los aires los presupuestos de la sociedad que había matado a Dios, que había basado la convivencia —como tantos ingenuos de nuestros días— en una gran mentira, y entonces predijo: habrá guerras como jamás las ha habido en la tierra. Y esas guerras vinieron como jamás las había habido: millones de muertos y mutilados, trincheras sempiternas, cámaras de gases, ciudades arrasadas, bombas atómicas. Así también el Papa León XIII predijo que, abandonadas las enseñanzas de la Iglesia sobre la justicia social, o se verá reducida la mayor parte del género humano a la vil condición de esclavos, como en otro tiempo sucedió entre los paganos, o la sociedad humana se verá envuelta por continuas agitaciones, devorada por rapiñas y asesinatos. Y así están ahora los más pobres de los pobres —la inmensa mayoría de la humanidad—, gimiendo bajo el yugo de una explotación que no sabemos de dónde viene, y todos, pobres y ricos, llorando por la violencia en sus casas, en sus calles, en sus rostros, en sus sueños.
En ese marco de profecías cumplidas, enunciadas con o sin la ayuda de la fe —con inteligencia—, brilla la novela Señor del Mundo, de Robert Hugh Benson (1871-1914), reeditada en 2006 por Bibliotheca Homo Legens. El autor, hijo del Arzobispo de Canterbury, quien lo ordenó como clérigo de la Iglesia anglicana, se convirtió al catolicismo tras un largo proceso de estudio y de profundización teológica y espiritual, como había sido el caso de otros clérigos anglicanos antes que él, el más famoso de los cuales fuera John Henry Newman. Recibido en la Iglesia el 11 de septiembre de 1903, fue ordenado sacerdote al año siguiente. En 1907 publicó una de sus novelas más famosas, que cobra actualidad en la medida en que se han ido cumpliendo sus profecías, tan cercanas —paradójicamente— a las de Nietzsche. Sí, Lord of the World es la historia de un futuro quizás difícil de soñar a comienzos del siglo XX, donde aún había una mayoría de cristianos practicantes en Europa y América. La Iglesia católica es agitada por una continua sangría de defecciones, desde cardenales y obispos y sacerdotes hasta millones de fieles. El mundo está regido por partidos políticos enteramente racionales y materialistas, cuyos fines últimos son la paz y la fraternidad entre los hombres. Mantienen a raya, en Roma, al Papa, con un dominio temporal donde se vive al ritmo de la naturaleza, sin los progresos de las máquinas, y en los demás países controlan a los católicos, que son tolerados en sus prácticas privadas pero que carecen de los derechos civiles. No se trata de una persecución —nada por el estilo—, sino de la vida pacífica de millones de personas que han superado las supersticiones. La eutanasia, por ejemplo, se practica de forma completamente natural y suave. Hasta que un buen día, en el medio de una crisis internacional, un hombre logra, con su poder retórico, la paz entre Oriente y Occidente. Unifica el mundo bajo su autoridad, por aclamación popular, a la par que establece una Religión de la Humanidad. Entonces sí arrecia la violencia de las turbas y la obligación legal, bajo apercibimiento de pena capital, de jurar lealtad a la nueva religión humanista. El Romano Pontífice, para hacer frente a los últimos tiempos del Anticristo, crea la Orden de Cristo Crucificado, dirigida por el mismo Sumo Pontífice y, en cada diócesis, por el Obispo, si se incorpora a ella. Los miembros pueden ingresar desde los diecisiete años, vinculados por los votos de pobreza, obediencia y castidad, más la intención peculiar de recibir la corona del martirio con la resolución y el propósito de abrazar los tormentos y la muerte, si se diera la ocasión de sufrirlos por Jesucristo.
Un detalle de misterio: el Señor del Mundo tiene la misma apariencia física que el Papa.
La batalla final, cuando todo el poder del mundo va a destruir, mediante armas de destrucción masiva aerotransportadas, los últimos vestigios de la Iglesia católica, de esa superstición que se opone a la paz, encuentra al Santo Padre reunido con sus cardenales, todos inermes, abandonados por la mayoría de los católicos.
Inermes y rezando.
Si dejamos de lado, pues, el misterio de Dios, cualquier inteligencia finita, aunque sea casi perfecta, no puede predecir el futuro porque el futuro depende de acciones libres, que dan origen a lo completamente nuevo dentro de ese incierto margen para la creación, de que gozamos. Sin embargo, en el presente están las semillas de las posibilidades futuras, sobre las que actúa nuestra libertad. Y sobre la base de esas semillas, una inteligencia lo suficientemente informada y perspicaz puede conjeturar hacia dónde enderezarán, los hombres, sus pasos rutinarios, cansinos, exentos de imaginación creadora. Sin esa razonable previsión, los países no progresarían; no resultarían los negocios —por imprevisión, precisamente, fracasa la mayoría de los que se emprenden—; no se lucharían las grandes batallas; no habría jamás esperanza. Más allá incluso de una previsión humanamente razonable, los ángeles, los demonios y los genios, los hombres preclaros, parece como que ven el futuro. Hegel predijo: después de mí, ¡la locura! Y entonces comenzó el declive del sueño moderno, la locura de la mentalidad fragmentada que algunos denominan postmodernidad. Nietzsche vio saltar por los aires los presupuestos de la sociedad que había matado a Dios, que había basado la convivencia —como tantos ingenuos de nuestros días— en una gran mentira, y entonces predijo: habrá guerras como jamás las ha habido en la tierra. Y esas guerras vinieron como jamás las había habido: millones de muertos y mutilados, trincheras sempiternas, cámaras de gases, ciudades arrasadas, bombas atómicas. Así también el Papa León XIII predijo que, abandonadas las enseñanzas de la Iglesia sobre la justicia social, o se verá reducida la mayor parte del género humano a la vil condición de esclavos, como en otro tiempo sucedió entre los paganos, o la sociedad humana se verá envuelta por continuas agitaciones, devorada por rapiñas y asesinatos. Y así están ahora los más pobres de los pobres —la inmensa mayoría de la humanidad—, gimiendo bajo el yugo de una explotación que no sabemos de dónde viene, y todos, pobres y ricos, llorando por la violencia en sus casas, en sus calles, en sus rostros, en sus sueños.
En ese marco de profecías cumplidas, enunciadas con o sin la ayuda de la fe —con inteligencia—, brilla la novela Señor del Mundo, de Robert Hugh Benson (1871-1914), reeditada en 2006 por Bibliotheca Homo Legens. El autor, hijo del Arzobispo de Canterbury, quien lo ordenó como clérigo de la Iglesia anglicana, se convirtió al catolicismo tras un largo proceso de estudio y de profundización teológica y espiritual, como había sido el caso de otros clérigos anglicanos antes que él, el más famoso de los cuales fuera John Henry Newman. Recibido en la Iglesia el 11 de septiembre de 1903, fue ordenado sacerdote al año siguiente. En 1907 publicó una de sus novelas más famosas, que cobra actualidad en la medida en que se han ido cumpliendo sus profecías, tan cercanas —paradójicamente— a las de Nietzsche. Sí, Lord of the World es la historia de un futuro quizás difícil de soñar a comienzos del siglo XX, donde aún había una mayoría de cristianos practicantes en Europa y América. La Iglesia católica es agitada por una continua sangría de defecciones, desde cardenales y obispos y sacerdotes hasta millones de fieles. El mundo está regido por partidos políticos enteramente racionales y materialistas, cuyos fines últimos son la paz y la fraternidad entre los hombres. Mantienen a raya, en Roma, al Papa, con un dominio temporal donde se vive al ritmo de la naturaleza, sin los progresos de las máquinas, y en los demás países controlan a los católicos, que son tolerados en sus prácticas privadas pero que carecen de los derechos civiles. No se trata de una persecución —nada por el estilo—, sino de la vida pacífica de millones de personas que han superado las supersticiones. La eutanasia, por ejemplo, se practica de forma completamente natural y suave. Hasta que un buen día, en el medio de una crisis internacional, un hombre logra, con su poder retórico, la paz entre Oriente y Occidente. Unifica el mundo bajo su autoridad, por aclamación popular, a la par que establece una Religión de la Humanidad. Entonces sí arrecia la violencia de las turbas y la obligación legal, bajo apercibimiento de pena capital, de jurar lealtad a la nueva religión humanista. El Romano Pontífice, para hacer frente a los últimos tiempos del Anticristo, crea la Orden de Cristo Crucificado, dirigida por el mismo Sumo Pontífice y, en cada diócesis, por el Obispo, si se incorpora a ella. Los miembros pueden ingresar desde los diecisiete años, vinculados por los votos de pobreza, obediencia y castidad, más la intención peculiar de recibir la corona del martirio con la resolución y el propósito de abrazar los tormentos y la muerte, si se diera la ocasión de sufrirlos por Jesucristo.
Un detalle de misterio: el Señor del Mundo tiene la misma apariencia física que el Papa.
La batalla final, cuando todo el poder del mundo va a destruir, mediante armas de destrucción masiva aerotransportadas, los últimos vestigios de la Iglesia católica, de esa superstición que se opone a la paz, encuentra al Santo Padre reunido con sus cardenales, todos inermes, abandonados por la mayoría de los católicos.
Inermes y rezando.
Uhhhh! no sé si tenga plata para comprarlo, pero, ¿cómo no me lo voy a conseguir?
ResponderBorrarEn inglés, gratis. En castellano, habría que pedirlo al Pascuero para la Pascua, querida Alemamá.
ResponderBorrarVer:
http://www.gutenberg.org/browse/authors/b#a4052
sería como para hacer una película...
ResponderBorrar¿Conocería el autor el texto "El Anticristo", de V. Soloviev? No recuerdo si éste fue escrito a fines del XIX o comienzos de XX.
ResponderBorrarEl tema de los últimos tiempos me es fascinante, me intriga desde niño, y aún hoy, me sigue llamando poderosamente la atención.
ResponderBorrarEn ese sentido, este texto me causa una gran duda... ¿por qué muchos de estos "profetas" señalan la paz en un lugar particularmente turbulento -medio oriente, oriente-occidente, etc...- como el inicio del fin?. Me parece razonable que el anticristo use esa "carta de presentación", pero la enorme coincidencia al respecto me sorprende, y me genera interrogantes.
Christian.
Estimado Christian Alarcón Widemann:
ResponderBorrarPienso que hay algo de simbólico, en el sentido de que el sol sale por el Oriente, de donde procede la asociación con el origen, el nacimiento, la luz, la creación. Y el Señor del Mundo es precisamente alguien capaz de ofrecer a los hombres esa alternativa al reino de Dios. Por eso, se profetiza -no como algo referido solamente a los últimos tiempos, sino a todo tiempo- que a la justicia de Dios le precede una falsa paz y seguridad en la que los hombres ponen, erradamente, sus esperanzas.
Yo también he sido intrigado desde niño por el tema. Me alegra coincidir contigo en esto.
El señor del mundo se esconde en nuestro interior a veces se viste de lujuria, de gula, de avaricia, de ira, de envidia, de celos, de furia, ese señor lo conocemos todos, son los ocho vicios mundanales que seducen al hombre a dejar el camino de Dios. En el budismo les llaman los "Vientos Mundanales".
ResponderBorrarParece interesante el libro, trataré de leerlo. Parece tener elementos basados en la realidad, como los estadios de Comte (teológico versus positivo) y la pugna entre el Racionalismo y la Fe, surgido durante la Revolución Francesa. Pugnas que sin duda parecen continuar solapadamente.
ResponderBorrarEso sí debo manifestar que según lo que relatas, el libro tiene mucho de esa victimización algo esquizofrénica que caracteriza a las religiones occidentales, como la Judeo-Cristiana.
El Papa solo, abandonado por los creyentes, por esas defecciones, pero se pregunta el ¿Por qué?
Será que el abandono y esa nueva religión de la Humanidad, surgen como respuesta a las distorsiones mismas de esa Iglesia, que surgió de las pugnas de poder entre reyes más bien pecadores y que se apropió de una filosofía como la Cristiana y la distorsionó, tal como ocurrió en la Francia prerrevolucionaria.
O quizás se debe a esa excesiva supertición que llevó a algunos a cristianizar por la espada, en vez de hacerlo por a través del amor y la racionalidad.
El Señor del Mundo puede preguntarse por qué ese mundo ya no es suyo.
Estimadísimos Sánchez Münster, y Sánchez Compostela, y Alaraco Widemann, y etcétera:
ResponderBorrarMambrú se siente honrado por el amigo Sánchez Münster, ya que la novela reseñada se encontraba entre las recomendaciones que hiciera Mambrú en su blog hace algún tiempo. (Si Sánchez Münster se había olvidado de aquella recomendación, y llegó a la novela por cualquier otro camino, no hace falta que lo mencione, que Mambrú necesita subirse la autoestima)
Puesto que han gustado de tal lectura, el pobre Mambrú tiene el atrevimiento de sugerirles otras semejantes:
"Juana Tabor" y "666", de Hugo Wast, donde al autor argentino no alcanza la genialidad literaria de otras de sus novelas, pero trata muy bien, con inteligencia clarividente, la cuestión de los últimos tiempos (si se quiere, se puede leer, antes de los dos mencionados, "El kahal oro", que introduce los personajes y el ambiente de las dos novelas siguientes).
"Los papeles de Benjamín Benavidez". Otra novela de un argentino, en este caso Leonardo Castellani. Es más difícil de leer, porque tiene mucho contenido teológico pero, puesta la paciencia necesaria, resulta absolutamente genial.
Si del Señor del Mundo se trata, entonces no se puede dejar de revisar el relato del Gran Inquisidor, en "Los hermanos Karamasov" de Dostoievski.
Por último, y aunque ya lo mencionó el compostelano, el pobre Mambrú sugiere la lectura del "Breve relato sobre el Anticristo", del amigo Pansofio Soloviev.
Atte. y con encomio
Mambrú
Estimado Jorge A. Gómez Arismendi: Precisamente, la profecía consiste en afirmar que la mayoría de los hombres, incluso los católicos, termina por aceptar el diagnóstico que usted comparte. Lo notable es que el Papa, que es el único a quien se garantiza la indefectibilidad completa en fe y moral, mantiene la fe recibida, sin acomodarla a los argumentos que usted menciona. O sea, no se acompleja ante el Señor del Mundo.
ResponderBorrarMambrú, estimado: Ese libro me fue recomendado hace 25 años por un sacerdote, pero solamente ahora lo descubro reeditado. Veré si puedo conseguir alguno de los otros, que no he leído. Atte., Sánchez Munster.
Tb esta el libro Trastorno de la Personalidad. Evaluación y Tratamiento, de M. Bernardo y M. Roa, A VER SI ALGUIEN SE LO REGALA A MAMBRU Y LE CURAMOS EL BORDERLINE.
ResponderBorrarEsteban
Estimado Cristóbal
ResponderBorrarPor favor, avísanos si en algún momento logras conseguir una web para descargar en castellano «Lord of the World». Creo que por la antigüedad de la obra no se estaría violando ningún derecho de autor. Estuve buscando esta novela en la biblioteca de mi universidad y no la tienen. Y en las librerías en Lima que hasta ahora he visitado tampoco está… Pero seguiré buscando…
Tras visitar la web de Hugh Benson, me sorprendió que está Novela de Anticipación (u Utopía Negativa) no haya estado tan divulgada como «1984» de Orwell o «Un Mundo Feliz» de Huxley… ¿Por qué será? Claro, la web ensaya algunas explicaciones, pero de todas formas siempre queda la duda…
Saludos
Paparruchas. Palabrería. Los problemas de la humanidad son problemas materiales. La gente se muere de hambre, de sed, por falta de higiene, por falta de energía… Energía y su control. La gente muere por la avidez de los poderosos. El antiqué y el anticuá… Chorradas. Estudien a Karl Marx y verán de qué va el asunto. Oh, sí, el misterio misterioso…
ResponderBorrarHabrá un apocalipsis porque hay leyes naturales. Quien tenga ojos que vea, quien tenga oídos que oiga.
Omega