Mr. Clean es el alias de un político estadounidense recientemente caído en desgracia. Le gustaba a él el sobrenombre. Reflejaba a las mil maravillas su denodado empeño por barrer la prostitución, que tanto ensucia la moral pública y privada. Lamentablemente, el pobre Mr. Clean fue cazado en las redes de esa antigua profesión, en un hilo subidamente caro y exclusivo, pero, en fin, no indefectiblemente secreto.
La prensa lo hizo pedazos.
A propósito de escándalos como éste —digamos: personajes intachables que, de pronto, son descubiertos en su hipocresía— se extiende la sospecha sobre todos los que, aunque no sean intachables ni pretendan ponerse como ejemplos, procuran comportarse de la mejor manera posible y defender una distinción objetiva entre el bien y el mal, entre lo virtuoso y lo vicioso.
“No, no se moleste usted”, viene a decirnos la voz sibilina de los cínicos, “mire que todos somos iguales. Todos los que luchan por la moralidad pública son, en realidad, hipócritas redomados. Solamente intentan privar a sus prójimos de los placeres culpables que ellos mismos disfrutan, aunque tantas veces —a fuer de hipócritas, cobardes— en el secreto de sus deseos reprimidos, proyectados, sublimados”. Frecuentemente, sin embargo, esos cínicos quieren simplemente que reconozcamos —todos, todos: nada de diversidad de opiniones en esto— la legitimidad pública de la miseria humana. Es como si la existencia de urinarios —bien situados, limpios, desinfectados, ventilados— nos obligara moralmente, para no caer bajo la acusación de hipocresía, a vivir toda nuestra vida remojados en orina; o como si la existencia de cloacas —bien escondidas, subterráneas—, que tanto facilita la higiene en la superficie, impulsara indefectiblemente, a todos los que quieran parecer auténticos y transparentes, a desfilar por este mundo decorosamente untados en mierda.
Prefiero ser hipócrita.
De todos modos, no hay por qué escoger. Podemos decir simplemente: “Mira: yo soy un desgraciado, que con más frecuencia de lo que se advierte incurro en los siete pecados capitales; pero tengo pudor, sé dónde y cómo reciclar o destruir la mierda, y solamente la imbecilidad humana —que también me afecta, pero no a tales extremos— podría llevarme a exhibir todas mis miserias, a abrumar al prójimo con mis desagradables olores, que ya cada uno tendrá los suyos”. ¿Que a alguien la parece hipocresía todo esto? ¿Que por eso nos abruma rellenando el espacio público con sus traumas de adolescente? ¿Que sostiene, en consecuencia, que todos somos iguales, el Nerón desenfrenado y cruel y la Madre Teresa, el Hitler racista y despiadado y el Padre Pío, el burgués perezoso y consumista y San Josemaría? ¿La única diferencia estriba en que los primeros fueron auténticos y los segundos unos reprimidos?
¡Viva la diferencia! ¡Vivan los reprimidos! De los reprimidos, entonces, es el reino de los cielos. Más todavía: de los reprimidos es la buena voluntad sobre la tierra. De sus obras brota la paz, fruto de la justicia.
De un impulso de ira, bien reprimido a tiempo, brota la paz en una familia. De un impulso de lujuria, ferozmente reprimido apenas surge en el horizonte del pensamiento y del deseo, brota un matrimonio perpetuo, unos hijos sanos y equilibrados, una paz interior que la infidelidad matrimonial destruye, quiebra, enerva, mata. De un torbellino de orgullo aplastado —no imponerse a los demás, escuchar sus opiniones, atender a sus deseos, someterse a las condiciones de la convivencia—, ¡re-pri-mi-do!, emana la fraternidad arraigada, la amistad sincera, la concordia social.
De manera que no somos todos iguales. Algunos preferimos ser “hipócritas” y por eso podemos decir sin jactancia que llevamos sobre nuestros hombros la carga de la paz del mundo. Solamente dejamos de llevarla cuando nos sacude un ataque de cinismo, de sinceridad brutal, y dejamos de reprimir las bajas pasiones.
No somos todos iguales. Los hipócritas tenemos, además, la ventaja de distinguir entre el bien y el mal. Nos negamos a legitimar públicamente el vicio. Legitimar públicamente el vicio, darle carta de ciudadanía so pretexto de diversidad cultural o de autonomía moral —lo dicen quienes luego se horrorizan por lo que a ellos les parece intolerable: generalmente, que maltraten a los de su partido—, reemplazar el pudor por la desvergüenza, burlarse de quienes defienden las virtudes —sí, porque ninguno las posee cabalmente—, igualar lo alto con lo bajo, lo limpio con lo soez, lo fino con lo basto, lo elegante con lo cursi, todo eso es la marca de los cínicos. Y más encima quieren obligarnos, con una ética y un derecho a su medida, a que les hagamos reverencias, a que no los discriminemos.
Con todo, los desvergonzados —hipócritas descontentos del ocultamiento— tienen algo de razón. La Madre Teresa, el Padre Pío, San Josemaría, fueron en su momento iguales a Nerón, a Hitler, al último burgués contento de vivir en medio de placeres mientras los inocentes de este mundo son entregados en manos inicuas. Todos somos iguales en nuestras entrañas y en nuestro corazón, en la potencia para el mal. Y para el bien. Nerón pudo haber sido un estoico sereno en lugar de un gordo sibarita y tiránico (¡mira que asesinar a su propia madre!); Hitler pudo haberse convertido en un soldado obediente y pacífico; y el burgués acomodado a todas las iniquidades de este mundo —las considera cuestiones subjetivas, opinables, mientras él viva tranquilo— puede convertirse, en cualquier momento, en un luchador por los oprimidos y los débiles. Y Teresa pudo haber sido una prostituta en Skopie; Pío, un capo de la Camorra en Nápoles; Josemaría, un asesino de monjas en Madrid. Podrían haber sido cualquiera de esas cosas y muchas más, peores, si hubieran querido. El mal está en potencia dentro de nosotros. Si triunfa el bien, que también está en potencia, es porque interviene nuestra libertad junto con la ayuda divina.
Los cínicos no creen en la ayuda divina. Los escépticos desdibujan las fronteras entre el bien y el mal. Procuran convencernos de que, en el fondo, todos somos igualmente ruines.
No comprenden la lucha eterna contra el mal en potencia.
me encanta lo que escribes;
ResponderBorrarpero pucha Cristóbal, qué le pasa a tu lenguaje!
me gustaba más el que usabas cuando escribías desde Alemania.
saludos!
Cristóbal:
ResponderBorrarTe concedí unos premios que otorgan en la blogosfera.
saludos.
Gracias, Marta, por la observación: Reconozco que estoy en una etapa más combativa.
ResponderBorrarGracias, Javier, por los premios. Pasaré a recogerlos.
Un cordial saludo,
Don Cristóbal:
ResponderBorrarUna alegría inmensa tengo en saludarle y ver que sigue escribiendo de manera tan controversial, pero a su vez tan recta.
Creo que el tono combativo es el apropiado, no debe tenerse miedo a decir las cosas de manera frontal, crítica y aguda, pues el ser apasionado al momento de defender lo que se cree no implica que se sea un fanático o un intolerante.
Lamentablemente, sucede que muchas veces la contraparte no logra distinguir que la agudeza en los comentarios se enmarcan en la libertad que tiene cada hombre de defender las ideas con ardor, más aún cuando se está convencido de tener la razón -y más en su caso, pues en el fondo de sus postulados brilla la verdad. Creer que se tiene la razón y no ser apasianado en la defensa de las ideas propias es una contradicción y ello manifiesta que no se està convencido de lo que se dice, o aún peor, que se cree que lo verdadero no existe.
Así entonces, aparecen muchos amigos liberales que, apasionadamente, nos dicen que no podemos creer tener la razón de manera absoluta, pues si creemos que existe algo inequìvoco e infalible somos totalitarios.
Totalitarios ellos que transforman lo relativo en dogma infalible y la verdad queda rebajada a una simple idea defendida por algunos que buscan imponer su visión única del mundo al resto.
No deseo extenderme más, y me despido animándolo a que siga con su estilo, pues además de ser muy, pero muy entretenido, deja perplejo al enemigo -que no es una persona- y empuja a los jóvenes a que sigamos en la búsqueda de la verdad y en la construcción de la justicia desde el espacio que cada uno tiene en medio de este mundo tan ultrajado.
Saludos muy cordiales, se despide afectuosamente,
Fabián Mella Olivos
Derecho UDP.
Ojalá Dios se apiade de ti.
ResponderBorrarAníbal Infante
Gracias, Aníbal, por tus buenos deseos.
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ResponderBorrarLos jueces caídos - ya sean morales, legales, etc- son más sabrosos para el apetito público...por una simple razón, permiten demostrar al resto de los mortales que no hay inmaculados, y que la lucha contra lo corrupto nunca termina.
ResponderBorrargracias Cristóbal, veo que sacaste algún garabato, bien!
ResponderBorrarhace tiempo, borré de mi blog roll a un catedrático espanol de lingüíestica (!) que no podía sino escribir una palabrota tras otra,
como "yo discrimino", pienso que es bien distinto si a un chico de 19 years se le sale una palabrota a si un profesor universitario las escribe y las coloca en la blogósfera;
además, es distinto si es en el marco de un chiste o bien, lo usa para darle fuerza a sus argumentos que, pienso que pierden y no ganan.
En cuanto al fondo del asunto, después de vivir varias décadas en un país kantiano y primermundista, te puedo decir que tal vez haya que considerar otro factor:
el de la mentalidad, inculcada a los ninos desde su más temprana edad, de acuerdo a la cual:
SI NO TE DESCUBREN, TODO ESTÁ BIEN,
que parece ser la norma de muchos, casi diría yo, de la mayoría de las personas alemanas que conozco y no creo que en los EEUU sea tan distinto.
No importa lo que haga, la única norma es que, si hago algo que puede ser mal visto (en Francia, por ej., como lo demuestran abundantes casos de ex-pdtes. galos, esto que hizo Mr. Clean no es necesariamente mal considerado), que SEA TAN ASTUTO, PARA QUE EVITE SER DESCUBIERTO.
Un abrazo Cristóbal y todos sus lectores!