Fiesta universal del comercio: business as usual!
Si viviéramos en un mundo que venerase la maternidad, que no la viera como una esclavitud de la que se ha de liberar a las mujeres, entonces creería yo que estábamos ante una fiesta de verdad, un acto de contemplación del bien y de culto al Donador de todos los bienes. No es así. El culto y el agradecimiento a Dios son despreciados, arrinconados. La única manera que se nos sugiere públicamente para honrar a las madres es: ¡comprad!
Susurra la serpiente: "Sí, Ella, tu Madre, lo necesita. Un teléfono móvil. Un perfume. Una lavadora de platos. Sí, Ella sonreirá, te amará más ahora, cuando sienta la suavidad de la seda, de la rosa fina que solamente se encuentra en la florería global. ¡Sí, qué felices somos con nuestras madres!".
Ha llegado a ser imposible sustraerse a la celebración universal del Día de la Madre. Es una fiesta de precepto, de culto público, porque tiende al único fin último compartido: ¡las riquezas!
Yo celebro a mi madre varias veces al año. Varias veces al día. Celebro que haya acogido en su seno once hijos. Celebro que haya vivido para su casa, teniendo su felicidad en la felicidad de los otros.
Celebro cuando cerró lo oídos al consejo brutal de no tener otro hijo, tan pronto, después del primero. Si se me permite, lo celebro con egoísmo bueno. Gracias a esa sordera ante las palabras ponderadas que le sugerían una supuesta maternidad responsable, gracias a su amor a la vida, yo existo: ningún aporte espectacular al mundo, lo reconozco; pero un aporte total a mí mismo, por poco que sea.
Sí, señores, que cuando la marea consigue que los hijos sin padres se multipliquen (ahora son la mayoría en mi pobre patria, esos que antes llamábamos huachos), y que se considere como un progreso descomunal incorporar a todas las mujeres al trabajo, al mercado, junto a todos los hombres, entonces yo simplemente no creo que alguien celebre la maternidad. Los hijos queremos a nuestras madres, las veneramos, les agradecemos sus risas y sus llantos, sus caricias y sus coscorrones, sus consejos y sus gritos. ¡Pero no me digan que la sociedad entera las celebra!
Yo celebraré por siempre a todas las madres, dando gracias a Dios. No olvidaré jamás, eso sí, la queja resignada de esas ancianas del Centro Geriátrico de Santiago, cuando les contaban a esos chiquillos de buenas familias (no tengo otra palabra: papá, mamá, hermanos, unidos en las duras y en las maduras, minorías selectas de todas las clases sociales), a esos niños que las visitaban para aliviar su soledad, que sus propios hijos ya nos las veían nunca. ¿Y cuánto cuesta visitar a la madre enferma y sola, vieja e inútil, hecha un atado de recuerdos entrecortados y de quejas y de suspiros? Sí, de acuerdo, cuesta más que una tarjeta postal, más que una llamada de larga distancia, más que un telefonillo con cámara digital, más que una perla engastada en platino, más que ese dificultoso pensamiento de si acaso no será al revés de como la propaganda nos lo pinta, si acaso no será que la cultura de la muerte, es decir, la nuestra, celebra a la madre, a la dadora de la vida, como a la sobreviviente de la liberación femenina, como el pretexto para seguir enriqueciendo a todos esos que explotan a la tan ensalzada "mujer trabajadora".
¡Imbéciles! ¡Tropa de cretinos! ¡¿Qué es eso, qué clase de nuevo insulto es este de "la mujer trabajadora"?! ¿Aquella cuyo aporte al Producto Geográfico Bruto cuenta porque en lugar de lavar los pañales de sus hijos lava los calzoncillos del ricachón pervertido que se solaza con películas porno en un hotel de lujo?
No más, amigos míos, no más.
Ahora paso al tú, porque, de tanto pensar en cómo se insulta a mi madre con esta fiesta del consumo, con eso de la "mujer trabajadora", con la marcha de las putillas que se enojan porque en Chile defendemos la vida de los hijos por nacer, con todo eso ya me hierve la sangre y no me queda más remedio que hablarte de tú, a ti, al hijo que nació, que fue educado y reprendido por su madre, que la tuvo a su lado con heroísmo a pesar de que todas las circunstancias la empujaron, también a ella, a convertirse en "mujer trabajadora".
Tú no tienes derecho a la madre que has tenido, pero no dejes que el agradecimiento se enlode con una marca de lujo, mira que ella lo hizo gratis.
Tú no puedes darte el lujo de la frivolidad, de pensar que tu madre fue heroica, santa, y que ahora tendría que serlo también la madre de tus hijos, la "mujer trabajadora".
Tú tendrías que comenzar un movimiento de rebeldía a favor de las madres, de todas las madres, que están siendo exprimidas como naranjas porque el ideal para ellas, dicen los tarados que no saben lo que dicen, es poder vivir dos vidas, una vida de cuarenta y ocho horas diarias.
¿Libertad para elegir? ¿Sí? ¿Acaso las mujeres madres trabajadoras, que son compelidas por el sistema a desatender sus hogares para alimentar a sus hijos, no preferirían que les pagaran por ser madres? Si dejamos de lado unos pocos casos de señoras que "se realizan" como diseñadoras, comerciantes, escritoras, profesoras, ¿no es verdad, en cambio, que la mayoría de las madres abandonan a sus hijos casi todo el día a causa de una coacción insuperable, la necesidad de sobrevivir?
Yo no apoyo el día de la madre, porque es una burla de mal gusto. No conozco ese "feminismo cristiano" con el que soñaba Juan Pablo II. Las señoras cristianas que juegan a feministas rezuman un complejo de inferioridad ante sus colegas del verdadero feminismo, el que convirtió a las madres en estériles, a los hijos en huachos, a sus vientres en receptáculos hiperdisponibles para machos incontinentes.
Si viviéramos en un mundo que venerase la maternidad, que no la viera como una esclavitud de la que se ha de liberar a las mujeres, entonces creería yo que estábamos ante una fiesta de verdad, un acto de contemplación del bien y de culto al Donador de todos los bienes. No es así. El culto y el agradecimiento a Dios son despreciados, arrinconados. La única manera que se nos sugiere públicamente para honrar a las madres es: ¡comprad!
Susurra la serpiente: "Sí, Ella, tu Madre, lo necesita. Un teléfono móvil. Un perfume. Una lavadora de platos. Sí, Ella sonreirá, te amará más ahora, cuando sienta la suavidad de la seda, de la rosa fina que solamente se encuentra en la florería global. ¡Sí, qué felices somos con nuestras madres!".
Ha llegado a ser imposible sustraerse a la celebración universal del Día de la Madre. Es una fiesta de precepto, de culto público, porque tiende al único fin último compartido: ¡las riquezas!
Yo celebro a mi madre varias veces al año. Varias veces al día. Celebro que haya acogido en su seno once hijos. Celebro que haya vivido para su casa, teniendo su felicidad en la felicidad de los otros.
Celebro cuando cerró lo oídos al consejo brutal de no tener otro hijo, tan pronto, después del primero. Si se me permite, lo celebro con egoísmo bueno. Gracias a esa sordera ante las palabras ponderadas que le sugerían una supuesta maternidad responsable, gracias a su amor a la vida, yo existo: ningún aporte espectacular al mundo, lo reconozco; pero un aporte total a mí mismo, por poco que sea.
Sí, señores, que cuando la marea consigue que los hijos sin padres se multipliquen (ahora son la mayoría en mi pobre patria, esos que antes llamábamos huachos), y que se considere como un progreso descomunal incorporar a todas las mujeres al trabajo, al mercado, junto a todos los hombres, entonces yo simplemente no creo que alguien celebre la maternidad. Los hijos queremos a nuestras madres, las veneramos, les agradecemos sus risas y sus llantos, sus caricias y sus coscorrones, sus consejos y sus gritos. ¡Pero no me digan que la sociedad entera las celebra!
Yo celebraré por siempre a todas las madres, dando gracias a Dios. No olvidaré jamás, eso sí, la queja resignada de esas ancianas del Centro Geriátrico de Santiago, cuando les contaban a esos chiquillos de buenas familias (no tengo otra palabra: papá, mamá, hermanos, unidos en las duras y en las maduras, minorías selectas de todas las clases sociales), a esos niños que las visitaban para aliviar su soledad, que sus propios hijos ya nos las veían nunca. ¿Y cuánto cuesta visitar a la madre enferma y sola, vieja e inútil, hecha un atado de recuerdos entrecortados y de quejas y de suspiros? Sí, de acuerdo, cuesta más que una tarjeta postal, más que una llamada de larga distancia, más que un telefonillo con cámara digital, más que una perla engastada en platino, más que ese dificultoso pensamiento de si acaso no será al revés de como la propaganda nos lo pinta, si acaso no será que la cultura de la muerte, es decir, la nuestra, celebra a la madre, a la dadora de la vida, como a la sobreviviente de la liberación femenina, como el pretexto para seguir enriqueciendo a todos esos que explotan a la tan ensalzada "mujer trabajadora".
¡Imbéciles! ¡Tropa de cretinos! ¡¿Qué es eso, qué clase de nuevo insulto es este de "la mujer trabajadora"?! ¿Aquella cuyo aporte al Producto Geográfico Bruto cuenta porque en lugar de lavar los pañales de sus hijos lava los calzoncillos del ricachón pervertido que se solaza con películas porno en un hotel de lujo?
No más, amigos míos, no más.
Ahora paso al tú, porque, de tanto pensar en cómo se insulta a mi madre con esta fiesta del consumo, con eso de la "mujer trabajadora", con la marcha de las putillas que se enojan porque en Chile defendemos la vida de los hijos por nacer, con todo eso ya me hierve la sangre y no me queda más remedio que hablarte de tú, a ti, al hijo que nació, que fue educado y reprendido por su madre, que la tuvo a su lado con heroísmo a pesar de que todas las circunstancias la empujaron, también a ella, a convertirse en "mujer trabajadora".
Tú no tienes derecho a la madre que has tenido, pero no dejes que el agradecimiento se enlode con una marca de lujo, mira que ella lo hizo gratis.
Tú no puedes darte el lujo de la frivolidad, de pensar que tu madre fue heroica, santa, y que ahora tendría que serlo también la madre de tus hijos, la "mujer trabajadora".
Tú tendrías que comenzar un movimiento de rebeldía a favor de las madres, de todas las madres, que están siendo exprimidas como naranjas porque el ideal para ellas, dicen los tarados que no saben lo que dicen, es poder vivir dos vidas, una vida de cuarenta y ocho horas diarias.
¿Libertad para elegir? ¿Sí? ¿Acaso las mujeres madres trabajadoras, que son compelidas por el sistema a desatender sus hogares para alimentar a sus hijos, no preferirían que les pagaran por ser madres? Si dejamos de lado unos pocos casos de señoras que "se realizan" como diseñadoras, comerciantes, escritoras, profesoras, ¿no es verdad, en cambio, que la mayoría de las madres abandonan a sus hijos casi todo el día a causa de una coacción insuperable, la necesidad de sobrevivir?
Yo no apoyo el día de la madre, porque es una burla de mal gusto. No conozco ese "feminismo cristiano" con el que soñaba Juan Pablo II. Las señoras cristianas que juegan a feministas rezuman un complejo de inferioridad ante sus colegas del verdadero feminismo, el que convirtió a las madres en estériles, a los hijos en huachos, a sus vientres en receptáculos hiperdisponibles para machos incontinentes.
En ciertos aspectos concuerdo contigo Cristobal Orrego, pero no sé hasta qué punto sería bueno convertirnos en una especie de Ebenezer Scrooge...
ResponderBorrarSí, Jorge, tienes razón: Mi hermana ya me sugirió mirar la otra mitad del vaso, la medio llena, cosa que haré en el capítulo del próximo domingo.
ResponderBorrarDios me libre de Scroogeizarme demasiado.
Un cordial saludo.