El Centro de Alumnos de Derecho de la Universidad Católica de Chile me invitó a hablar de ética y política. El tema no podía ser más oportuno, en momentos en que la corrupción pública aumenta en nuestro país, aunque no haya rozado ni de lejos la imaginación argentina o mexicana.
Entiendo que me llevaron por simples razones de legítimo cuoteo político. No quise decirlo porque, apenas una semana antes, ríos de tinta habían caído críticamente sobre semejantes cuotas. De todos modos, el asunto estaba claro para mí. Don Ricardo Lagos Escobar comparecía como el político nato. El profesor José Luis Widow, entonces, como el no-político nato. Agustín Squella representó al hombre ético, sin duda.
Eso me dejaba como el hombre no ético. Me sonrojé al darme cuenta de la maniobra.
Igual les agradecí la invitación, porque desde hace unos años dirijo el Programa de Ética Pública e Instituciones Políticas, en un casi desconocido intento, y desesperado, por ser cada día más político y más ético.
En la primera parte de mi intervención me mostré reconocido a los organizadores por haberme llevado de regreso a mi Alma Mater. Más todavía cuando Arturo Irarrázaval es ahora nuestro Decano ahí, en la Universidad Católica, el mismo que me incorporó al equipo pionero de la Universidad de los Andes, cuando fue el Decano fundador de la Facultad de Derecho.
Y después vino este breve discurso.
En mi intenso y silencioso estudio de la ética y de la política me he ido convenciendo cada día más de que los grandes desastres políticos contemporáneos requieren de una respuesta anclada en la visión clásica de la política. Los totalitarismos, los genocidios, la eclosión de la corrupción administrativa y judicial, el aparato estatal secuestrado —en tantos países— por funcionarios venales y violentos, no consienten ya más la frivolidad de declarar olímpicamente que no hay absolutos morales, que la ética es relativa, que cada uno se construye la suya según su omnímoda conciencia.
Y ahora, para defender ese ideal clásico de la política, haré dos cosas. Primero: desenmascararé la ambigüedad de la pregunta. Segundo: propondré algunas reflexiones a partir del caso extremo de la ausencia de límites, que es el totalitarismo.
Vamos primero a la pregunta para desenmascarar sus ambigüedades posmodernas. Ética y política: ¿cuál es el límite? Los organizadores de este encuentro han querido plantear las cosas con tal ambigüedad que parecieran no adoptar una respuesta. Y en parte lo han conseguido, porque el sentido de la pregunta es indecidible, a pesar de que tiene algunos presupuestos.
La pregunta por el límite parece suponer la distinción entre la ética y la política, donde habitualmente se adscribe a una esfera normativa o sistema —a la ética— lo que se niega a la otra —a la política—: lo privado y personal se opone a lo público e impersonal; lo bueno en toda su amplitud, a lo justo o correcto; lo subjetivo y sentimental, a lo objetivo y racional; el mundo de los fines —los ideales de cada uno— al mundo de la lucha pragmática por el poder.
En ese marco, no se entiende que el problema capital de la filosofía política sea el de la mejor forma de gobierno en sentido ético, como afirmara Leo Strauss.
Por otra parte, más allá del presupuesto aludido, el significado mismo de la pregunta por el límite es indecidible entre los siguientes sentidos por lo menos:
1º. ¿Cuál es el límite que la ética puede imponerle a la política? En este terreno nos movemos entre el cinismo y la hipocresía. El cínico afirma que no existe tal límite, que en la fría lucha por el poder las acciones no son ni buenas ni malas: son lo que son, inevitables. Como si lo inevitable no pudiera ser, además, malo. El hipócrita, por el contrario, enarbola de continuo esos límites, a la vez que los traspasa ocultamente; pero así fomenta el escándalo ininterrumpido, cada vez que se descubre a unos y a otros al otro lado del límite. El totalitarismo, según Arendt, se caracteriza por pensar que todo es posible: que no hay ninguna verdad que imponga un límite al poder. Por eso, si la realidad no es como dictamina el líder totalitario, se reconstruye para adaptarla a ese dictamen. Y el dictamen puede cambiar según el capricho de líder, que no cree en ninguna verdad. Eso es, podríamos añadir, a la vez la máxima hipocresía y el máximo cinismo: de cara a los no iniciados, la hipocresía; de cara a los adeptos, el cinismo. ¿Quién, con experiencia política, no reconoce aquí un ambiente demasiado familiar?
2º. ¿Cuál es el límite hasta donde puede intervenir la política, el poder coactivo, para imponer la moralidad pública o privada? La respuesta más equilibrada es la de Tomás de Aquino en la cuestión 96 de la I-II de su Suma Teológica: la ley busca el bien común, no el bien particular; pero indirectamente hace buenos a los hombres cuando los somete al orden de la justicia. Por el bien común, la ley ha de reprimir los vicios más graves; pero ha de tolerar los vicios que, de ser reprimidos, provocarían males mayores (tal es el principio clásico de la tolerancia del mal). Y la ley puede ordenar todas las virtudes, en la medida requerida por el bien común. Así obliga al soldado a ser valiente, de una manera que no obliga al niño o al anciano.
3º. La ética personal, ¿puede limitarse a la vida privada, o exige intervenir en la vida pública? Aquí la pregunta por el límite significa: ¿está completa la ética si se la limita, si se la confina a la vida privada, separándola de la política? Una respuesta afirmativa implicaría el sinsentido de que hubiera virtudes que facilitaran el egoísmo de desentenderse de los demás. La respuesta solamente puede ser, por ende, negativa: no es posible la perfección moral personal sin el compromiso activo por el bien común. Incluso el monje de clausura tiene una misión pública.
(continuará)
Eso me dejaba como el hombre no ético. Me sonrojé al darme cuenta de la maniobra.
Igual les agradecí la invitación, porque desde hace unos años dirijo el Programa de Ética Pública e Instituciones Políticas, en un casi desconocido intento, y desesperado, por ser cada día más político y más ético.
En la primera parte de mi intervención me mostré reconocido a los organizadores por haberme llevado de regreso a mi Alma Mater. Más todavía cuando Arturo Irarrázaval es ahora nuestro Decano ahí, en la Universidad Católica, el mismo que me incorporó al equipo pionero de la Universidad de los Andes, cuando fue el Decano fundador de la Facultad de Derecho.
Y después vino este breve discurso.
En mi intenso y silencioso estudio de la ética y de la política me he ido convenciendo cada día más de que los grandes desastres políticos contemporáneos requieren de una respuesta anclada en la visión clásica de la política. Los totalitarismos, los genocidios, la eclosión de la corrupción administrativa y judicial, el aparato estatal secuestrado —en tantos países— por funcionarios venales y violentos, no consienten ya más la frivolidad de declarar olímpicamente que no hay absolutos morales, que la ética es relativa, que cada uno se construye la suya según su omnímoda conciencia.
Y ahora, para defender ese ideal clásico de la política, haré dos cosas. Primero: desenmascararé la ambigüedad de la pregunta. Segundo: propondré algunas reflexiones a partir del caso extremo de la ausencia de límites, que es el totalitarismo.
Vamos primero a la pregunta para desenmascarar sus ambigüedades posmodernas. Ética y política: ¿cuál es el límite? Los organizadores de este encuentro han querido plantear las cosas con tal ambigüedad que parecieran no adoptar una respuesta. Y en parte lo han conseguido, porque el sentido de la pregunta es indecidible, a pesar de que tiene algunos presupuestos.
La pregunta por el límite parece suponer la distinción entre la ética y la política, donde habitualmente se adscribe a una esfera normativa o sistema —a la ética— lo que se niega a la otra —a la política—: lo privado y personal se opone a lo público e impersonal; lo bueno en toda su amplitud, a lo justo o correcto; lo subjetivo y sentimental, a lo objetivo y racional; el mundo de los fines —los ideales de cada uno— al mundo de la lucha pragmática por el poder.
En ese marco, no se entiende que el problema capital de la filosofía política sea el de la mejor forma de gobierno en sentido ético, como afirmara Leo Strauss.
Por otra parte, más allá del presupuesto aludido, el significado mismo de la pregunta por el límite es indecidible entre los siguientes sentidos por lo menos:
1º. ¿Cuál es el límite que la ética puede imponerle a la política? En este terreno nos movemos entre el cinismo y la hipocresía. El cínico afirma que no existe tal límite, que en la fría lucha por el poder las acciones no son ni buenas ni malas: son lo que son, inevitables. Como si lo inevitable no pudiera ser, además, malo. El hipócrita, por el contrario, enarbola de continuo esos límites, a la vez que los traspasa ocultamente; pero así fomenta el escándalo ininterrumpido, cada vez que se descubre a unos y a otros al otro lado del límite. El totalitarismo, según Arendt, se caracteriza por pensar que todo es posible: que no hay ninguna verdad que imponga un límite al poder. Por eso, si la realidad no es como dictamina el líder totalitario, se reconstruye para adaptarla a ese dictamen. Y el dictamen puede cambiar según el capricho de líder, que no cree en ninguna verdad. Eso es, podríamos añadir, a la vez la máxima hipocresía y el máximo cinismo: de cara a los no iniciados, la hipocresía; de cara a los adeptos, el cinismo. ¿Quién, con experiencia política, no reconoce aquí un ambiente demasiado familiar?
2º. ¿Cuál es el límite hasta donde puede intervenir la política, el poder coactivo, para imponer la moralidad pública o privada? La respuesta más equilibrada es la de Tomás de Aquino en la cuestión 96 de la I-II de su Suma Teológica: la ley busca el bien común, no el bien particular; pero indirectamente hace buenos a los hombres cuando los somete al orden de la justicia. Por el bien común, la ley ha de reprimir los vicios más graves; pero ha de tolerar los vicios que, de ser reprimidos, provocarían males mayores (tal es el principio clásico de la tolerancia del mal). Y la ley puede ordenar todas las virtudes, en la medida requerida por el bien común. Así obliga al soldado a ser valiente, de una manera que no obliga al niño o al anciano.
3º. La ética personal, ¿puede limitarse a la vida privada, o exige intervenir en la vida pública? Aquí la pregunta por el límite significa: ¿está completa la ética si se la limita, si se la confina a la vida privada, separándola de la política? Una respuesta afirmativa implicaría el sinsentido de que hubiera virtudes que facilitaran el egoísmo de desentenderse de los demás. La respuesta solamente puede ser, por ende, negativa: no es posible la perfección moral personal sin el compromiso activo por el bien común. Incluso el monje de clausura tiene una misión pública.
(continuará)
muy bueno! Gracias!
ResponderBorrarte pondré un link en Facebook ahora y en mi blog, cuando hayas escrito la siguiente parte, para así citar los dos juntos
Muchas gracias!!!