Ahora, en continuidad con el capítulo que precede, permítanme presentarles algunas reflexiones a partir de un suceso heroico e inútil a la vez.
Un día triste del invierno de 1943, Sophie y Hans Scholl culminaron su tarea subversiva contra Hitler. Los líderes del movimiento La Rosa Blanca dejaron folletos en la sede central de la Universidad de Munich y los hicieron volar por los aires. Los hermanos Scholl fueron detenidos, y, junto a Christoph Probst, fueron guillotinados después de que un tribunal los condenara con todas las formalidades legales. La historia puede verse en la conmovedora película Sophie Scholl: los últimos días (dirigida por Marc Rothermund: 2005).
Este caso quizás no los conmueva a ustedes tanto como a mí. Yo estuve en ese claustro académico y me reuní por largo rato con uno de los sobrevivientes de La Rosa Blanca. Había bondad en su voz, sin mezcla alguna de relativismo moral en sus convicciones. La muerte de los jóvenes de La Rosa Blanca demostró la perfecta inutilidad de su resistencia. Hitler fue derrotado con las armas, con el poder de los Aliados, y no con la moralina de los folletos de La Rosa Blanca. El Führer no cayó derribado por la audacia de la juventud. ¿O debo hablar, mejor, de la simple y estúpida imprudencia de los jóvenes? ¡Sí, porque luchaban con medios insuficientes; y asumían riesgos excesivos; y proclamaban una verdad impopular! No olvidemos la alta popularidad de los líderes totalitarios, destacada desde Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo: 1951) hasta Richard Overy (Dictadores: 2004).
Las situaciones extremas ponen a prueba el valor de las convicciones: ¿valen por su verdad o por su utilidad? La resistencia contra un régimen inicuo es un caso extremo, sin duda; pero de ahí podemos extraer, por una cierta analogía de proporcionalidad, algunas consecuencias respecto de nuestra actitud ante los casos de regímenes corruptos, aunque no sean totalitarios.
Les propongo, pues, siguiendo la analogía, algunas reflexiones relativas al tema que nos ocupa.
Primera. No se debe oponer la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad, según la distinción de Max Weber, que en la lucha contra la iniquidad se revela tan atractiva como falaz. La ética de la convicción es la de quien se atiene a unos principios, cualesquiera que sean las consecuencias de su obrar. La ética de la responsabilidad es la de quien calcula los costos y beneficios de su actuación, y se aparta de principios rígidos cuando seguirlos no sea “responsable”, es decir, útil o práctico. Yo me pregunto: ¿cuántas veces no hemos visto que los calculadores, por ser “responsables”, han terminado claudicando en sus ideales más altos? ¿Acaso no son éstos los cálculos que tan desprestigiados tienen a los políticos, hasta el punto de que siempre y en todas partes aparecen como los personajes en quienes el pueblo menos confía?
Yo me pregunto: Sophie Scholl y su hermano Hans, ¿perdieron su vida inútilmente o, por el contrario, con su imprudencia juvenil perdieron la vida, ¡sí!, pero salvaron el honor de la Humanidad? ¿Y quién puede pesar en la balanza del mayor bien cuánto vale la resistencia inútil contra la injusticia, cuánto vale el honor de la Humanidad?
Yo les pregunto: ¿a qué altura quieren ustedes llegar, dónde pondrán límites al ideal ético riguroso? ¿Pondrán el límite en el cálculo o en el sacrificio desinteresado por los demás?
¡No existe oposición entre las convicciones verdaderas y la verdadera responsabilidad!
Segunda reflexión. Las virtudes y los vicios personales se proyectan y se encarnan en la vida política. La famosa obra de Bernard de Mendeville, La fábula de las abejas: o, vicios privados, beneficios públicos (1714), es eso y nada más: ¡una fábula! La valentía, el sentido de la justicia, la disposición a renunciar a la comodidad y a los placeres, y a sufrir el dolor y aun la muerte, son cualidades del alma: si no se tienen en privado, tampoco se tendrán en público.
En este asunto, es curiosa la división de los liberales (no solamente en Chile). Algunos piensan que el liberalismo es una fábula cuando se refiere al libertinaje en la economía, pero se lo tragan hasta el fondo cuando se refiere al libertinaje en alcohol, sexo y drogas. O sea, creen que la codicia es la causa de los desastres del sistema financiero liberal —yo estoy de acuerdo—; pero no piensan que la lujuria sea la causa del desastre del sistema familiar y educativo. Y otros, al revés. Pero ¿quién puede imaginar seriamente que el marido que no es fiel a su mujer va a ser leal con el Estado? ¿Por qué extraña virtud habría de serlo, si llega a aparecer la oportunidad de esquilmarlo impunemente?
Tercer pensamiento. Los mismos principios éticos que dirigen la vida personal influyen luego en la vida pública. De ahí se sigue que es una falacia lo que pretende John Rawls, a saber, que las cargas del juicio (the burdens of judgement) afectan a las concepciones comprehensivas sobre lo bueno (éticas, metafísicas y religiosas), pero no a los acuerdos básicos de la justicia. Él cree que, por esta razón, las autoridades solamente pueden basar su actuación en los principios básicos de la justicia, y no en sus propias opiniones sobre lo que es verdadero en cuestiones éticas y ontológicas más amplias.
La historia del pensamiento demuestra, por el contrario, que no es posible quedarse a medio camino. Rorty, Vattimo, Derrida, y tantos otros, desde perspectivas muy diversas, dan también por imposible definir objetivamente las cuestiones más básicas sobre lo justo. O por la radical inconmensurabilidad entre las culturas, o por la imposibilidad de expresar lingüísticamente un significado fijo o una verdad sobre el bien y el mal, o sobre lo justo y lo injusto, o por lo que se quiera, el hecho es que las dificultades que cierto liberalismo ilustrado achaca solamente a las visiones éticas y religiosas comprehensivas, son atribuidas ahora también a cualquier intento minimalista de fijar una verdad sobre cualquier cosa.
Y entonces la opción ante nosotros es: o pensamos que la verdad es posible, y la buscamos con ahínco, o colapsamos nuestras convicciones en el relativismo radical, en la radical indeterminación de los significados con que tratamos de representarnos un sentido para el mundo y para nuestro propio ser en el mundo.
Y ahora les pregunto: ¿Alguno de ustedes cree que Hans y Sophie Scholl hubieran sido tan valientes de haber estado inficionados de la perniciosa creencia en que sus valores eran tan válidos como los de Hitler, creencia que llamamos relativismo ético, cualquiera que sea el revestimiento que le demos?
Cuarta reflexión. Existe una conexión entre las virtudes, el ethos del ciudadano responsable, y el conocimiento de los principios prácticos verdaderos. Así explica Aristóteles que al vicioso le parece bueno lo que hace, como al virtuoso le parece bueno lo que hace. El intemperante es un caso intermedio: obra el mal sabiendo que es malo, sin poder evitarlo, porque padece de akrasía o debilidad de la voluntad. Mas lo interesante es que el vicioso y el virtuoso están en un pie de igualdad en el mundo de las apariencias, solamente que el virtuoso es capaz de darse cuenta de la realidad de su situación y de la de su contrario: las cosas son como a él le parecen. Por eso, las virtudes son necesarias para gobernar de acuerdo con principios correctos. Y por eso, también, los gobernantes viciosos tienen habitualmente una alta conciencia de su superioridad moral: viven sin remordimientos. Vivir sin remordimientos, con la conciencia tranquila, y aun juzgando soberanamente la moralidad del prójimo, incluso cuando la injusticia campea a su alrededor y la corrupción hiede bajo sus pies . . .: ¡he ahí lo propio del gobernante vicioso!
Los discursos éticos no son, pues, señales de virtud.
A propósito de esos discursos éticos, los invito a considerar una situación curiosa en la manera como muchos políticos se acusan y se excusan sobre cuestiones de corrupción: acusan con un alto sentido del deber ético, que excede los simples deberes legales; en cambio, suelen excusar y excusarse apelando al respeto a las leyes. Y cuando estas excusas fallan, porque hasta el mínimo ético previsto por las leyes ha sido sobrepasado, entonces critican las leyes y las cambian para acomodarlas al nuevo estándar ético . . . más relajado.
¡Qué vergüenza!
¿Dónde está el límite? El límite para la injusticia y la inmoralidad pública solamente puede proceder de la justicia, de las virtudes, de los ideales que sean encarnados por hombres y mujeres de carne y hueso, dispuestos a luchar y a vencer, y también a ser derrotados, pero no sin dar la batalla.
Mas esa lucha no es posible si se cortan los lazos con las fuentes de una formación ética rigurosa, exigente, continuada.
Por eso, ¡animo: a luchar!; pero, antes: ¡ánimo, a formarse para esa lucha!
Un día triste del invierno de 1943, Sophie y Hans Scholl culminaron su tarea subversiva contra Hitler. Los líderes del movimiento La Rosa Blanca dejaron folletos en la sede central de la Universidad de Munich y los hicieron volar por los aires. Los hermanos Scholl fueron detenidos, y, junto a Christoph Probst, fueron guillotinados después de que un tribunal los condenara con todas las formalidades legales. La historia puede verse en la conmovedora película Sophie Scholl: los últimos días (dirigida por Marc Rothermund: 2005).
Este caso quizás no los conmueva a ustedes tanto como a mí. Yo estuve en ese claustro académico y me reuní por largo rato con uno de los sobrevivientes de La Rosa Blanca. Había bondad en su voz, sin mezcla alguna de relativismo moral en sus convicciones. La muerte de los jóvenes de La Rosa Blanca demostró la perfecta inutilidad de su resistencia. Hitler fue derrotado con las armas, con el poder de los Aliados, y no con la moralina de los folletos de La Rosa Blanca. El Führer no cayó derribado por la audacia de la juventud. ¿O debo hablar, mejor, de la simple y estúpida imprudencia de los jóvenes? ¡Sí, porque luchaban con medios insuficientes; y asumían riesgos excesivos; y proclamaban una verdad impopular! No olvidemos la alta popularidad de los líderes totalitarios, destacada desde Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo: 1951) hasta Richard Overy (Dictadores: 2004).
Las situaciones extremas ponen a prueba el valor de las convicciones: ¿valen por su verdad o por su utilidad? La resistencia contra un régimen inicuo es un caso extremo, sin duda; pero de ahí podemos extraer, por una cierta analogía de proporcionalidad, algunas consecuencias respecto de nuestra actitud ante los casos de regímenes corruptos, aunque no sean totalitarios.
Les propongo, pues, siguiendo la analogía, algunas reflexiones relativas al tema que nos ocupa.
Primera. No se debe oponer la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad, según la distinción de Max Weber, que en la lucha contra la iniquidad se revela tan atractiva como falaz. La ética de la convicción es la de quien se atiene a unos principios, cualesquiera que sean las consecuencias de su obrar. La ética de la responsabilidad es la de quien calcula los costos y beneficios de su actuación, y se aparta de principios rígidos cuando seguirlos no sea “responsable”, es decir, útil o práctico. Yo me pregunto: ¿cuántas veces no hemos visto que los calculadores, por ser “responsables”, han terminado claudicando en sus ideales más altos? ¿Acaso no son éstos los cálculos que tan desprestigiados tienen a los políticos, hasta el punto de que siempre y en todas partes aparecen como los personajes en quienes el pueblo menos confía?
Yo me pregunto: Sophie Scholl y su hermano Hans, ¿perdieron su vida inútilmente o, por el contrario, con su imprudencia juvenil perdieron la vida, ¡sí!, pero salvaron el honor de la Humanidad? ¿Y quién puede pesar en la balanza del mayor bien cuánto vale la resistencia inútil contra la injusticia, cuánto vale el honor de la Humanidad?
Yo les pregunto: ¿a qué altura quieren ustedes llegar, dónde pondrán límites al ideal ético riguroso? ¿Pondrán el límite en el cálculo o en el sacrificio desinteresado por los demás?
¡No existe oposición entre las convicciones verdaderas y la verdadera responsabilidad!
Segunda reflexión. Las virtudes y los vicios personales se proyectan y se encarnan en la vida política. La famosa obra de Bernard de Mendeville, La fábula de las abejas: o, vicios privados, beneficios públicos (1714), es eso y nada más: ¡una fábula! La valentía, el sentido de la justicia, la disposición a renunciar a la comodidad y a los placeres, y a sufrir el dolor y aun la muerte, son cualidades del alma: si no se tienen en privado, tampoco se tendrán en público.
En este asunto, es curiosa la división de los liberales (no solamente en Chile). Algunos piensan que el liberalismo es una fábula cuando se refiere al libertinaje en la economía, pero se lo tragan hasta el fondo cuando se refiere al libertinaje en alcohol, sexo y drogas. O sea, creen que la codicia es la causa de los desastres del sistema financiero liberal —yo estoy de acuerdo—; pero no piensan que la lujuria sea la causa del desastre del sistema familiar y educativo. Y otros, al revés. Pero ¿quién puede imaginar seriamente que el marido que no es fiel a su mujer va a ser leal con el Estado? ¿Por qué extraña virtud habría de serlo, si llega a aparecer la oportunidad de esquilmarlo impunemente?
Tercer pensamiento. Los mismos principios éticos que dirigen la vida personal influyen luego en la vida pública. De ahí se sigue que es una falacia lo que pretende John Rawls, a saber, que las cargas del juicio (the burdens of judgement) afectan a las concepciones comprehensivas sobre lo bueno (éticas, metafísicas y religiosas), pero no a los acuerdos básicos de la justicia. Él cree que, por esta razón, las autoridades solamente pueden basar su actuación en los principios básicos de la justicia, y no en sus propias opiniones sobre lo que es verdadero en cuestiones éticas y ontológicas más amplias.
La historia del pensamiento demuestra, por el contrario, que no es posible quedarse a medio camino. Rorty, Vattimo, Derrida, y tantos otros, desde perspectivas muy diversas, dan también por imposible definir objetivamente las cuestiones más básicas sobre lo justo. O por la radical inconmensurabilidad entre las culturas, o por la imposibilidad de expresar lingüísticamente un significado fijo o una verdad sobre el bien y el mal, o sobre lo justo y lo injusto, o por lo que se quiera, el hecho es que las dificultades que cierto liberalismo ilustrado achaca solamente a las visiones éticas y religiosas comprehensivas, son atribuidas ahora también a cualquier intento minimalista de fijar una verdad sobre cualquier cosa.
Y entonces la opción ante nosotros es: o pensamos que la verdad es posible, y la buscamos con ahínco, o colapsamos nuestras convicciones en el relativismo radical, en la radical indeterminación de los significados con que tratamos de representarnos un sentido para el mundo y para nuestro propio ser en el mundo.
Y ahora les pregunto: ¿Alguno de ustedes cree que Hans y Sophie Scholl hubieran sido tan valientes de haber estado inficionados de la perniciosa creencia en que sus valores eran tan válidos como los de Hitler, creencia que llamamos relativismo ético, cualquiera que sea el revestimiento que le demos?
Cuarta reflexión. Existe una conexión entre las virtudes, el ethos del ciudadano responsable, y el conocimiento de los principios prácticos verdaderos. Así explica Aristóteles que al vicioso le parece bueno lo que hace, como al virtuoso le parece bueno lo que hace. El intemperante es un caso intermedio: obra el mal sabiendo que es malo, sin poder evitarlo, porque padece de akrasía o debilidad de la voluntad. Mas lo interesante es que el vicioso y el virtuoso están en un pie de igualdad en el mundo de las apariencias, solamente que el virtuoso es capaz de darse cuenta de la realidad de su situación y de la de su contrario: las cosas son como a él le parecen. Por eso, las virtudes son necesarias para gobernar de acuerdo con principios correctos. Y por eso, también, los gobernantes viciosos tienen habitualmente una alta conciencia de su superioridad moral: viven sin remordimientos. Vivir sin remordimientos, con la conciencia tranquila, y aun juzgando soberanamente la moralidad del prójimo, incluso cuando la injusticia campea a su alrededor y la corrupción hiede bajo sus pies . . .: ¡he ahí lo propio del gobernante vicioso!
Los discursos éticos no son, pues, señales de virtud.
A propósito de esos discursos éticos, los invito a considerar una situación curiosa en la manera como muchos políticos se acusan y se excusan sobre cuestiones de corrupción: acusan con un alto sentido del deber ético, que excede los simples deberes legales; en cambio, suelen excusar y excusarse apelando al respeto a las leyes. Y cuando estas excusas fallan, porque hasta el mínimo ético previsto por las leyes ha sido sobrepasado, entonces critican las leyes y las cambian para acomodarlas al nuevo estándar ético . . . más relajado.
¡Qué vergüenza!
¿Dónde está el límite? El límite para la injusticia y la inmoralidad pública solamente puede proceder de la justicia, de las virtudes, de los ideales que sean encarnados por hombres y mujeres de carne y hueso, dispuestos a luchar y a vencer, y también a ser derrotados, pero no sin dar la batalla.
Mas esa lucha no es posible si se cortan los lazos con las fuentes de una formación ética rigurosa, exigente, continuada.
Por eso, ¡animo: a luchar!; pero, antes: ¡ánimo, a formarse para esa lucha!
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