Los dos cobardes de los que trata el autor aprobaban la revolución armada, aunque Allende pensaba que era innecesaria en Chile. Murieron en su ley, con la diferencia de que el Che fue un asesino de verdad y finalmente se rindió cobardemente (sus seguidores pelearon hasta morir), mientras que Salvador Allende no fue un asesino, sino un sembrador del odio y la lucha de clases, y murió por su propia mano.
Leed, de El Mostrador.
16 de septiembre de 2014
41 aniversario: las muertes cruzadas de Allende y el Che
Allende y el Che se hermanan en el panteón revolucionario del siglo XX y en los estandartes del siglo XXI, pero es difícil hallar dos personajes históricos que a pesar de coincidir en ciertos objetivos generales hayan sido más opuestos por temperamento, por el tipo de revolución que propiciaban, por los valores que los guiaban. En el primer encuentro que tuvieron en La Habana, el Che marcó el terreno en la conocida dedicatoria que estampó en su libro La guerra de guerrillas: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. Las muertes de ambos, acaecidas en una época de polarización extrema y guerra fría, se contraponen.
A partir del momento en que el sargento Mario Terán disparó en la escuela del pueblito boliviano de La Higuera dos ráfagas de ametralladora al prisionero Ernesto Guevara de la Serna, a la 13.10 del 9 de octubre de 1967, las guerrillas latinoamericanas entraron en cuarto menguante, con excepción del sandinismo nicaragüense, en cuyas filas combatirán jóvenes chilenos entrenados en Cuba. Allende, que todavía no era presidente, al enterarse de la muerte de su amigo Che Guevara se conmovió dolorosamente. Su hija Beatriz, Tati, que hacía una práctica en el hospital San Juan de Dios, corrió desesperada por las calles con su delantal blanco a llorar la muerte del Che a casa de una familia amiga.
Transcurridos cinco años, once meses y 28 días desde la muerte del Che, Salvador Allende rendirá su vida en el Salón Independencia de La Moneda un 11 de septiembre, hace 41 años. Esa derrota marcará el ocaso por tiempo indefinido de la vía pacífica de la revolución latinoamericana.
Médicos ambos, Salvador Allende se esforzó hasta el último instante en evitar a Chile el espanto de una guerra civil, aunque la dictadura que vino después estará entre las más crueles y sanguinarias del continente. Presionado desde su partido, el Socialista, desde el MIR y otros grupos que propiciaban un giro armado, e incluso por su propia hija Beatriz, Allende nunca se apartó de su posición. El estrecho contacto que mantuvo con Fidel Castro y los cubanos –Allende disfrutaba impresionándolos– tampoco lo llevó a modificar su postura. Cuando el MIR le pidió armas a Fidel Castro, éste respondió que para entregarles necesitaba la autorización del presidente: Allende dijo no.
A los pocos días de iniciada la lucha en Cuba, el Che mostró su fibra definitiva cuando, en un momento en que sus compañeros, incluso Fidel Castro, se preguntaban cómo debían proceder frente al campesino Eutimio Guerra, que los había traicionado y al que tenían prisionero, el Che solucionó el problema llevándoselo a un lado y matándolo fríamente de un balazo en la cabeza, sin juicio revolucionario ni pelotón de fusilamiento: fue su bautismo de sangre.
El Che, en cambio, se empeñó hasta el final en desencadenar una guerra planetaria contra el imperialismo, como lo precisó en suMensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental – Crear dos, tres… muchos Vietnam. Con su prosa incisiva, el Che cantó un espeluznante himno de odio y muerte cuyo lenguaje supera al de Piotr Stepanovich, el tremebundo personaje de Los endemoniados de Dostoievski. En ese mensaje el Che escribió: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”… ¡Fría máquina de matar!
En enero de 1966 yo, autor de esta nota, formé parte de la delegación chilena, presidida por el escritor Manuel Rojas pero de la que el senador Salvador Allende era la figura principal, a la Conferencia Tricontinental de La Habana. El Hotel Habana Libre era un hormiguero donde sesionaban y alojaban –Fidel Castro en el piso 21, Allende en el 19, Clodomiro Almeyda y yo en una habitación del 4º– los representantes de los movimientos de Asia, África y América Latina que luchaban por la independencia y el socialismo, como los de Vietnam, Angola o Guatemala, o que ya habían triunfado, como los de Cuba y China. El Che Guevara, cuya carta de despedida Fidel Castro había leído tres meses antes, era el ausente omnipresente y corrían estrambóticos rumores acerca de los países donde podía estar combatiendo. Un año y medio más tarde integré también la delegación chilena, esta vez presidida por el propio Allende, a la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad, la OLAS, realizada en el mismo hotel de La Habana dos meses antes de la muerte del Che. En ambos casos, entre una multitud de delegados que hablaban de armas, explosivos y tácticas militares, un Allende de impecable guayabera era visto por muchos como un “burgués” exótico, con el que por curiosidad querían entrevistarse. Una y otra vez el senador chileno reiteraba sin inmutarse que en nuestro país existían posibilidades de una revolución pacífica en hombros de la lucha de las masas y la unidad del pueblo, a la vez que expresaba su solidaridad hacia quienes en diferentes latitudes combatían por otros medios.
Las trayectorias de Allende y el Che habían discurrido por caminos muy distintos. El Che había salido en moto de su Rosario natal a recorrer el continente y en ese peregrinaje se había encontrado en México con Fidel Castro, que organizaba su desembarco armado en Cuba. ¿Quién habría sido Guevara sin ese encuentro casual “en casa de María Antonia” que definió su destino, según reza su carta de despedida? ¿Un motoquero vagabundo de regreso en Argentina? ¿Un médico dedicado a curar la lepra en lejanos parajes, como en un momento él mismo había anunciado? Su inteligencia, don de mando y fuerte carácter sedujeron a Fidel Castro. A los pocos días de iniciada la lucha en Cuba, el Che mostró su fibra definitiva cuando, en un momento en que sus compañeros, incluso Fidel Castro, se preguntaban cómo debían proceder frente al campesino Eutimio Guerra, que los había traicionado y al que tenían prisionero, el Che solucionó el problema llevándoselo a un lado y matándolo fríamente de un balazo en la cabeza, sin juicio revolucionario ni pelotón de fusilamiento: fue su bautismo de sangre. Al final de la guerra, como comandante de la columna 8 se destacó en la toma de la ciudad de Santa Clara. Después de entrar en La Habana, ciudad que no conocía, y nombrado por Castro comandante de la fortaleza de La Cabaña, donde Allende lo visitó en ese primer encuentro, al Che le corresponderá supervigilar los juicios revolucionarios sumarísimos que allí se efectuaban contra los “esbirros” de la dictadura de Batista y disponer el fusilamiento in situ de más de 50 condenados. A Guevara lo embrujaba la muerte.
A diferencia del Che, la trayectoria de Salvador Allende no se inició por azar. A los ocho años, cuando la familia vivía en Tacna, ciudad peruana ocupada por los chilenos, Chichito se paraba en una silla de la cocina y dirigía discursos de “presidente” a su madre, su niñera y sus hermanas. Y según contará a la colombiana Gloria Gaitán, confidente de sus últimos siete meses de vida, al terminar sus estudios en el liceo de Valparaíso, donde obtuvo notas mediocres, el joven Salvador, antes de hacer como voluntario el servicio militar, se despidió de sus compañeros de curso anunciando que sería presidente de Chile. Toda la vida política de Allende estuvo guiada por su decisión de transformar a Chile y acabar con las injusticias y desigualdades, y su gobierno fue la culminación de las luchas sociales iniciadas a comienzos del siglo XX e incluso antes. El gobierno de Allende, a pesar de las dificultades y la sedición opositora, movilizó a amplias masas y tuvo hasta el final apoyo multitudinario.
Sin contar a Cuba, donde la victoria fue obra de Fidel Castro, el Che fracasó en todas sus empresas alucinadas. El proyecto de Allende y la izquierda chilena, enraizado en una larga tradición, tuvo un aterrizaje en la realidad y llegó a plasmarse en un gobierno, aunque no alcanzó a prolongarse en el tiempo. Los proyectos del Che, en cambio, nunca bajaron de las nubes. En el Congo, acompañado por un contingente de militares afrocubanos de piel oscura, pretendió revertir el descalabro de una revolución que estaba en desbandada y hubo de emprender la retirada prontamente. Trasladándose a Bolivia, instaló en parajes casi deshabitados su guerrilla formada por él, 15 cubanos y dos docenas de bolivianos reclutados a las apuradas, sin coordiación con las organizaciones obreras o indígenas, soñando con extender desde allí su cruzada triunfante hacia Perú, Argentina y el resto del continente. Sus hombres iban siendo exterminados y el Che fue el único capturado con vida. Fidel Castro trató de explicarlo diciendo que su fusil había sido inutilizado por una bala y que “la pistola que portaba estaba sin magazine”. Félix Rodríguez, el cubano agente de la CIA que habló con el Che prisionero, acaba de declarar una vez más que “la pistola la tenía llena de balas, era una Browning a la que no le faltaba un tiro. El fusil sí tenía un balazo y estaba inoperable”. Los militares bolivianos afirmaron que al ser encañonado habría clamado: “No disparen, soy el Che. Valgo más vivo que muerto”. ¿Quién dice la verdad? Como en el caso de Allende, respecto de la muerte del Che es difícil distinguir la realidad de la leyenda, y de la propaganda. Lo cierto es que, según muestran las fotos y afirma Félix Rodríguez, al caer prisionero el Che “parecía un pordiosero, sucio, no tenía ni siquiera botas, unos pedazos de cuero era lo que tenía amarrados a los pies”.
Yo, el autor de esta nota, asistía en Camiri al juicio militar contra el francés Régis Debray y el argentino Ciro Bustos, apresados tras haber estado con la guerrilla del Che. Llegué a Vallegrande al dia siguiente de la muerte del Che. El cuerpo del guerrillero argentino-cubano había sido retirado durante la noche de la “morgue” del hospital, en realidad el lavadero de cemento, donde lo habían exhibido y yacía ahora el cadáver de Willy, otro de sus compañeros. El capitán Gary Prado, que derrotó al Che en la batalla del Yuro, me aseguró que en un momento soltó las manos al prisionero y le dio de beber de su propia cantimplora; la maestra Julia Vallejos me dijo llorando que ella le dio de comer en La Higuera cuando lo tenían amarrado; Elida, la hija del telegrafista, me aseguró que le llevó un plato de sopa de maní que cocinó su madre. Los soldaditos Julio Robles y Ciro Paco, en conversación exclusiva, me contaron que mientras trasladaban al Che herido en la pantorrilla derecha desde el Yuro a La Higuera, el prisionero les iba diciendo que un día ellos tendrían que luchar por la libertad de su país. Cuando el mayor Niño de Guzmán trasladó de La Higuera a Valle Grande el cuerpo del Che atado al esquí derecho de su helicóptero, la sangre del guerrillero iba goteando sobre la selva…
Una vez instalado en La Moneda, Salvador Allende percibió muy pronto que el futuro de su gobierno se iba estrechando y ya en marzo de 1971, antes de cumplir cinco meses de presidente, clamaba ante sus amigos “infarto ven, infarto ven”, convocando a la muerte para no vivir el fracaso. Un día, ante su amigo Víctor Pey, hizo la mímica de quien se dispara a sí mismo con una metralleta, y muchas veces repitió que en caso de golpe solo saldría de La Moneda “en piyama de madera”. Observando los cerezos cargados de botones, dirá a Gloria Gaitán: “Yo no veré esas flores. Me sentaré en el sillón presidencial, me terciaré la banda y esperaré la muerte… Soy un hombre a quien no le restan sino dos horas de vida, una semana, tal vez un mes, quién sabe si seis meses.”
Durante la batalla de La Moneda y consciente de que el golpe militar había triunfado, Salvador Allende se empeñó a toda costa en salvar vidas. En su último, memorable discurso llamó a la cautela diciendo que “el pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”. El Che prohibió a sus hombres que cayeran prisioneros y les ordenó que murieran luchando. Con excepción de tres sobrevivientes que lograron huir a Chile, todos los que lo acompañaron en sus últimos combates murieron… menos el Che: el capitán sobrevivió al naufragio y fue hecho prisionero, aunque al día siguiente lo asesinaron. En La Moneda, la conducta de Salvador Allende fue diametralmente opuesta: empeñado en salvarlas, exigió a sus hijas y a las personas que no tenían armas que salieran y al término de la batalla ordenó la rendición general. El periodista Augusto Olivares, que se quitó la vida, fue el único muerto dentro de La Moneda… además de Allende, que no estuvo dispuesto a caer prisionero como el Che Guevara y ser asesinado en un rincón oscuro o exhibido en una jaula o enviado al exilio.
Entonces, a las dos de la tarde, Salvador Allende se dispuso a morir.
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