Una comprensible hipocresía colectiva caracteriza estos tiempos de elección presidencial. La política se presenta valiente y aguerrida y nos pone ante alternativas excluyentes, donde nos jugamos el futuro, donde no da lo mismo quién lleve las riendas del gobierno, donde al fin queda claro que hay diferencia entre el bien (nosotros) y el mal (ellos).
Bajo la superficie de tanta crispación, en cambio, nuestros líderes —los políticos, los intelectuales, los empresarios— saben que no es mucho lo que puede cambiar; que, con cualquier gobierno, continuaremos con los mismos problemas y los mismos caminos trillados que procuran resolverlos, sin renunciar a las orientaciones de fondo —esa mezcla variable de socialismo y de liberalismo— que, agotadas, solamente pueden administrar la crisis y estabilizar la convivencia.
El problema de la hipocresía, sin embargo, subsiste. ¿Por qué tenemos que aparecer como peleados, cuando en realidad nos queremos bastante? ¿Por qué hemos de gritar que el de enfrente es un imbécil, un incapaz, un inmoral, un peligro, un terrorista, un ladrón . . ., cuando ya querríamos tenerlo de nuestro lado?
Personalmente siempre he pensado que es simpliciter falsa cualquier crítica así, absoluta, contra un hombre o una mujer que ha servido cargos de relieve en la vida pública (alcalde, senador, ministro, académico, empresario, etc.) y que se ha impuesto en su sector político, con adversarios a diestra y siniestra. Alguien así no puede ser light o incompetente o un completo egoísta preocupado solamente de sus intereses económicos. Sebastián Piñera, por ejemplo, no necesita de la política para ser más rico. Para él, como para todos los que ya no pueden contar cuánto tienen, la política solamente es una carga, que debe satisfacer aspiraciones de otra naturaleza, ojalá más altas.
Comprendo, con todo, que, cuando las constricciones institucionales impiden las grandes revoluciones y el estado de la opinión pública y las reglas de la retórica exigen apelar a intereses básicos, los políticos encuentren difícil diferenciarse en sus propuestas sociales y económicas. Necesitan llegar a lo personal, apelar a los resortes morales y religiosos de los electores. Esta realidad es una demostración de que el fundamento moral y religioso de la política se mantiene vivo en la conciencia colectiva.
Mi comprensión no llega a justificar este ejercicio que, además de hipócrita, traslada la distinción básica de la ética, que es permanente, al terreno inestable de las corrientes y de las organizaciones políticas. Nada justifica clasificar a los hombres en los buenos (¡nosotros, no faltaba más!) y los malos. Si ponemos la hipocresía entre paréntesis un momento —todos lo hacemos cuando estamos en confianza— admitiremos fácilmente que el mal está dentro de nosotros y que no podemos decir sandeces como “no me arrepiento de nada”. Lo mismo sucede en los grupos humanos, en cualquier tipo de sociedad —desde una familia a un país, pasando por los partidos políticos—: hay aciertos y errores, virtudes y vicios, personas que hacen más bien que mal y al revés, avances y retrocesos, buenas y malas intenciones, lealtad y traición, libertad, mérito y culpa, y la posibilidad de rectificar.
De manera particular al acercarse una elección conviene insistir en la serenidad necesaria para respetar en el otro —también cuando nos parece que sirve de vehículo a ideas y propuestas objetivamente erróneas y aun perversas— el bien de la común humanidad, su igual derecho al reconocimiento y a luchar por difundir su visión del bien común. Este respeto básico no excluye, sino que garantiza de igual manera, nuestro derecho a la misma lucha política con fines sustancialmente opuestos.
En el fundamento de la moral está la religión. Por eso, más perversa todavía que la división entre buenos y malos es la oposición entre ángeles y demonios. Aquélla tiene el mérito, al menos, de recordar la naturaleza esencialmente ética de la política, aunque con la soberbia de situar el mal solamente al frente. Ésta, por el contrario, auque se apoye en el fundamento religioso de la ética y, en último análisis, de la política, lo hace de manera fanática: reduce la religión a mero instrumento de fugaces asignaciones del poder terreno. Y el fanatismo es una perversión de la religión como el moralismo es una perversión de la ética.
Estoy convencido de que gran parte de la violencia política que asoló nuestra patria se ha debido a la siembra del odio, a la representación de los adversarios como demonios. La Providencia Divina nos ha ahorrado desde hace un tiempo este clima; pero no nos creamos nunca más el cuento del nunca más en Chile. Todo fanatismo, todo mesianismo político, lleva tarde o temprano a la violencia. Y el fanatismo no es de izquierda ni de derecha ni de centro: es un trastorno moral —quizás un problema psíquico— compatible con cualquier idea, con cualquier causa.
El uso de la religión para fines políticos, particularmente de la religión cristiana, repugna más todavía, aunque no alcance hoy al sectarismo de otras décadas. Por eso, aunque quiero con toda el alma ser cristiano y admiro el humanismo —el de Tomás Moro, Pico, Erasmo—, no me parece bueno el intento de apelar al humanismo cristiano como a un talismán para atraer votos.
Son cada vez más los temas políticos en los que los cristianos, como en la resistencia contra el nazismo, el fascismo y el comunismo, debemos estar unidos: la indisolubilidad del matrimonio, el derecho a la vida, la educación de la juventud . . . Ojalá muchos cristianos estén dispuestos a dar razón de su nombre en los temas difíciles, pero renuncien a usarlo para encaramarse en el poder.
La Jerarquía de la Iglesia no ha exigido a los católicos, de momento, uniformidad para votar en las elecciones presidenciales. Pienso, por eso, que los católicos están ante la Concertación en la misma posición que ante el Gobierno Militar: deben ponderar en conciencia si pueden conseguir más desde dentro, colaborando lealmente con los aspectos positivos, o desde fuera, con una oposición dirigida a cambiar el régimen.
Del humanismo cristiano, ¡líbranos, Señor!
Bajo la superficie de tanta crispación, en cambio, nuestros líderes —los políticos, los intelectuales, los empresarios— saben que no es mucho lo que puede cambiar; que, con cualquier gobierno, continuaremos con los mismos problemas y los mismos caminos trillados que procuran resolverlos, sin renunciar a las orientaciones de fondo —esa mezcla variable de socialismo y de liberalismo— que, agotadas, solamente pueden administrar la crisis y estabilizar la convivencia.
El problema de la hipocresía, sin embargo, subsiste. ¿Por qué tenemos que aparecer como peleados, cuando en realidad nos queremos bastante? ¿Por qué hemos de gritar que el de enfrente es un imbécil, un incapaz, un inmoral, un peligro, un terrorista, un ladrón . . ., cuando ya querríamos tenerlo de nuestro lado?
Personalmente siempre he pensado que es simpliciter falsa cualquier crítica así, absoluta, contra un hombre o una mujer que ha servido cargos de relieve en la vida pública (alcalde, senador, ministro, académico, empresario, etc.) y que se ha impuesto en su sector político, con adversarios a diestra y siniestra. Alguien así no puede ser light o incompetente o un completo egoísta preocupado solamente de sus intereses económicos. Sebastián Piñera, por ejemplo, no necesita de la política para ser más rico. Para él, como para todos los que ya no pueden contar cuánto tienen, la política solamente es una carga, que debe satisfacer aspiraciones de otra naturaleza, ojalá más altas.
Comprendo, con todo, que, cuando las constricciones institucionales impiden las grandes revoluciones y el estado de la opinión pública y las reglas de la retórica exigen apelar a intereses básicos, los políticos encuentren difícil diferenciarse en sus propuestas sociales y económicas. Necesitan llegar a lo personal, apelar a los resortes morales y religiosos de los electores. Esta realidad es una demostración de que el fundamento moral y religioso de la política se mantiene vivo en la conciencia colectiva.
Mi comprensión no llega a justificar este ejercicio que, además de hipócrita, traslada la distinción básica de la ética, que es permanente, al terreno inestable de las corrientes y de las organizaciones políticas. Nada justifica clasificar a los hombres en los buenos (¡nosotros, no faltaba más!) y los malos. Si ponemos la hipocresía entre paréntesis un momento —todos lo hacemos cuando estamos en confianza— admitiremos fácilmente que el mal está dentro de nosotros y que no podemos decir sandeces como “no me arrepiento de nada”. Lo mismo sucede en los grupos humanos, en cualquier tipo de sociedad —desde una familia a un país, pasando por los partidos políticos—: hay aciertos y errores, virtudes y vicios, personas que hacen más bien que mal y al revés, avances y retrocesos, buenas y malas intenciones, lealtad y traición, libertad, mérito y culpa, y la posibilidad de rectificar.
De manera particular al acercarse una elección conviene insistir en la serenidad necesaria para respetar en el otro —también cuando nos parece que sirve de vehículo a ideas y propuestas objetivamente erróneas y aun perversas— el bien de la común humanidad, su igual derecho al reconocimiento y a luchar por difundir su visión del bien común. Este respeto básico no excluye, sino que garantiza de igual manera, nuestro derecho a la misma lucha política con fines sustancialmente opuestos.
En el fundamento de la moral está la religión. Por eso, más perversa todavía que la división entre buenos y malos es la oposición entre ángeles y demonios. Aquélla tiene el mérito, al menos, de recordar la naturaleza esencialmente ética de la política, aunque con la soberbia de situar el mal solamente al frente. Ésta, por el contrario, auque se apoye en el fundamento religioso de la ética y, en último análisis, de la política, lo hace de manera fanática: reduce la religión a mero instrumento de fugaces asignaciones del poder terreno. Y el fanatismo es una perversión de la religión como el moralismo es una perversión de la ética.
Estoy convencido de que gran parte de la violencia política que asoló nuestra patria se ha debido a la siembra del odio, a la representación de los adversarios como demonios. La Providencia Divina nos ha ahorrado desde hace un tiempo este clima; pero no nos creamos nunca más el cuento del nunca más en Chile. Todo fanatismo, todo mesianismo político, lleva tarde o temprano a la violencia. Y el fanatismo no es de izquierda ni de derecha ni de centro: es un trastorno moral —quizás un problema psíquico— compatible con cualquier idea, con cualquier causa.
El uso de la religión para fines políticos, particularmente de la religión cristiana, repugna más todavía, aunque no alcance hoy al sectarismo de otras décadas. Por eso, aunque quiero con toda el alma ser cristiano y admiro el humanismo —el de Tomás Moro, Pico, Erasmo—, no me parece bueno el intento de apelar al humanismo cristiano como a un talismán para atraer votos.
Son cada vez más los temas políticos en los que los cristianos, como en la resistencia contra el nazismo, el fascismo y el comunismo, debemos estar unidos: la indisolubilidad del matrimonio, el derecho a la vida, la educación de la juventud . . . Ojalá muchos cristianos estén dispuestos a dar razón de su nombre en los temas difíciles, pero renuncien a usarlo para encaramarse en el poder.
La Jerarquía de la Iglesia no ha exigido a los católicos, de momento, uniformidad para votar en las elecciones presidenciales. Pienso, por eso, que los católicos están ante la Concertación en la misma posición que ante el Gobierno Militar: deben ponderar en conciencia si pueden conseguir más desde dentro, colaborando lealmente con los aspectos positivos, o desde fuera, con una oposición dirigida a cambiar el régimen.
Del humanismo cristiano, ¡líbranos, Señor!
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