La verdad se abre paso por sí misma, suavemente, sin necesidad de la fuerza para imponerse. El Concilio Vaticano II afirmó solemnemente “que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Dignitatis humanae n. 1).
Lindo, ¿verdad?
Si fuese así, no sería verdad que el Juicio Final es necesario, entre otras cosas, para rectificar la buena fama injustamente ganada y la mala fama inicuamente atribuida; para reparar los sufrimientos de los inocentes y las burlas de los cínicos; para poner en su lugar definitivo todo aquello que, según el juicio terreno de los hombres, se mantiene en pie como verdadero siendo falso y como falso siendo verdadero, hasta el final de los tiempos.
Dios no sería infinitamente justo si no hubiera un Juicio Final. Él no sería omnipotente si fuese incapaz de esa rectificación definitiva. De ahí, pues, que toda búsqueda temporal de alguna semejanza de la justicia divina exige estar dispuestos a un cierto grado de violencia: a chocar con quienes la combaten.
Supongamos que un gobernante miente: la verdad sufre, el pueblo es engañado. La alternativa para un ciudadano honrado es clara: o callar, evitando así el choque con el poderoso, o refutar la mentira, afrontando esa violencia, que puede ir desde la simple molestia hasta la persecución cruel y sanguinaria. El que habla ejerce un tipo de fuerza a veces más dura que la espada. Sin embargo, en los casos extremos no basta la palabra, por violenta que pueda parecerle al mentiroso o al tirano. En los casos extremos, la verdad que es atacada por la fuerza debe ser defendida por la fuerza. Pensemos, por ejemplo, en quien propaga una verdad científica, filosófica o religiosa. Si alguien intenta impedírselo por la fuerza, esa verdad no se abrirá camino por sí misma si no hay hombres valientes (policías, soldados, la resistencia cívica) dispuestos también a usar la fuerza.
Lógicamente, no tengo ninguna objeción a que alguien decida llamar “violencia” solamente al uso de la fuerza contrario a la razón y a la justicia. En tal caso, la violencia es siempre injusta e irracional por definición, por convención. Mas se trata de una cuestión meramente lingüística. El fondo del asunto es que, sin usar la fuerza (o la “violencia” en su sentido clásico, moralmente neutral), la verdad y la justicia no se abren camino por sí mismas. Por eso, Juan Pablo II y Benedicto XVI han condenado la “violencia” —es decir, el uso de la fuerza contra la verdad y la razón— sin dejar de dirigir sus discursos, llenos de alabanzas por su misión y de consejos para su labor, a los soldados y los policías, que incluso cuentan con organizaciones eclesiásticas especialmente erigidas para servirlos en sus necesidades espirituales, los llamados “ordinariatos militares”.
Juan Pablo II, sin ir más lejos, al mismo tiempo que condenó la Guerra del Golfo Pérsico —le pareció injusta de acuerdo con los principios clásicos sobre la materia— pidió la intervención armada de las potencias occidentales en la antigua Yugoslavia. La Santa Sede denominó “injerencia humanitaria” a ese uso de la fuerza absolutamente imprescindible para desarmar al agresor.
Muchos creen ahora, ingenuamente, que la justicia y la verdad no exigen el uso de la fuerza, del poder, de los castigos y de las guerras, de la policía y de la política, para extenderse y para defenderse y para imponerse siempre que sea necesario. San Agustín, hablando de la guerra, decía que ese modo de pensar equivalía a entregar el mundo —por ende, los cristianos, que viven en medio del mundo— en manos de los criminales.
La política es el arte del uso del poder —de la fuerza socialmente reconocida— para el bien común. En consecuencia, según lo ya expuesto, incluso cuando no estamos en situaciones extremas (guerra justa, rebelión armada contra una tiranía insoportable, etc.), el uso del poder, de la política, mediante los medios pacíficos y ordenados de una sociedad civilizada, es algo imprescindible para defender la verdad y la justicia.
Nietzsche piensa que no hay verdad, sino solamente interpretaciones, y que la interpretación que prevalece en un determinado momento es una función del poder y no de la verdad. Sería demencial replicarle, en una época que ha visto nacer hijos de Nietzsche de debajo de las piedras, como una plaga, con la ingenuidad de que no, que sí hay una verdad, y tarde o temprano se abre paso por sí misma. Es necesario aceptar el reto de que, si existe una verdad, también es verdad que las diversas interpretaciones pueden desfigurarla, negarla, oprimirla, y así hasta el final de los tiempos, cuando ese Juicio Final de que hablamos, a la vez infinitamente verdadero y poderoso, haga prevalecer la interpretación correcta.
Más brevemente, ésta es la respuesta a Nietzsche: “Me importa un comino lo que tú pienses sobre la verdad, pero es verdad que nadie nos ahorrará la guerra por las interpretaciones”. Y luego: “procuremos que sea lo menos violenta posible”.
¿Un armisticio? Quizás. Es preferible un armisticio a un engaño recíproco.
Hago un llamado, pues, a todos los que creen en alguna verdad, a comprometerse en la lucha para defenderla. La violencia en sentido estricto solamente será necesaria en algunos casos, como la guerra, la acción policial, la legítima defensa. Es verdad que algunos “que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica”, pero eso solamente es lícito siempre que “se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades” (Gaudium et Spes n. 78; Catecismo, n. 2306).
No digo que no vayamos a equivocarnos. Podemos defender, sin quererlo, una interpretación falsa. Pero más vale equivocarse en esta lucha, creer de buena fe algún error, que cometer el error garrafal de abandonar la verdad hasta el día del Juicio Final.
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