Interrumpimos estas transmisiones para hablar de mi neurona.
No me malentiendan. No he dicho que tengo una sola neurona, como ese amigo que se reía de buena gana cuando le hablábamos de su neurona (es que era inteligente).
Lo que sucede es más angustioso.
Tengo millones de neuronas, a pesar de que, según leí en alguna parte, no recuerdo ya dónde, a partir de los veinte se nos van muriendo, caen como hojas de otoño, y vamos perdiendo la memoria, incluso acerca de hechos muy recientes . . . ¿En qué estábamos?
Ah, sí, lo de mi neurona.
Las neuronas que me quedan están encargadas de cosas trascendentales, como el nuevo partido político, la píldora del día fatal, o las mil maneras de decirme que qué viejo estoy. Mas hay una, una sola, esa que suelo llamar mi neurona con cariño, que se ocupa o bien de mover mis pulmones o bien de dirigir mis negocios.
He ahí la tortura. Normalmente, nadie se da cuenta. La uso sistemáticamente para respirar. Me abstengo de los negocios.
No sirvo para los negocios. Entiendo a esos tipos platudos que admiran a los músicos, a los malabaristas, a los filósofos, a los artistas, y a casi todos esos que hacen lo que ellos no pueden hacer pero sí comprar, dentro de ciertos límites (flexibles, no me malentiendan: es cosa de conversar). Los comprendo porque yo soy capaz de todo lo contrario: inventar un argumento, descubrir una falacia, desentrañar una verdad. De producir un solo dólar soy completamente incapaz.
No sostengo, por cierto, que no haya gente capaz de las dos cosas. Mal estaría comenzar a cibermendigar insultando a los mecenas, diciendo que todos los posibles benefactores saben hacer dinero, pero no pensar. Aunque no tenemos que descartar que, entre el 80% de los que no entienden lo que leen, haya también quienes, sin saber leer, saben calcular: sumar, restar y, sobre todo, multiplicar.
La neurona, la misma que activa mis pulmones, es la única que sirve para ganar plata. Y, cuando comienzo a pensar en qué podría hacer para conseguir los millones para publicar libros o para acoger a los niños destinados al aborto, apenas abrigo uno de esos pensamientos lucrativos la neurona cesa de mover los pulmones.
Rojo. Lagrimillas. Morado.
Y exploto, dejo de pensar en aquello, mi neurona activa los pulmones.
No consigo un solo peso. Y la mejor manera de perder lo poco que puedo ganar con mis actuaciones frente a ellos, esos que me dicen con todo respeto qué viejo pero qué viejo que está usted, la mejor manera de perder esos pocos euros es intentar hacer un negocio.
¡Qué larga la perorata sólo para decir que necesito dinero!
Vamos al grano. La presión popular me ha movido a publicar los primeros capítulos de esta bitácora (¡que no cunda el pánico: no llego hasta El Código Dan Brown!). Y el afán que tengo de dar pronto a luz, antes de que la mala memoria del Monstruo vuelva mis artículos incomprensibles, me impulsa a buscar un millón de pesos como aporte, parcial por cierto, a los gastos de edición.
Simplificando: existen los cibernegociantes y los cibermendigos (o también ibeggars).
Los primeros hacen buenos negocios con Internet, como los tíos esos de Google o los de Amazon. Yo no lo soy: he ofrecido explicar lo del amor, por solamente un millón de dólares, y nadie me tomó en serio. Y toda la verdad sobre el Código Da Vinci costaba solamente doscientos mil dólares, pero ¿quién tuvo curiosidad suficiente?
¿Es que los millonarios chilenos no leen los blogs?
Y podíamos negociar la novela sobre por qué dejé a las mujeres, que me costó bastante más que dejar el tabaco.
En fin, que mis ofertas geniales nadie se las toma a pecho. Ni Mambrú siquiera, el único que me entiende de verdad.
Ni siquiera se han molestado en decirme que si soy idiota o qué.
No sirvo para los negocios.
No me malentiendan. No he dicho que tengo una sola neurona, como ese amigo que se reía de buena gana cuando le hablábamos de su neurona (es que era inteligente).
Lo que sucede es más angustioso.
Tengo millones de neuronas, a pesar de que, según leí en alguna parte, no recuerdo ya dónde, a partir de los veinte se nos van muriendo, caen como hojas de otoño, y vamos perdiendo la memoria, incluso acerca de hechos muy recientes . . . ¿En qué estábamos?
Ah, sí, lo de mi neurona.
Las neuronas que me quedan están encargadas de cosas trascendentales, como el nuevo partido político, la píldora del día fatal, o las mil maneras de decirme que qué viejo estoy. Mas hay una, una sola, esa que suelo llamar mi neurona con cariño, que se ocupa o bien de mover mis pulmones o bien de dirigir mis negocios.
He ahí la tortura. Normalmente, nadie se da cuenta. La uso sistemáticamente para respirar. Me abstengo de los negocios.
No sirvo para los negocios. Entiendo a esos tipos platudos que admiran a los músicos, a los malabaristas, a los filósofos, a los artistas, y a casi todos esos que hacen lo que ellos no pueden hacer pero sí comprar, dentro de ciertos límites (flexibles, no me malentiendan: es cosa de conversar). Los comprendo porque yo soy capaz de todo lo contrario: inventar un argumento, descubrir una falacia, desentrañar una verdad. De producir un solo dólar soy completamente incapaz.
No sostengo, por cierto, que no haya gente capaz de las dos cosas. Mal estaría comenzar a cibermendigar insultando a los mecenas, diciendo que todos los posibles benefactores saben hacer dinero, pero no pensar. Aunque no tenemos que descartar que, entre el 80% de los que no entienden lo que leen, haya también quienes, sin saber leer, saben calcular: sumar, restar y, sobre todo, multiplicar.
La neurona, la misma que activa mis pulmones, es la única que sirve para ganar plata. Y, cuando comienzo a pensar en qué podría hacer para conseguir los millones para publicar libros o para acoger a los niños destinados al aborto, apenas abrigo uno de esos pensamientos lucrativos la neurona cesa de mover los pulmones.
Rojo. Lagrimillas. Morado.
Y exploto, dejo de pensar en aquello, mi neurona activa los pulmones.
No consigo un solo peso. Y la mejor manera de perder lo poco que puedo ganar con mis actuaciones frente a ellos, esos que me dicen con todo respeto qué viejo pero qué viejo que está usted, la mejor manera de perder esos pocos euros es intentar hacer un negocio.
¡Qué larga la perorata sólo para decir que necesito dinero!
Vamos al grano. La presión popular me ha movido a publicar los primeros capítulos de esta bitácora (¡que no cunda el pánico: no llego hasta El Código Dan Brown!). Y el afán que tengo de dar pronto a luz, antes de que la mala memoria del Monstruo vuelva mis artículos incomprensibles, me impulsa a buscar un millón de pesos como aporte, parcial por cierto, a los gastos de edición.
Simplificando: existen los cibernegociantes y los cibermendigos (o también ibeggars).
Los primeros hacen buenos negocios con Internet, como los tíos esos de Google o los de Amazon. Yo no lo soy: he ofrecido explicar lo del amor, por solamente un millón de dólares, y nadie me tomó en serio. Y toda la verdad sobre el Código Da Vinci costaba solamente doscientos mil dólares, pero ¿quién tuvo curiosidad suficiente?
¿Es que los millonarios chilenos no leen los blogs?
Y podíamos negociar la novela sobre por qué dejé a las mujeres, que me costó bastante más que dejar el tabaco.
En fin, que mis ofertas geniales nadie se las toma a pecho. Ni Mambrú siquiera, el único que me entiende de verdad.
Ni siquiera se han molestado en decirme que si soy idiota o qué.
No sirvo para los negocios.
Todos lo saben.
Hasta yo mismo.
Los ibeggars, por su parte, con todo tipo de bombardeos electrónicos, cadenas de correos, sitios web filantrópicos, fotos y reportajes, golpes bajos a la mala conciencia, provocan la compasión de los cibermillonarios. Consiguen sus dólares para causas buenas o malas (una muestra es cómo han persuadido a Bill&Melinda de apoyar la salud reproductiva, el eufemismo de los grupos feminazis para el aborto).
Mi problema: mendigar, me da vergüenza (cf. Lc. 16, 3).
Entonces, respiro hondo, profundo, y a toda velocidad os propongo, amigos, un negocio.
Los lectores de Bajo la Lupa han superado ya los cien por semana. He calculado que, si cada uno aporta su grano de oro, consigo el millón. He pensado que los tacaños no aportarán nada, ni los que dicen pero qué tipo tan fresco. Así que el resto podría aportar más que un granito: una piedrecica, o quizás una roca.
Para facilitaros las cosas, he insertado un vínculo para donar con tarjeta de crédito o por correo-e, a través del servidor seguro de PayPal. Así podéis darle una ciberlimosna a este cibermendigo.
Más barato, pues nos ahorramos algunas comisiones, puede ser depositar algo en mi cuenta corriente: Cristóbal Orrego, R.U.T. 8072265-6, TBANC, cuenta número 36901857.
Rojo. Amarillo. Lágrimas. Verde. Morado. ¡Dios mío, que me ahogo!
Ha sido demasiado. He tenido que respirar de nuevo. La neurona descansa del negocio.
Se me ocurre que, a cambio, si me enviáis vuestros datos por correo-e, os envío algunos ejemplares del best-seller antes de que se agote.
Ya no sé si con esto soy un cibermendigo o un cibernegociante.
Aunque, pensándolo con las otras neuronas, que, a estas alturas, de tanto perder oxígeno, ya son unos pocos millones menos, quizás nada de nada resulte, y tú, querido lector, termines pensando lo que me temo que es verdad: que el autor se volvió loco, como el Quijote, mas no de tanto leer sino de tanto navegar por el ciberespacio.
Y que no es ni cibernegociante ni cibermendigo sino einfach voll idiot.
Los ibeggars, por su parte, con todo tipo de bombardeos electrónicos, cadenas de correos, sitios web filantrópicos, fotos y reportajes, golpes bajos a la mala conciencia, provocan la compasión de los cibermillonarios. Consiguen sus dólares para causas buenas o malas (una muestra es cómo han persuadido a Bill&Melinda de apoyar la salud reproductiva, el eufemismo de los grupos feminazis para el aborto).
Mi problema: mendigar, me da vergüenza (cf. Lc. 16, 3).
Entonces, respiro hondo, profundo, y a toda velocidad os propongo, amigos, un negocio.
Los lectores de Bajo la Lupa han superado ya los cien por semana. He calculado que, si cada uno aporta su grano de oro, consigo el millón. He pensado que los tacaños no aportarán nada, ni los que dicen pero qué tipo tan fresco. Así que el resto podría aportar más que un granito: una piedrecica, o quizás una roca.
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Rojo. Amarillo. Lágrimas. Verde. Morado. ¡Dios mío, que me ahogo!
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Y que no es ni cibernegociante ni cibermendigo sino einfach voll idiot.
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Prefiero recibir donación por PayPal sin tarjeta (es gratis), siguiendo el siguiente botón:
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Estimadísimo Sr. Sánchez Münster:
ResponderBorrar¿Es usté idiota o qué?
Atte.
Mambrú (para quien esto de dormir sentado es todo un problema, ya que sus glándulas salivales funcionan en esa circunstancia mejor que en ninguna otra)
PD: ¿Qué significa aquello de "oder einfach voll idiot"? Perdéneme usté, pero a Mambrú nunca se le dio bien esto del griego
Al fin alguien lo pregunta. Para los demás no hay ninguna duda al respecto. Mambrú: eres un genio.
ResponderBorrarC
supongo que todo esto es parte de su ironía
ResponderBorrarporque me parece francamente inconcebible que un profesor de la Universidad de Los Andes solicite dinero a los lectores de su blog.
No digo que tenga usted una holgada situación socioeconómica -lo ignoro, no lo conozco personalmente- pero me parece menos ignominioso quizás hasta poner Google Ads que solicitar depósitos en su cuenta corriente, que, esto se lo aseguro señor Orrego, está bastante más abultada que la mia, sólo por dar un ejemplo.
Saludos
Claudio, en el pedir nunca hay engaño. Hay mejores motivos para indignarse. Salud.
ResponderBorrarLa santa desvergüeza es de los valientes.
ResponderBorrarAndrés S.
Estimados Suso, Tomás y Claudio:
ResponderBorrarClaudio tiene razón en que hay ironía, y le agradezco el comentario crítico respecto de lo que va en serio: estoy ofreciendo un negocio -comprar por adelantado el libro- o bien estoy mendigando -a mucha honra...-; y ojalá ningún posible comprador o donante crea que esto es ironía.
Claudio: te agradezco especialmente haber opinado sin anonimato; por este solo hecho, estoy seguro de que te gustará la Universidad de los Andes, cuando te la muestre (regreso a Chile el 15 de diciembre), si quieres poner a prueba tus prejuicios.
Souso y Tomás: gracias por defender los derechos de los mendigos.
Un cordial saludo,
C
P.D.: Sí, soy inmensamente rico, pero despilfarro tanto que luego me aboco a los malos negocios y a la mendicidad. Los mantendré al día acerca de cómo se abulta mi cuenta corriente. Por ahora, "no news bad news".
De hecho, conozco la Universidad de los Andes. Recuedo que don Joaquín García-Huidobro alguna vez nos hizo un recorrido hace unos años atrás por sus dependencias y la biblioteca. Todo bien impresionante, don Cristóbal, para qué le voy a mentir. Como verá, no tengo que poner a prueba mis prejuicios, porque lamentablemente no los hay.
ResponderBorrarPor mi parte también agradezco especialmente haber respondido el comentario que incluso pudo haberse entendido en forma beligerante. De eso se tratan los blogs en último término, de diálogo. Además agradezco el dato sobre su cuenta corriente.
Ah, y sólo para efectos aclaratorios, no estoy indignado. Hay últimamente cosas muchísimo más importantes para con las cuales es necesario indignarse.
Saludos cordiales!