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jueves, diciembre 29, 2005

¿Quiénes ganaron en las elecciones?



Todos.

Jamás se ha oído de una elección popular en la que alguien haya perdido. Sería como si el pueblo no estuviera de mi parte, cosa absurda e impensable.

La candidata de la Concertación de Partidos por la Democracia vio fugarse los votos del centro, que los analistas políticos adscriben sin pensarlo dos veces (ni una siquiera) a la Democracia Cristiana, como si la geometría ideológica significara algo para el grueso de la masa que acude cada cierto tiempo a votar. El caso es que ella es menos que la Concertación y menos que el Presidente. Por eso éste ha tenido que salir a las calles a tirar bombitas al exitoso empresario que ganó la primera vuelta en la derecha, no vaya a ser que el PRI chileno tenga que irse para la casa con la mitad de los juicios por corrupción sin concluirse satisfactoriamente.

De manera que la candidata ha ganado, gracias a la fuga, un activista más para su campaña, el mismísimo Presidente de todos los chilenos. De todas formas, él galopa para sí mismo, porque ha visto lo que hacen en Chile a quienes pierden el poder.

Ella ganó la primera vuelta con más del cuarenta por ciento de los votos, y casi llega al cincuenta. Ya tendríamos Presidente si no fuese por la competencia del Pacto “Juntos Podemos”. En fin, el caso es que ella ganó y todavía no gana del todo, aunque ganas no le faltan. Dios la bendiga.

Y con esto de Dios pasamos al verdadero ganador de la jornada, con un cuarto de los votos del país. Sí, con un cuarto se gana en Chile: pasó a la segunda vuelta el hombre que, poniendo a prueba su propia lealtad al hasta entonces candidato único de la Alianza por Chile, decidió a última hora entrar en la carrera presidencial. Tras esta victoria entra Dios en escena porque, con el veinticinco por ciento de los sufragios y su paso a la segunda vuelta (el balotaje, como ha comenzado a decirse a la francesa), nuestro héroe se ha transformado en el representante de todos los cristianos. Claro, como ella es agnóstica y tiene un enredo genético en la descendencia, y él es sobrino de Obispo y pariente de curas y bautizado y casado por la Iglesia, salta a la vista que el humanismo cristiano tiene en él su campeón. Si le sale por todos los poros. Si hubiera tercera vuelta se nos convierte en Papa.

En fin, dejamos la teología de lado, que esto de los políticos cristianos me pone la sangre verde. Si Dios quiere, lo explico en otro capítulo, cuando el humanista cristiano, Dios mediante, sea Presidente.

Joaquín Lavín sí que ganó, porque el que reconoce la derrota a tiempo, con hidalguía, siempre gana. Además, cooperó a la victoria de su partido, el más grande de Chile. Además, se convirtió en el aliado natural de su contrincante (me gusta esta expresión desde que el recién electo Presidente indigenista de Bolivia le dijo a quien él creía Presidente del Gobierno español, y era un bromista de la radio COPE: “somos aliados naturales, Presidente”: ¿no se daba cuenta de que era el Presidente de los conquistadores de América, de los que sojuzgaron a sus indios, del imperialismo?). Además, pudo tomar vacaciones. Y, además además, volverá cuando el Monstruo de la Quinta Vergara se revuelva de rabia viendo cómo lo han manipulado.

De todos modos, hay que reconocer que en algo perdió Lavín. Jugó el juego pragmático durante un tiempo tan largo que no consiguió seguidores firmes. Un poco de campaña del terror en su contra bastó para echarlo abajo como alguien que no era creíble. Me recordó lo que decía un humorista estadounidense (copiándolo de alguien que lo decía más largo y mejor): “No conozco la clave del éxito, pero la clave del fracaso es tratar de agradar a todo el mundo”. Sí: los calculadores pensaban que podían desagradar a los que de todos modos votarían por Lavín como mal menor (los conservadores morales de Chile y los aún leales a Pinochet), y decidieron agradar a todo el resto del mundo (minorías morales, jóvenes marginales, travestis, homosexuales, antipinochetistas. . .). Un dirigente de su partido, en un diálogo con estudiantes, decía que iban a estirar el elástico (ése de hacer aguantar el mal rato al público cautivo y halagar al público volátil) todo lo que hiciera falta . . . ¡y se cortó el elástico!

Desde el primer momento sostuve, ante quien quisiera oírlo, que el público cautivo podía no existir, y que el juego del liderazgo débil era un riesgo que no valía la pena frente a lo que realmente se necesita: un líder que encabece una oposición fuerte. Por eso, y porque pienso que Joaquín Lavín es un hombre fuera de serie y que puede ser un gran Presidente, me apenó la estrategia y me dolió, aunque no me sorprendió, su resultado.

De todos los que ganaron, el que menos ganó fue Joaquín Lavín.

En cambio, el que ganó más fue Tomás Hirsch, representando a quienes no podían nada en el Pacto “Juntos Podemos”. Lo más fácil es ganar cuando se sabe que se va a perder. Ciertamente, parte de su estrategia de campaña, además de un deseo legítimo (posiblemente sincero, en este circo de autoengaños que es la política), consistía en augurar un cifra de dos dígitos. No lo consiguió, pero sabía que, fuera lo que fuese (un cinco, un siete, un diez por ciento), su carrera estaba ganada: cientos de miles de personas lo seguían a él y creían más en sus sueños que en las promesas de los grandes.

Los ideales de Hirsch, su capacidad de aglutinar a los descontentos y a los marginales, obtuvieron una visibilidad y un poder de presión desproporcionados en relación con lo que otros marginales (mientras más se corrompe la sociedad, especialmente por el empuje de una política estatal corrompida, más honrados debemos sentirnos de ser marginales) hemos podido conseguir.

jueves, diciembre 22, 2005

Depresión de Navidad


La época más triste del año es la Navidad. No tengo estadísticas, pero no me extrañaría que aumentaran los cuadros depresivos y la violencia doméstica. Cuatro son las causas principales, y difíciles de aceptar los remedios.

Durante el resto del año, las ilusiones se reparten uniformemente, y también los desengaños. En Navidad, en cambio, todos coinciden a la vez en ilusionarse y en desengañarse: es un día más, un alto en la violencia doméstica —me refiero a esos hogares felices donde la violencia admite un paréntesis—, una reunión más amplia, algo que dice que estamos contentos . . . He aquí el problema: la obligación de ser felices, esa derivación del derecho a la felicidad —el motivo para divorciarse: no lo olviden—, es un peso insoportable para el alma humana. Los mortales podemos tener la obligación de comer y de dormir, de estudiar y de trabajar, de pedir perdón y de dar las gracias, de rezar y aun de jugar alguna vez; pero la obligación de ser felices solamente puede hacer infelices a los hombres, además de hipócritas.

El remedio para esta primera fuente de depresión navideña es renunciar a la felicidad. Más: prohibir que se hable de ella. La obligación de no pensar en la felicidad, unida a los deberes propios de la gente adulta —agasajar a los niños, visitar a los enfermos, aliviar a los hambrientos. . .—, puede devolvernos las felices pascuas.

Una segunda causa de tristeza es el uso de una fiesta originada en la pobreza de Dios como instrumento de lucro y de voluptuosidad de los hombres. Todos los paliativos —cajas navideñas para familias pobres, visitas a los mendigos con café y galletas, donativos a instituciones de caridad, porcentajes de las ventas que se destinan a la “responsabilidad social empresarial” . . .— pueden aliviar momentáneamente las conciencias individuales, son como un bálsamo para las almas que están en carne viva porque —a pesar de todo eso— no dejan de ofender al Dios de los pobres. ¿O acaso el bien que se hace compensa el mal que no se abandona? ¿Acaso las migajas de Epulón y esos perros que lamen las llagas de Lázaro justifican la violenta exhibición de un consumo desenfrenado y cruel?

El remedio para este cáncer tan extendido es un movimiento masivo de renuncia a los regalos. Solamente debe haber uno, como en Belén: el de los reyes para el niño. Propongo que, en general, solamente regalen los adultos a los niños, y ser moderados con las excepciones (no creo en reglas absolutas, pero sí en el criterio restrictivo). Además, a la hora de elegir los regalos han de buscarse cosas sobrias y que no hayan sido publicitadas —así se combate el abuso publicitario de la Navidad—.

La competencia por extender el límite de a quién y cuánto se regala, con la consiguiente exigencia social de reciprocidad, es otra causa de tristeza y de preocupaciones inútiles. Hordas trajinan de aquí para allá, hasta casi la misma Nochebuena, mirando y remirando, agobiadas por encontrar el regalo justo, dentro de un presupuesto ya excedido. ¿Cómo puede haber paz en una familia si tienen que gastarse en celebrar, por deber social, lo que no tienen, para felicidad de los bancos que otorgan, sonrientes, fabulosos créditos de consumo?

Contra esta tendencia sugiero renunciar a endeudarse. Más vale decirles a los hijos que este año hay regalos menos buenos —o un solo buen regalo para todos juntos—, y enseñarles el valor de la pobreza, que hacer de la Navidad una causa más de angustia.

La cuarta causa de la tristeza en Navidad —la más profunda— es que se celebra una fiesta cuyo significado se ignora y cuyos mensajes fundamentales ya no se aceptan.

El significado más profundo de esta fecha es el nacimiento de Dios hecho hombre. Llevamos décadas de prédicas sociales, de vagos discursos sobre el amor, y cada vez menos gente sabe que Jesucristo es verdadero Dios, que vendrá para juzgar a vivos y muertos, y que ya ha venido una vez —en pobreza y frío— para redimirnos del pecado. Si esto se supiera, las multitudes buscarían esas fuentes del perdón, especialmente el sacramento de la Confesión antes de comulgar en Navidad. Si los sacerdotes no tienen más penitentes —comenzando ellos por confesarse para instalarse luego en su confesionario—, las depresiones navideñas seguirán en alza.

En fin, junto al significado de la Navidad hay unas enseñanzas importantes, tan alejadas de la vida de este mundo post cristiano que celebrarlas —cuando ya no se creen ni se piensa en ellas—provoca un terrible desgarrón psicológico, moral y espiritual, en cada uno y en la sociedad entera.

La Navidad exalta el valor de la vocación divina —todo se ha de dejar por seguir la llamada de Dios—, pone ante los ojos la fecundidad milagrosa y la hermosura de la virginidad —María, José y Jesús son vírgenes—, somete al acontecimiento sobrenatural los poderes humanos —los magos se postran y adoran—, convoca ante el trono del rey primero a los más despreciados —los pastores que dormían a la luz de la luna—, invita a la pobreza efectiva y exterior —no solamente interior, como desprendimiento— y, sobre todo, muestra al niño como un don de Dios, alguien que se ha de acoger en toda circunstancia, causa de la felicidad más íntima de cada familia.

Por contraste, ¡cuántas familias resisten la vocación de los hijos! Y la virginidad es despreciada. La religión, en lugar de ser servida, es instrumento para el poder político. Y los más pobres siguen sometidos a tratos vejatorios: campañas de esterilización, educación miserable, halagos en tiempos de elecciones. . . La peor lacra social, con todo, es el rechazo de los hijos, que ya muchos no ven como un don, sino como la posibilidad indeseada de una falla en los anticonceptivos.

¿Puede ser feliz quien celebra lo que ignora, quien se obliga a ser feliz por aquello en lo que ya no cree?

jueves, diciembre 15, 2005

Un hombre fuera de serie

El Monstruo de la Quinta Vergara se cansó de bailar con Joaquín Lavín. La masa es caprichosa. No nos extrañemos si mañana lo añoran, le ruegan, lo llaman. El caso es que, de momento, un gran hombre ha sido excluido de la presidencia de un país pequeño.

Dejo para más adelante un comentario estrictamente político, porque da pena recordar tan pronto que muchos advirtieron públicamente que el círculo de hierro se equivocaba en sus cálculos.

Joaquín Lavín ha perdido, pero más ha perdido Chile. Quizás nuestro pueblo se ha engañado precisamente porque el márketing político parecía exigir que le mostrasen solamente una cara del candidato, la que sonreía, la que sintonizaba con los problemas de la gente, la que no descalificaba a sus adversarios . . . También es parte de esa cara buena su apertura hacia las personas con las más variadas tendencias sociales y morales y religiosas. Sin embargo, todo eso podía confundirse con falta de seriedad, con escasa estatura de estadista, con debilidad para enfrentarse con el cáncer moral que hace tiempo corroe a Chile (el socialismo liberal) y con una feble adhesión a sus auténticas convicciones morales y religiosas.

Tal fue el eje del plan de ataque de sus enemigos, quienes parecían confabulados con sus amigos —por razones opuestas— para ocultar la otra cara, la de un servidor público de excepción. Al final del día, el pragmatismo trabajaba desde los dos extremos para provocar el desencanto de quienes le siguieron una vez.

Todos engañaron y se engañaron. El Monstruo, astutamente manipulado, ha rugido otra vez, creyéndose el dueño del circo. Y se ha piteado (así dicen ahora) la oportunidad de tener como Presidente a un hombre fuera de serie.

Tres consideraciones muestran la altura de Joaquín Lavín, que no alcanzan ni de lejos ni el ex Presidente Lagos —con toda la parafernalia de su política de comunicación estratégica— ni la doctora Bachelet ni los anteriores presidentes que ha tenido Chile.

Detengámonos primero en algunas de sus actitudes vitales importantes: trabajo, carácter, justicia.

La masa lucha por trabajar cada día menos, como un derecho humano básico. Lavín trabaja cada día más, con una intensidad y una concentración que la inmensa mayoría podemos admirar, pero no imitar.

Allí donde tantos líderes nos han acostumbrado al mal carácter y a la prepotencia, Lavín demuestra una serenidad habitual. ¿Quién no tiene un momento de vacilación, de cansancio o de duda? Seguramente que él los ha tenido, pero por encima de ellos sobresale la calma de siempre, además de una sencillez y una transparencia que, aunque hayan sido amagadas en parte por el pragmatismo de su máquina política, resplandecen en el trato directo con las personas.

Y sabe poner pasión en lo que hace: pasión sin el apasionamiento malo de quien pierde los nervios.

El amor a los más necesitados, que han sido carne de cañón del socialismo en todas las épocas, es, en Joaquín Lavín, una extensión de su acendrado sentido de la justicia. Ahora que surge un líder capaz de trabajar por los desposeídos, sin instrumentalizarlos para el servicio de una ideología particular, se lo acusa de populismo. Parece que la única forma de no ser populista es apelar a los pobres y estrujar sus votos, para, además, expandir una ideología y de paso llenarse los bolsillos con lo que podría servir para aliviarlos.

Joaquín Lavín tiene, en cambio, el sello de lo auténtico (esa autenticidad que se ocultó a todos). Con su capacidad como economista, sus estudios en Chile y en Estados Unidos, su sentido práctico, podría ser, a estas alturas, uno de los grandes empresarios de Chile. Eligió el camino que la mayoría abomina: luchar en la arena pública, a costa de su honra y de sus bienes, por hacer realidad un ideal noble.

Esto nos lleva a una segunda consideración. Señal inequívoca de su grandeza es la forma en que ha sido atacado por la mediocridad resentida de la izquierda (no me refiero a todos los zurdos, a algunos de los cuales tanto admiro que, como se verá, les concedo el honor de mencionarlos por su nombre en capítulos posteriores). No solamente lo tacharon de “populista”, sino también de “payaso”, “más liviano que una paquete de papas fritas”, y otras calificaciones que hacen dudar de la altura moral de quienes las profieren. Incluso un Ministro del Interior y un Intendente de Santiago, de manera concertada, atacaron su pertenencia a una institución de la Iglesia católica: su modo personalísimo de practicar la vida cristiana con más exigencia, porque le da la gana. ¿Dónde queda la libertad religiosa de los ciudadanos y el respeto que le deben sus gobernantes? Aire, nada. Los colmillos de los sectarios brillaron en la noche: señal de que su adversario es alguien grande. “Los seres más mediocres pueden ser grandes sólo por lo que destruyen” (André Maurois).

En tercer lugar, observemos la trayectoria de un hombre que ha sabido de éxitos y de fracasos. Colaborador de Miguel Kast: los hombres grandes se encadenan en la historia. Candidato a diputado: de su actitud serena ante la derrota surgió una nueva universidad libre, la Universidad del Desarrollo. Alcalde dos veces, con un sinnúmero de logros invisibles a los ojos del Monstruo. Candidato presidencial en 1998-1999, introdujo un verdadero cambio en el modo de hacer política en Chile. A pesar de que la Concertación insiste en la única táctica cuya marca tiene registrada (sembrar odio y resentimiento), se ha visto obligada a hacerlo en dosis más pequeñas, siempre bajo la máscara de la justicia, y su candidata ha debido imitar a Joaquín Lavín en su sonrisa, su estilo, su trato . . . (¿por qué será que de ella no dicen sus compañeros que es “más liviana que una bolsa de papas fritas”?).

C. S. Lewis decía que las fallas son los postes que indican el camino hacia el logro de una meta. Un hombre fuera de serie no se achica ante los obstáculos.

Joaquín Lavín: ¡ojalá vuelvas a intentarlo!

jueves, diciembre 08, 2005

Ese pluralismo monolítico


Un profesor mexicano, allá por 1998, asistió asombrado a uno de los debates entre Joaquín Lavín, representante de la oposición, y Ricardo Lagos, candidato oficialista, quien saldría electo Presidente en 1999. (Les recuerdo esto porque la memoria chilena es tan frágil que algunos han olvidado ya que Mr. Lagos fue Presidente, y que fue elegido democráticamente, aunque pareciera luego un monarca hereditario, tal era su prestancia: ni la reina Isabel en toda su gloria . . .).

—Si no me hubieras dicho que Lavín era el de derechas, jamás lo habría adivinado —me comentaba al día siguiente, lleno de ese asombro que nosotros hemos perdido. Y seguía:

—¿Y de dónde que Lagos es de izquierdas? ¡Si los dos son igualitos, mano! Yo miraba a uno, escuchaba, y luego me aprontaba para la réplica aplastante del contrincante . . . ¡y, ay Jalisco, que venía y decía lo mismo el otro cuate!

—Mira —intentaba excusarme yo—: no te lo puedo explicar, a mí también me da vergüenza. En el fondo todo procede de que nuestra Constitución garantiza el pluralismo político. En Chile todos somos pluralistas: todos, todos, todos somos así, y nadie se atreve a pensar nada contrario al pluralismo oficialmente garantizado.

Los mexicanos son respetuosos de todos los pueblos. Los ojos de mi amigo se abrieron como platos. Se cerraron, se abrieron, se cerraron. Musitó un “híjole . . .”. Y calló, sonrió, suspiró. Me hizo sentir culpable y tuve que desentrañarle lo que sigue, que ustedes ya saben. ¿Me perdonan que lo escriba? Es para mi amigo el mexicano.

—Los campeones del pluralismo chilensis son todos, todos, de izquierda o de centro izquierda, porque sería vergonzoso ser pluralista y pertenecer a la derecha, reaccionaria, siempre enemiga de las libertades públicas, nada pluralista —comencé.

Ojos mexicanos abiertos.

—Sin embargo —continué para matizar—, también hay gentes buenas de derecha, que se han hecho pluralistas, y, en consecuencia, defienden lo que nunca antes habían defendido, como el divorcio y el aborto y el matrimonio gallardo. Tienen sus ideas de derecha, pero no las exhiben igual que antes, para poder ser pluralistas. Y, claro, hay tipos de la derecha mala, ésa que sí que no es pluralista. Gracias al progreso de la conciencia colectiva, son cada vez menos.

Ojos abiertos de asombro, como cavernas. Me apresuro a concluir:

—El pluralismo en Chile es muy limitado. Consiste en la diversidad de preferencias morales para la vida privada de cada uno. Tú puedes ser partidario del divorcio o del matrimonio de por vida, del aborto y de la eutanasia o de dejar nacer a tus hijos y de no ayudar a morir a tus viejos y enfermos, de casarte con alguien de tu género o de otro, entre los varios que pueden elegirse . . . Vive y deja vivir. Es la diversidad que ha existido siempre, la pluralidad de vicios, especialmente de uno que explica casi todas las obsesiones por las libertades públicas: la lujuria. Solamente que ahora se impone como ideología oficial.

—Ahora tenemos en Chile —prosigo— una fuerte lucha para imponer ese pluralismo moral a todos. En política, en cambio, gracias a Dios, hemos llegado a consensos fundamentales. ¿Modelo de política económica? El de Pinochet y los Chicago Boys, con un poco más de presupuesto estatal para repartir, compartir. ¿Políticas sociales? Todos a favor de los pobres, ¡no faltaba más! Igualdad de oportunidades, por cierto. Construirles mediaguas o casitas. Repartirles anticonceptivos. Educarlos en la sexualidad. A propósito: ¿y la educación? Subsidio por alumno, libertad de establecer colegios, control de los contenidos mínimos, libros oficialmente orientados —para asegurar el pluralismo—, distribución de condones —a la salida, claro: ¡no seamos pornográficos!—, programas de mejoramiento de la calidad . . . Ahora, por fortuna, todos nuestros alumnos van saliendo con sus ideas democráticas claras, una tremenda conciencia de que nunca más en Chile, etcétera. ¿Y la historia reciente, la dictadura y las violaciones a los derechos humanos? Se va construyendo la reconciliación, en la medida en que todos concurren en una visión pluralista del asunto: el golpe fue contrario al pluralismo, el Dr. Salvador Allende fue un adalid del gobierno democrático —nada que ver con Stalin, si entonces no se sabía nada . . .—, las violaciones a los derechos humanos son crímenes contra la humanidad que no merecen ni perdón ni olvido, las culpas de la izquierda han sido hidalgamente reconocidas, la Democracia Cristiana no reniega de su historia pero se abre a construir un futuro fundado en la verdad y la justicia, una nueva derecha democrática emerge, y los últimos resabios de la dictadura se recluyen en los espacios de tolerancia que el sistema contempla (¡pero que no ocupen cargos de responsabilidad!).

Ojos mexicanos que se cierran, se abren, se cierran. ¿Qué se puede hacer?

—Nada —sentencio, sereno como siempre—. Sin embargo, puedo decirte cuándo habrá realmente pluralismo político en Chile (¡Dios no lo permita!). Cuando en la arena pública siga celebrándose no solamente el legado del gobierno militar, sino el pronunciamiento del 11 de septiembre de 1973. Cuando, frente a la estatua de Allende, quien fue cómplice de la violencia y del totalitarismo, se erija la de Pinochet o la de la Junta. Cuando haya quienes luchen —con medios políticos— por la penalización de los atentados contra la vida y la familia y por el encarcelamiento, como neo-nazis que son, de quienes los promueven. Cuando, así como algunos justifican en ciertos casos la matanza de los inocentes, haya otros que apoyen las violaciones a los derechos humanos (desapariciones forzadas, torturas, engaños masivos) bajo determinadas circunstancias. Cuando otros tantos defiendan que el dinero es para el que lo trabaja, y que no es lícito robar a los ricos para ayudar a los pobres; que es ético evadir impuestos y piratear programas computacionales y hasta . . . ¡fumar!

Ojos mexicanos . . .

—Tú sabes cómo pienso —le digo, para no escandalizarlo más—; pero es que echo de menos el verdadero pluralismo.

jueves, diciembre 01, 2005

El Defensor de la Constitución

Hans Kelsen, inventor de los tribunales constitucionales, no propuso la aplicación judicial inmediata de la Constitución.

Kelsen conocía la doctrina sobre la revisión judicial (judicial review) en Estados Unidos. La Corte Suprema estadounidense había juzgado que la Constitución era una norma jurídica de jerarquía superior, por lo cual todos los ciudadanos y funcionarios debían obedecer las leyes de acuerdo con la Constitución. Consiguientemente, también los jueces —todos, no solamente la Corte Suprema— tenían el deber de aplicar la Constitución con preferencia a otras normas jurídicas.

Lógicamente, cuando la declaración de anticonstitucionalidad de una ley procede de la Corte Suprema, cuyas sentencias constituyen un precedente jurídicamente obligatorio para todos los tribunales del país, el judicial review equivale a una invalidación prospectiva de la respectiva ley.

La situación en Estados Unidos se explica por una transición ideológica. Desde la doctrina primitiva de la separación de poderes, en la que el llamado “poder judicial” no es más que un esclavo de la ley y un apéndice del poder ejecutivo o del legislativo o de los dos, un “poder neutro” sin legitimación para la deliberación política, se pasa a una ideología de la democracia sustantiva, cuya exigencia esencial no es la separación de poderes sino la finalidad de dicha separación: el control del poder y la defensa de los derechos del hombre. Así se entiende que la función de control y de garantía de la vigencia del rule of law (Estado de Derecho), propia del poder judicial, no puede cumplirse si se limita a aplicar leyes democráticamente legitimadas y se abstiene de aplicar la Norma Básica.

Por contraste, en Europa y en los países de América Latina subsistió la ideología original. La Constitución constituye un acuerdo básico para la organización del Estado. Dentro de ese acuerdo, cada rama del gobierno tiene una facultad de aplicar la Constitución explícitamente definida por la Constitución.

¿Y si el Parlamento sanciona una ley que el Ejecutivo considera contraria al pacto fundamental de convivencia? Una vez superados todos los trámites, incluyendo posibles facultades explícitas de veto, el Presidente está obligado a promulgarla. ¿Y si el Presidente ejecuta una acción de gobierno que los parlamentarios consideran inconstitucional? Tras utilizar los mecanismos constitucionales de control —denunciar los posibles delitos a los tribunales, exigir la responsabilidad política donde corresponda y con el quórum especial determinado por la Constitución, etc.—, los parlamentarios, aunque sean mayoría, no tienen más remedio que aceptar la situación. Ellos no pueden, por ejemplo, dictar una ley ordenando al Presidente gobernar de otra manera. Para eso existe la elección presidencial periódica por el pueblo.

De la misma manera, el poder judicial solamente podía aplicar la Constitución —invalidar, por ejemplo, leyes y actos administrativos, o dejar de aplicarlos en un caso concreto— en los casos y en la forma previstos por la misma Constitución. Por eso, los jueces no podían abstenerse de aplicar leyes supuestamente inconstitucionales sin pasar por los mecanismos específicos para el control de constitucionalidad determinados por la misma Constitución. Un juez no estaba constitucionalmente legitimado —mucho menos política o “democráticamente” legitimado— para aplicar directamente la Constitución, por mucho que fuese considerada la Norma Suprema y se le rindiesen todo tipo de actos de culto.

Naturalmente, en muchos casos, la ideología primitiva de la separación de poderes significaba que la Constitución era papel mojado, letra muerta, con artículos “meramente programáticos” (incluso sobre derechos humanos. . . ¡inalienables!), puramente “políticos” y no “jurídicos”.

Hans Kelsen quiso tener las ventajas del judicial review —que la Constitución fuese toda ella una verdadera norma jurídica, es decir, judicialmente aplicable—, pero sin sus inconvenientes, especialmente el de la politización de la justicia y el de la judicialización de la política. Inventó, pues, un tribunal intermedio entre los órganos de control político —ligados al parlamento— y los tribunales ordinarios que debían obrar neutralmente dentro de un marco definido por las leyes vigentes. No es que Kelsen creyera en la neutralidad de los jueces —había perdido la inocencia hacía rato—, sino que esperaba desplazar el conflicto fuera del ámbito judicial, para que los jueces ordinarios ejercieran su discreción —guiados por sus nada neutrales convicciones morales y políticas— solamente de manera instersticial, dentro de un marco impuesto coactivamente mediante los mecanismos de control de los jueces: nombramientos y ascensos, destituciones y otros castigos, etcétera.

El Tribunal Constitucional sería, pues, el Defensor de la Constitución.

Otro gran jurista, Carl Schmitt, propuso, en cambio, asignar tan importante función a un poder neutro por encima del gobierno y de la oposición, el Jefe del Estado. Así lo entendió en Chile también el ex Presidente Ricardo Lagos. Afirmó que él, como Jefe del Estado, era el primer defensor de la Constitución. El problema, como vio claramente Kelsen, es que ser intérprete y defensor de la Constitución otorga mucho poder. Ponerlo en manos del Presidente es peligroso. Un solo hombre difícilmente puede ser neutral.

Lo mejor es crear un tribunal colegiado con dos características importantes. La primera es que el Tribunal Constitucional no se vea obligado a interpretar conceptos demasiado amplios e ideológicamente cargados, como “justicia”, “bien público”, etc., para lo cual la Constitución debe ser solamente un acuerdo básico para la organización pacífica de la convivencia y el funcionamiento del sistema político, como la Constitución austriaca. A un Tribunal Constitucional obligado a interpretar los conceptos más sublimes se le concede una plenitud intolerable de poderes absolutos (Kelsen).

La segunda característica de un buen Tribunal Constitucional es que esté compuesto por personas con visiones del mundo diversas, pero con idéntico compromiso cívico en defensa de lo que, de buena fe, estiman como parte del acuerdo constitucional básico. Sus decisiones no serán unánimes, pero sí reflexivas, ecuánimes y respetuosas de la disidencia. Presionar por una unificación espiritual de sus miembros, para que todos sean sumisos servidores de la ideología liberal —o la que sea: pasa ahora que la liberal es la más intolerante—, no es más que voluntad de poder ejercida ahorrándose el sudor y la sangre de la lucha democrática.