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jueves, mayo 25, 2006

Toda la verdad sobre El Código Da Vinci

Ya en el capítulo anterior, que quería ser solamente un homenaje a Juan Pablo II, caí en la tentación de mencionar, como contraste, el estreno de El Código Da Vinci. Tenía hasta entonces el firmísimo propósito de no referirme jamás a este episodio que seduce al populacho.

El hecho es que caí en la tentación: nombré El Código. Y como decía ese cínico que la forma más fácil de librarse de una tentación es caer en ella, así me he estado diciendo todo este tiempo que qué importa no cumplir este firmísimo propósito si otros mucho más importantes —a veces incluso más firmes— han quedado también a la vera del camino durante todos estos años que vengo usando las disciplinas y el cilicio (un juego de niños, si lo que no consigo es salir a correr; y la bicicleta estática se trancó a los seis meses: ¡Dios mío, qué tortura!).

En fin, que puestos a ceder a las tentaciones, he decidido contar toda la verdad sobre El Código Da Vinci.

Necesitaré dos capítulos. Si alguien me envía no ya un millón sino solamente doscientos mil dólares, les cuento de una sola vez, en una novela igual de larga que la de Daniel, todos los detalles, hasta los más inverosímiles. Sí, inverosímiles, amigos míos, porque una vez que el mundo entero se revuelca discutiendo acerca de hasta dónde será verdadero el culebrón de Dan Brown, que si Jesús y la Magdalena, que si el Priorato y el Opus Dei, entonces todo puede ser creído.

Hasta la verdad, sólo que ella se nos hace inverosímil.

Y ahora, al fin, ante vuestros ojos incrédulos . . . ¡toda la verdad!

¡No, momento! Tengo que explicar por qué precisamente yo sé la verdad y por qué me decido ahora a publicarla, bien comprimida, ¡y gratis!

Comencemos por lo más fácil. ¿Por qué gratis? Muy sencillo, ingenioso, notable: porque por la verdad nadie paga un centavo. Sería de locos. Todos están dejándole sus doblones apasionadamente a la editorial, a la productora cinematográfica, a Daniel, a los del merchandise, y el último capricho de la polola (la novia; chilenos míos, perdonad, pero ahora registro más lectores extranjeros: nadie es profeta en su tierra . . ., como decía Jesucristo alrededor del año 2000 a. D., antes de Dan) y las cabritas (palomitas de maíz: vid. nota precedente) . . . Todo el mundo está tan ocupado que, cuando se trata de pagar por la verdad, entonces ya de repente son todos pobres, y que pague el Estado, que pague la Iglesia, que paguen los ricos, que pague tu abuela.

Así que nadie iba a pagar por la verdad, mientras yo sentía un impulso irresistible a darla a conocer, siempre brevemente, que, eso sí, tampoco se trata de alargarse gratis. La verdad en una nuez, salvo, como digo, que alguien envíe el maldito cheque.

¿Por qué me decido ahora a desvelar este misterio, la conspiración tras El Código Da Vinci? Ya lo saben ustedes en parte: porque la verdad puja fervientemente por abrirse paso, y, aunque me había propuesto no decir esta boca es mía, he aquí que soy un hombre débil. ¡Ya me gustaría ser fuerte como Silas!

En todo caso, hay un motivo razonable, y es éste: no soporto más la desinformación que campea, que reina inclemente sobre las conciencias. Realmente me apenan esas muchedumbres que han sido engañadas, que creen ver una guerra apocalíptica entre poderes imbatibles: la Iglesia católica y el Opus Dei contra el Imperio Editorial y Cinematográfico de Doubleday y Sony Pictures. (También me apenan, por cierto, los tarados que deliran con la lucha de la Iglesia y el Opus Dei contra el Priorato de Sion).

De manera que, si he desenredado esta madeja increíble, en una labor que comenzó por casualidad y prosiguió como una profunda y larga investigación, me ha parecido ahora hasta un deber darla a la luz pública.

¿Se fijan qué fácil? Lo que pocas líneas más arriba era una tentación, una caída, una debilidad quizás excusable en un tipo veleidoso, ahora se ha transformado en un deber inexcusable para un hombre honrado. ¿Me estaré convirtiendo en liberal?

Por último, me preguntarán ustedes, si a Dan Brown y a su mujer les tomó tantas horas y tanto esfuerzo descifrar su propio código, si hasta tuvieron que leerse un libro inglés casi entero, si la Oficina de Información del Opus Dei y las Conferencias Episcopales han tenido que dedicar tanto tiempo para aclarar su propia versión de los hechos, ¿cómo te atreves tú a pretender que tienes la verdad en este asunto tan complejo? Tú, miserable esbirro, ¿cómo dirás algo distinto, algo que no se haya dicho ya, y que, además, sea verdadero? Tú, tan débil que no puedes ni tenerte cerrada la boca, ¿de dónde sacas las fuerzas para descifrar este misterio de aguas profundas?

Más brevemente: ¿cómo lo sabes?

La humildad es la verdad. Lo sé porque en los últimos años, desde que salió el famoso libro a la calle, he estado recorriendo los lugares clave. He estado en Nueva York, comiendo en el Centro de la Comisión Regional del Opus Dei en Estados Unidos, ese edificio que ha aparecido en todas partes, pequeño en comparación con los que le rodean. He estado en la Universidad de Princeton. He estado en Londres, en Cambridge, en París.

He estado en Villa Tevere, la Sede Central de la Prelatura del Opus Dei en Roma. He estado conversando con el entonces Cardenal Ratzinger en su oficina de la Congregación para la Doctrina de la Fe. He estado en Múnich, en Colonia, en Münster, en Bonn, en Würzburg, en Berlín.

Y en Ciudad de México.

He estado donde ha acontecido esa verdad. He descubierto los documentos que la contienen. He hablado con los protagonistas. Lo sé todo sobre El Código Da Vinci. Y lo revelaré en el próximo capítulo.

La verdad comienza por aquí: ¡Dan Brown es Numerario del Opus Dei!

jueves, mayo 18, 2006

El cumpleaños de Juan Pablo II


Hace catorce años canté el Cumpleaños Feliz a Juan Pablo II, en persona, en otro 18 de mayo. Había trescientas mil personas, apiñadas en la Plaza de San Pedro, así que en realidad cantamos en veinte o treinta idiomas la misma canción de celebración de la vida. Nos daba el sol en la cara, sonaban las trompetas, avanzaba el Papamóvil. La primera vez que el Papa había recorrido la Plaza al descubierto, después del atentado de 1981, había sido el día anterior, cuando la beatificación de Josemaría Escrivá, el Fundador del Opus Dei, ese inolvidable 17 de mayo de 1992.

Recuerdo que el Papa improvisó unas palabras ante los peregrinos: “Esto es algo fuera de lo normal (fuori norma); esperemos que con el tiempo sea lo normal”. Era extraordinario hasta el punto de sorprender a todos. Maravillaban el orden, la alegría de los participantes, la limpieza, esa paz interior que parecía penetrar hasta las piedras milenarias de la antigua Roma. En 1992 era fuori norma; pero luego vinieron las beatificaciones y canonizaciones de Madre Teresa y de Padre Pío y del mismo san Josemaría, canonizado el 6 de octubre de 2002, de nuevo por Juan Pablo II, y la cuasi canonización por aclamación popular, el 2 de abril de 2005, del que había sido como un padre para casi todas las generaciones vivas de hombres y mujeres del mundo entero. “¡Santo subito!”, escribían, clamaban, coreaban, esas muchedumbres que no han cesado de desfilar frente al cuerpo muerto del Mensajero de la Vida.

Las trescientas mil personas que el 17 y 18 de mayo de 1992 eran algo fuori norma, en diez años habían pasado a ser lo normal, lo ordinario.

Trescientas mil, siete mil, cuatrocientas voces, una sola: ¿qué más da? Ese 18 de mayo de 1992 yo estaba frente al Papa Magno. Era como si estuviésemos a solas los dos, como años más tarde, esa mañana del 2000, a la salida de su Misa en su pequeño oratorio. Él podía aún caminar, lentamente. Yo todavía daba gracias por la Eucaristía cuando se me acercó, arrastrando los pies, apoyado en su bastón. Me salí del protocolo, con naturalidad, llevado por no sé qué viento, y le di un beso en la mejilla. Sonrieron todos, él sonrió, musitó: “Ah, Chile, Chile” , y me regaló un rosario. Su faz era ya de músculos fláccidos, su mano temblaba. Pero, ¡Dios mío, qué mirada!

Esos ojos no tenían Párkinson.

Ese fuego de su mirar fijo, enérgico, azul —le sostuve la mirada por amor: para no perderla—, era el mismo fuego del Papa joven, ese que tuvo a Chile entero en sus manos. Se me venía a la memoria, en la intimidad de su biblioteca, cuando le costaba articular las palabras, pero ¡cómo miraba, Dios mío, cómo miraba!, se me venía a la memoria su voz de actor y poeta, de sacerdote encendido, en el Estadio Nacional, un día de abril de 1987. Cuando algunos ideales juveniles comenzaban a marchitarse en el fango de la sensualidad, él sostuvo con la voz y con la mirada (¡Dios mío, Dios mío, cómo miraba!) las esperanzas de la mayoría, el impulso hacia el Amor Hermoso, la renuncia a todos los ídolos, el abrazo brioso a la Vida.

¿Quién no recuerda esa exhortación viril “¡Miradlo a Él!”, de Juan Pablo II apuntando con vehemencia hacia el rostro de Jesucristo?

Mas en esa mañana de enero del 2000, cuando avanzaba el año de la purificación de la memoria, el Papa casi no tenía voz. Ése era el milagro, que hablaba con los ojos. El grito de 1987 en el Parque O’Higgins, cuando el lumpen y una turba de drogadictos agitados por los sembradores del odio prendían fuegos y arrojaban piedras en medio de la Misa de beatificación de Teresa de los Andes, ese grito: “¡El amor es más fuerte!”, fluía el año 2000 de los ojos del Papa cansado, entregado, vivo.

El 13 de mayo de 1981, el Peregrino de la Paz fue alcanzado por una bala asesina en la Plaza de San Pedro. Entre los protagonistas —también en Alí Agca, el instrumento de poderosos intereses ocultos— existe la convicción de que algo preternatural desvió ese proyectil. El turco nunca había fallado antes; era un profesional. (Si cambiara de trabajo, por cierto, podría santificarlo muy bien: ¡podría ser del Opus Dei!) En esa ocasión, inexplicablemente, falló: se interpuso la fuerza de ese nombre dulce y fuerte: ¡Fátima!

El Papa fue salvado por una intervención fuori norma, y vinieron como en cadena otros acontecimientos extraordinarios: el comienzo del fin del totalitarismo soviético, y aun —bajo la cáscara de un comunismo capitalista— del chino y del cubano, todavía incompletos; la paz entre Argentina y Chile; el desarme de tantos grupos violentos en América Latina, proceso aún inacabado.

De la mano del Papa de la Luz vino una renovación en la Iglesia, con focos de apostolado y de santidad que impregnan todos los ambientes, con muchedumbres —hablo de millones— que entregan sus vidas por el Reino de Dios. Juan Pablo II no inventó, no fundó nada. Él acogió, orientó con prudencia exquisita, corrigió, nos hizo ampliar nuestra mirada con la suya, ¡qué mirada!

Y vienen en camino más mujeres y hombres a entregarse: si tan sólo supieran dónde y cómo darse. Tuve un sueño, hace años, donde veía venir cientos de hombres jóvenes, todos de una vez, y pedían que les dejáramos vivir en sacrificio y en silencio, escandalizando a la masa amorfa de los esclavos del dinero, del poder, de los placeres. Sentían en lo más hondo de sí el don del celibato apostólico, el impulso generoso hacia la penitencia —sí: también con cilicios y disciplinas, como los de Madre Teresa y Padre Pío y san Josemaría—, el deseo de desvivirse sin hacerlo notar.

Hoy es el cumpleaños de Juan Pablo II. Le han regalado el estreno mundial de El Código Da Vinci.

El Peregrino de la Paz sonríe desde el Cielo.

jueves, mayo 11, 2006

Todavía quedan fanáticos

Ha comenzado la solemne y apasionada preparación para el más grande acontecimiento que soñar se pueda.

Chile, al fin, estará bien representado.

Por Brasil y por Argentina. ¿Acaso no somos también sudamericanos?

O por Costa Rica. ¿Acaso no somos también americanos?

Los alemanes parecen haberse escogido un paquete para el partido inaugural Alemania vs. Costa Rica. Tienen derecho, los teutones, a desear una victoria inicial en casa, aunque después ya deban merecer ir adelante. Puede haber, sin embargo, una sorpresa. No pensemos que el país centroamericano —americano como nosotros— está dispuesto a jugar de comparsa, a hacer de pushing-ball para los rucios del equipo alemán. No, señor: todavía hay dignidad. Nuestros hermanos saldrán como toros al ruedo, como perros de presa, como profesionales del deporte de multitudes, donde todavía quedan fanáticos.

Saldrán a mojar la camiseta, a patear el balón, a doblegar a sus adversarios, a poner firmes los pies y a gritar y a correr y a sacudir y a temblar. Y a llorar.

Puede haber una sorpresa. Eso significa que igual es probable que pierdan.

O quizás nos representa Estados Unidos. ¿Acaso no son ellos también, como nosotros, americanos?

Vamos bien representados al próximo Mundial, a esa fiesta de los fanáticos que quedan, los únicos que son tolerados en estos tiempos tan intolerantes.

Ya lo estoy viendo. Baja la productividad —qué palabra tan fea— en todos los puntos del planeta, pero de manera dramática en España y América Latina. Si Brasil va bien, Lula termina de embolsarse unos cuantos millones. Si Brasil va mal, aumentan los suicidios en el país de la alegría y de la zamba. Si Argentina va bien, Kirchner termina su gobierno con números azules —me refiero a los números de Kirchner, no a los del gobierno—; si va mal, volvemos a ver el caos argentino en la primera plana de los periódicos del mundo. ¿Y España? España va siempre mal. Tenían que optar entre el fútbol y los maricas.

Ya lo estoy viendo. Estados Unidos pasa a la segunda vuelta. Fiesta americana. Se multiplica el merchandise. Surgen negocios para los gringos fanáticos. Vuelos charter para más gringos latinos, vuelos especiales para ese tercio de obesos. Si parece que está delante de mis ojos la nueva publicidad: "por el precio de uno, ocupe usted dos asientos". O mejor: "viaje usted con su pareja por el precio de tres solamente". Se venden balones de fútbol con la imagen, la caricatura, de George Bush. Con alguna frase suya del tipo: "I know that soccer is something important to all of us, including myself". Si Estados Unidos llega a las semifinales, quizás envían a la señora Rice, de camino hacia Irán. Y los europeos, especialmente los alemanes, que, como en los años treinta, se creen todo lo que les dice la prensa oficial, odiarán más a Bush y a Rice y a los pobres gringos, que solamente van por el mundo llevando la paz y la victoria (¿o acaso 1945 está muy lejos en la memoria alemana?).

Ya lo estoy viendo. Chile, por eso de que ahora está tan bien representado, paraliza sus actividades. Es muy difícil que no estemos representados en las semifinales. Hasta un país europeo podría representarnos. ¿Acaso no somos los ingleses de Sudamérica? ¿O no hemos recibido oleadas continuas de alemanes, que han dado nueva fuerza a nuestra patria? ¿O no fuimos descubiertos y conquistados por españoles? ¿Acaso no venimos todos, de alguna manera, de Rómulo y Remo, y corre por nuestras venas leche de loba?

El asunto es que estaremos representados, vibrando por la victoria. Y vamos a parar de trabajar como burros para poder gozar de esta fiesta universal.

Todavía quedan fanáticos. Cuando estemos más cerca de la fecha del puntapié inicial, cuando estemos metidos de lleno en la fiesta de los puntapiés, cuando nos acerquemos al final jadeante . . ., entonces daré algunas indicaciones para encauzar —no limitar ni reprimir: ¡líbreme el cielo!— ese bendito fanatismo que todos llevamos dentro. Consejos para disfrutarlo mejor, para hacerlo más violento, para no andarse con contemplaciones en materia tan sublime.

Ahora los conmino a desfogar ese fanatismo en una intensa preparación. Mas asegúrense ustedes, asegúrate tú —queda mejor el tú en este caso, ¿no te parece?— de ser realmente un fanático. ¿Estás a la altura del momento o más bien te quedas en la medianía del pobre espectador apático, del que se levanta para ir al baño cuando todavía rueda el balón, del que omite un partido porque tiene que trabajar?

Responde con sinceridad.

Si coinciden las horas de trabajo con un evento de la Copa del Mundo, ¿contemplas o trabajas? Si tuvieras el dinero justo o para ir al Mundial o para llevar de vacaciones a tu mujer o a tu madre o a tus hijos, ¿irías al Mundial, dejando a esas pobres criaturas abandonadas por un mes? En medio de un partido, ¿prefieres usar pañales o ir al baño? Si tu jefe no ve el fútbol, ¿lo desprecias o lo respetas? Cuando vas por la calle y ha comenzado un partido, ¿te detienes en las vitrinas hasta el entretiempo o sigues, por vergüenza, tu camino? ¿Procuras convencer a tus amigos de que vean los partidos o respetas su libertad para perderse en frívolas actividades laborales, amorosas o, qué asco, literarias? ¿Estás dispuesto a refutar, gritar, insultar, a cualquiera que intente impedirte disfrutar de un partido o que apoye a un equipo equivocado, o más bien prefieres callar por cobardía? Si un hijo tuyo o un amigo no quiere ver el fútbol, ¿ejerces alguna forma de presión o dejas que se deslice por el camino del mal? Ante un resultado adverso, ¿lloras, gritas, golpeas o destruyes el televisor, o, por el contrario, te resignas con tímida indiferencia? Ante la victoria, ¿sales a las calles a hacer todo tipo de ruidos, a emborracharte, a rayar las paredes y los monumentos, o simplemente festejas como un caballero, o sea, como un imbécil?

¿Eres un fanático? ¡Bienvenido a Alemania 2006!

jueves, mayo 04, 2006

El Estado Penélope: moralidad pública y políticas sociales


Penélope destejía de noche el lienzo mortuorio que tejía de día, para aplazar así la decisión de contraer un nuevo matrimonio con alguno de sus pretendientes. El final de su historia fue relativamente feliz, con el regreso de Ulises tras veinte años.

No tan feliz es el final del Estado Penélope, que de noche desteje, con su descuido de la moralidad pública, lo que procura tejer de día con sus políticas sociales. Son innumerables los buenos efectos indirectos de una sana moral pública, tanto en el nivel cultural como en la salud y el bienestar públicos. Detrás del aumento de la delincuencia hay, en primer lugar, una crisis de la familia y de la moral pública. Si el mal no se reprime y el bien se dificulta, ¿a qué extrañarse después de que uno prolifere y el otro disminuya?

El socialismo liberal, que engendra corrupción pública allí donde pone sus manos, pretende revertir las consecuencias de sus políticas morales mediante políticas sociales que apenas rozan los efectos y dejan intocadas las causas de la crisis. Mientras tanto, los refinados ideólogos, las propagandistas del libertinaje, los artífices de las políticas públicas “liberadoras” y de una educación ideológica y deficiente, no sufren, por lo general, los peores resultados de sus experimentos. Ellos no están entre los pobres conejillos de Indias. Se dedican, más bien, a explicarles a los tarados que en realidad las cosas están mejor que nunca.

Y siguen echando combustible al fuego: más libertinaje, más disolución de los principios morales fundamentales, más degradación de las estructuras básicas de la sociedad.

Contra esa ola hemos de luchar. Algún día se darán cuenta las víctimas y, ojalá, los que son cómplices con sus cobardes silencios o con ese refugiarse cómodo en la vida privada. Verán qué falaz es sostener que el Estado no debe promover la moralidad pública y reprimir los vicios públicos. Advertirán, quizás, que al Estado Penélope, que desteje de noche, en la oscuridad de los bajos fondos, lo que con esfuerzo de todos ha tejido de día, a ese Estado Penélope nunca le llegará un Ulises.

Se convencerán, al final, de que el Estado contemporáneo goza aún, a pesar de la reinterpretación liberal de sus fundamentos operada en las últimas décadas, de la potestad de establecer leyes, reglamentos, etc., para proteger la moral pública. La idea de que el fin de las leyes es hacer buenos a los hombres —no solamente permitirles relacionarse en armonía para perseguir cualesquiera fines morales que cada uno se invente—, está ya en Aristóteles, y es recogida y matizada en la obra de Tomás de Aquino. Su denominación y caracterización modernas datan del siglo XVIII, con Emmerich de Vattel y William Blackstone. Esta potestad pública va más allá de la protección de los derechos individuales y de las relaciones de justicia, para promover el bien público en cuanto tal, de manera que “comprende tanto bienes y regulaciones de carácter económico (pesas y medidas, mercados, limitaciones a la propiedad) como otros relacionados con la moral, las buenas costumbres y la salud (prohibición del duelo y la vagancia, regulación de los prostíbulos, el juego y el alcohol)” (Santiago Legarre, Poder de policía y moralidad pública, p. 85). De todas maneras, aunque la preocupación por la virtud y el ambiente moral sea una parte de la policía, tanto De Vattel y Blackstone como Tomás de Aquino restringen la policía al ámbito de lo público, de por sí limitado.

El poder de policía se extendía al orden público en materias económicas, de seguridad, de salud y de moral públicas. El liberalismo mutilado de algunos juristas ha llevado a amparar, alternativamente, una excesiva libertad económica o una excesiva libertad en materias de moral pública. En Estados Unidos, por ejemplo, la Corte Suprema de la Era Lochner (1905-1934) invalidó muchas leyes de policía económica para amparar la libertad de contratar. Redujo el poder de policía a la tríada seguridad, salud y moral públicas. Por el contrario, a partir de los años sesenta del siglo XX, ya reconocida la potestad de policía económica, el liberalismo moral de la Corte Suprema echó abajo las leyes contra la anticoncepción (Griswold v. Connecticut: 1965), el aborto (Roe v. Wade: 1973) y la sodomía (Lawrence v. Texas: 2003). Con sentido común, el profesor Legarre no deja de observar que el caso del aborto es parcialmente diverso, pues la protección del no nacido no es una exigencia de moralidad pública sino del estricto derecho individual que le asiste a la misma protección contra el homicidio de que gozan los demás seres humanos.

El poder de policía en materias de moralidad pública, a su vez, abarca tres tipos de prácticas: el juego, las bebidas alcohólicas y la inmoralidad sexual. Si el lector tiene paciencia, puede llevar la cuenta de cuántos de los hechos públicos —no estoy entrometiéndome en la vida privada de nadie— que hemos de lamentar cada día están vinculados al permisivismo estatal en materia de sexo, alcohol o drogas y juegos.

¿Qué son los crímenes pasionales sino un explotar de la lujuria, que no se controló antes? ¿Cuántos jóvenes que hubieran sido ejemplares se malogran por la facilidad pública para embarcarse en la loca carrera del alcohol o de las drogas? ¿Cuántas familias rotas, y hurtos, y suicidios, a cuenta de la ludopatía que podría no haber sido, si se le hubieran puesto más trabas?

“No”, dice el libertino, el Estado Penélope, “si eso corresponde a la vida privada de cada uno”. Y luego, al clarear el día, comienza a tejer de nuevo, a remendar las hilachas de la noche negra y larga. A enterrar a sus difuntos, a los muertos de sobredosis, a las apuñaladas por sus amantes celosos. A recoger a los borrachos y a los drogadictos, y a pagarles su rehabilitación. A desenredar los cadáveres alcoholizados de entre los fierros. A limpiar las calles, a acoger a los huérfanos, a perseguir la violencia intrafamiliar, a escandalizarse por los delitos sexuales.

¡Ay, Penélope!