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domingo, abril 29, 2007

Elizabeth Anscombe y la filosofía de la acción


Habitualmente no dedico este espacio a recomendar libros, pero haré una excepción. No está especialmente bien escrito, para aquellos que gustan de la literatura; pero es siempre correcto castellano y no carece de toda la precisión necesaria. No ha sido escrito tampoco por un autor consumado, sino por un principiante.

Ya veis que no comienzo con las flores.

El asunto es que vale la pena leerlo como una introducción rigurosa la filosofía de la acción humana, uno de los temas centrales de la antropología y de la filosofía práctica contemporáneas, tal como lo trata una discípula de Wittgenstein y gran filósofa cristiana, defensora de la ética de los absolutos morales contra los embates de todo tipo de corrupción.

Elizabeth Anscombe (1919-2001) transformó los puntos de referencia de la filosofía moral y de la teoría filosófica de la acción. En “Modern Moral Philosophy” propuso un diagnóstico severo de la situación confusa de la reflexión moral y focalizó la discusión en torno al “consecuencialismo” (término introducido por ella), a la par que hizo ver la necesidad tanto de contar con una correcta teoría psicológica de la acción como de evitar la separación entre el bien humano y el ámbito de lo moral, que se entendía como un añadido externo. En Intention, obra suya señera publicada por primera vez en 1958, replanteó completamente las bases de la comprensión de la acción humana y suscitó la recuperación de la teoría aristotélica del silogismo práctico, es decir, de la razón y de la verdad en la práxis.

El contexto histórico de la discusión y, en definitiva, el enorme desafío de la filosofía anglosajona dominante, exigieron de Anscombe una profundidad y una sutileza analítica extraordinarias, muy superiores a los intentos de mantener viva o de resucitar la filosofía aristotélica y tomista en ámbitos académicos que, como el español, italiano o latinoamericano, no se habían visto tan afectados por la penetración del empirismo y del utilitarismo. De ahí que los escritos de la ilustre filósofa inglesa frecuentemente parezcan difíciles y complejos.

Acción intencional y razonamiento práctico según G.E.M. Anscombe (Eunsa, Pamplona, 2005, 241 pp.), del profesor José María Torralba, es una obra sucinta que permite acercarse con mayor facilidad a los aportes fundamentales de Anscombe.

La primera parte (capítulos I al III) expone los orígenes y el desarrollo de la filosofía práctica de G. E. M. Anscombe. Proporciona así las claves biográficas e históricas para comprender el contenido de sus escritos más importantes. Esta parte no es superflua porque solamente ese contexto biográfico permite comprender exactamente a qué problemas atañen sus pensamientos. Sin el conocimiento de esos problemas (v.gr., el extendido consecuencialismo ético) es muy difícil hacerse cargo de sus soluciones y de sus modos de argumentar. Esta labor histórico-biográfica, necesaria respecto de cualquier autor, lo es más aún respecto de los de la tradición analítica para comprenderlos en el contexto europeo continental y, particularmente, en los países latinos.

La segunda parte del libro es una reconstrucción sistemática de la explicación de Anscombe sobre la racionalidad práctica. Torralba se aparta deliberadamente del orden seguido por Anscombe, para facilitar así al lector, desde el comienzo, las claves de comprensión de la acción según Anscombe.

El capítulo IV expone primero la relación entre lo voluntario y lo intencional, contrapone la comprensión de la acción intencional según Anscombe a las teorías causales de la acción (Anscombe sostiene que la intención no constituye una causa de la acción en el sentido de un evento mental del que fluye la acción intencional), y delimita el concepto de intención, que comparece siempre que de una acción puede preguntarse ‘¿por qué?’ en un sentido diverso de la mera explicación causal. Así emergen tres sentidos de intención relacionados con analogía, que Torralba vincula con la doctrina clásica de las fuentes de la moralidad del acto humano: la expresión de intención, la intención con la que se hace la acción (finis operantis o fin del agente) y la acción intencional (finis operis u objeto de la elección). Los dos últimos son los sentidos más importantes para la comprensión de la racionalidad práctica, a lo cual se dedica el capítulo V sobre el razonamiento práctico y la verdad de la acción.

En este contexto Torralba destaca el rescate que Anscombe hace de la teoría aristotélica del silogismo práctico. Muestra cómo la estructura del silogismo práctico, si se entiende bien que la comparación con el silogismo teórico es una analogía y no se lo interpreta al modo del saber especulativo, reproduce el carácter doblemente teleológico del obrar humano: cada acción singular tiene una estructura teleológica (es un qué o acción intencional elegida para un fin o intención con la que aquella se hace) y toda intención con la que una acción se hace se relaciona teleológicamente con los fines de las virtudes y con el fin total de la vida humana, que es la vida lograda. En consecuencia, Torralba termina por mostrar que, según Anscombe, existe una conexión ineludible entre la teoría de la acción y la filosofía moral, que la profesora inglesa se vio forzada a distinguir abstractamente para superar la confusión denunciada en “Modern Moral Philosophy”.

José María Torralba se enfrenta, de la mano de Anscombe, con la dificultad de la descripción correcta de la acción intencional, que es el núcleo fundamental de la divergencia entre la ética tradicional de la ley natural y de las virtudes, que identificaba objetos siempre ilícitos, y las éticas teleológicas, que, mediante una nueva teoría de la acción, pueden expandir la descripción del objeto para hacerla coincidir con el bien que se desea.

El libro es una introducción documentada y al día a la filosofía práctica de Elizabeth Anscombe. Los problemas y los argumentos tratados están tan bien elegidos que me atrevo a asegurar que la lectura será de provecho para cualquiera que, además de interesarse por Anscombe, desee familiarizarse con la más rigurosa filosofía de la acción en la tradición analítica.

Aunque especializado, el libro se destaca bajo mi lupa.

domingo, abril 22, 2007

Contra nihilismo, matrimonio

El catecismo antiguo era encantador, como para niños de entonces. A cada vicio contraponía una virtud.

“Contra soberbia, humildad”.

Cualquiera podía ir feliz por la vida, sabiéndose lleno de defectos, como cualquier niño; pero bien pertrechado de remedios.

“Contra pereza, diligencia”.

Muy sencillo. El bien era bueno y, ¿lo adivinan?, el mal, malo.

Nada de revoltijos mentales, donde todo se confunde con todo, donde todos los gatos son pardos en la noche y de tanto matizar los juicios se termina por cohonestar el mal en el mundo; donde, de tanto comprender al pecador, paramos en disculparnos a nosotros mismos, en justificar nuestras miserias, en lugar de contraponerles, como los niños en el catecismo, unas virtudes hermosas, nítidas, aunque lejanas. Nos enceguecemos plácidamente. Entonces, para el peregrino que camina a ciegas (Heidegger) sí que es fácil la bajada a los infiernos (Virgilio, Eneida VI, 126).

No niego que esa forma cómoda de anestesiarse contra el mal, contra el desgarrón de la injusticia en el alma y contra la llaga de la iniquidad social, cosecha placeres duraderos, según la medida efímera de la vida presente. Claro, pues que no es una odisea vivir como hombre amnésico y narcotizado durante treinta, cincuenta, ochenta años. Lo heroico es sobrevivir al instante de lucidez que a todo humano se le otorga, al filo de la muerte de un amigo o de un hijo, o bajo el peso de un revés de fortuna, de una enfermedad grave, de un amor que se renueva o de un odio inesperado, que todo lo cuartea.

Se plantea entonces, de alguna manera oscura, como subcutánea, el dilema fundamental: el ser o la nada. ¿Soy alguien o más bien un grano de polvo en el viento de la nada?

“Ser o no ser, he ahí la pregunta”, exclamaba el desgarrado Hamlet (3, 1); mas su dilema iba de las luchas de la vida a la placidez del sueño de la muerte: “morir: dormir, no más”. Toda la cuestión fatal era aceptar los tormentos de la vida presente por temor a lo ignoto de la futura o no atreverse a obrar contra la conciencia por horror al castigo eterno.

¡Qué envidia, esos hombres que podían quizás pensar, como Hamlet, que la conciencia hace de todos nosotros cobardes!

Vivimos en otro mundo. Ahora la conciencia, si la tenemos, hace de todos nosotros valientes. Ya no hay temor de la sentencia futura, del castigo eterno, que pueda retraernos del mal obrar durante la vida presente. Nuestros dilemas no pasan por la frontera entre la vida y la muerte.

La opción es más radical. ¿Hay ser o más bien nada?

Los otros, ¿son seres duros, como de roca tallada en lo real, de sangre que palpita eterna? ¿O son, acaso, apariencias fugaces que cada hombre, hecho de la nada, apátrida esencial (Nietzsche), proyecta sobre el vacío para no sentir un vértigo intolerable?

El espíritu absoluto, invento de una menta pequeña y extraviada, ¿ha involucionado ya definitivamente hacia la identidad del ser y la nada? ¿Todo da lo mismo? ¿Hemos demolido todos los valores y entramos por el camino irreversible de la guerra de todos contra todos, del dominio y del engaño, de las palabras tiernas que ocultan y enmascaran y aderezan la voluntad insaciable de poder?

He ahí el dilema: ser o no ser.

Nihilismo, he ahí la enseña del futuro.

Tu cabeza, joven de quince años, da tumbos de un lado para otro. Unos te exhortan a respetar “valores” nacidos de la nada por obra del consenso, como si fueran absolutos y eternos; otros te susurran que tú eres tú, que te busques con denuedo, que te atrevas a pensar por ti mismo y a decidir sobre lo bueno y lo malo.

Todo da igual, amigo mío, convéncete. Eres una náusea un escupo del azar un vómito del big bang entre una nada y otra nada infinita.

Sé tú mismo, convéncete, que nada te salvará de ti.

“Contra lujuria, castidad”, decía el catecismo para tus abuelos, cuando eran niños. Jesús os dijo: “El que mire a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. Mas yo, el Anticristo, os digo: “Mirad, desead, girad hasta donde alcance vuestro poder, sorbed el ser-nada de vuestro prójimo: ¡Sed vosotros mismos!”.

Y así todo da igual.

Teresa de Calcuta es blanco de críticas atroces, calumnias desaforadas, de los idólatras del nihilismo. ¿Qué diferencia hay entre ella y Hitler, entre sus enfermos y pobres redimidos y las cenizas del Holocausto?

Nada. Ella eligió. Él eligió.

He ahí, pues, brevemente, la elección: o el ser o la nada. O nihilismo o teología.

Solamente los frívolos, los superficiales, los esclavos de ocultos mandarines, viven como embriagados con la alucinación de que no deben elegir entre el nihilismo y el ser, entre la autonomía rabiosa de su propia afirmación como dominadores y explotadores y la sumisión a lo real, al universo externo, duro como roca, a los demás humanos, a Dios.

El siglo XXI, el cadáver de Nietzche hiede, no os hagáis ilusiones. La guerra por la autonomía de la razón ya ha sido ganada por el Padre de la Mentira: ¡la razón ha sido derrotada irremisiblemente!

Someterse o disolverse, he ahí la alternativa.

Sumisión amorosa al ser, salir de sí por el amor, poseerse a sí mismo en el mismo acto de donarse y para darse generosamente a Otro, o, por el contrario, sumisión de todo lo otro, como objeto, como nada, a uno mismo, al propio instinto de dominio: disolverse en el marasmo mental de la autoafirmación egocéntrica, de la autonomía dominadora y cruel, hedonista por agotamiento de sentido.

Ya no hay cabida para la razón autónoma, puro espíritu alto y digno. O la razón hecha carne, o la nada. O la razón comprometida en la batalla diaria por el ser, o la nada. O la entrega carnal, racional y amorosa, que engendra el ser nuevo, la sonrisa del niño de azul, o nihilismo.

O el milagro o la locura.

“Contra nihilismo, matrimonio”.

miércoles, abril 18, 2007

domingo, abril 15, 2007

¿Debemos defender el buen nombre del Papa?

Juan Pablo II nos dejó un mensaje de paz, de alegría, de respeto y caridad y reconciliación.

Muchos que habían estado un poco violentos, algo fanatizados por sus opiniones políticas, comenzaron a ver las cosas desde una perspectiva más serena.

Muchos advirtieron que la cuestión de los medios —la negociación y el consenso por encima de la violencia y el enfrentamiento— era tan importante como la de los fines, tanto en la vida personal como en la situación social y política.

Muchos se convirtieron a una vida cristiana más auténtica y comprometida.

Sin embargo, veinte años después, la ideología permisiva que ha permeado las mentes de mis conciudadanos les impide advertir que el Papa, sea quien sea, no se merece el pago de Chile.

(Para los extranjeros: El pago de Chile es la peculiar manera como mi pueblo agradece con injurias y malos tratos los actos de beneficio público, desde que O’Higgins, el Padre de la Patria, muriera en el exilio, aunque quizás hasta lo mereciera por haber hecho asesinar a José Miguel Carrera, otro héroe nacional).

Hoy domingo 15 de abril de 2007 se ha comenzado a transmitir la serie “Pope Town”, que ha ultrajado la dignidad del Romano Pontífice. Yo me he unido a la campaña de MuéveteChile para que los chilenos católicos y los hombres de buena voluntad defendamos, con las armas pacíficas de la ley, la democracia y el mercado, a la Iglesia y al Papa.

Algunos se oponen con el argumento estándar a favor del dogma liberal: Necesitamos privilegiar siempre la libertad de expresión por sobre la honra para posibilitar la democracia. Es un dogma irracional, que la mayoría consume sin crítica alguna. Si el argumento fuese válido debería extenderse a todas las hipótesis de libre expresión. Nadie está dispuesto a hacerlo. La mayoría acepta sin chistar la censura liberal o la censura gay (la más violenta en el mundo) o la censura contra el antisemitismo, que yo también acepto, porque, como dice Jesús, “la salvación viene de los judíos”: ¡no podemos recaer en la barbarie!.

Todavía nadie preconiza la libre circulación de la pornografía infantil y del antisemitismo.

Todavía nadie apoya abiertamente las blasfemias contra Alá y contra el Profeta.

Al final, tras la cháchara liberal interminable, no parece haber más que inconsecuencia y cobardía. Se ataca sin miramientos solamente a los que parecen débiles, a quienes no se protegen o no pueden hacerlo. ¿O hace falta ser muy audaz y valiente para escupir sobre la Iglesia católica, sacar a cada rato el esqueleto de Galileo —un católico piadoso, por lo demás—, y un largo etcétera de intolerancia anticristiana?

En consecuencia, simplemente niego que la democracia implique poner siempre la libertad de expresión sobre la honra: también esta cuestión debe resolverse democráticamente y no mediante la imposición del dogma de algunos demócratas poco lógicos.

La libertad de expresión ordenada a la discusión de las ideas y a la diversidad política y cultural, bienes propios de la democracia, es compatible con exigir el debido respeto de todos; de lo contrario, termina siendo la libertad para unos pocos: para los dispuestos a entrar a gritar desaforadamente en la plaza pública. La gente decente termina callando, para proteger su honra, para no sufrir la crítica destemplada de los liberales.

Y se acaba así la libertad de expresión para todos: solamente quedan los matones del barrio.

De hecho, los excesos de la libertad de expresión se oponen a la democracia deliberativa, porque hacen casi imposible sostener un diálogo racional, civilizado. Cuando uno percibe que la ira u otra pasión impide hacerse cargo de los argumentos, prefiere desistir del intercambio de opiniones.

Les cuento, por ejemplo, que en mi debate público en Chile me he visto forzado a clarificar demasiadas cosas que algunos me achacaron, quizás por apasionamiento, por leer en mis escritos posturas que iban más allá de mi intención.

Tuve que aclarar, por ejemplo, que nunca me he enojado: no he perdido ni un segundo la serenidad por este asunto; que no rechazo el humor, porque, cuando es fino, puede ejercitarse sin ofender a Dios ni al prójimo; que no divido a las personas en “liberales” vs. “católicos”, pues hay “liberales” y “católicos” de muchos talantes. No excluyo que entre unos y otros haya partidarios tanto de proteger la ofensa contra el Papa como de restringirla, como hubo liberales partidarios de ser más cuidadosos con el Profeta . . . ¡incluso suspendieron una ópera en Berlín!

Jamás he pretendido presentar este asunto como una lucha de buenos vs. malos.

Mi punto es muy sencillo: Usar todas las fuerzas de la ley, el mercado y la democracia, para hacer respetar la dignidad de la Iglesia y del Papa.

Ni más ni menos.

A los que nos amenazan con guerras santas y cosas por el estilo, los que temen que toda protección de la religión lleve a la guerra de unos con otros, les digo que solamente queremos usar los instrumentos normales para la protección de los derechos humanos: las leyes, la acción política, el boicot a las empresas inmorales. No más que eso. Y añado: ¡Eso ha apaciguado países como El Líbano, donde las faltas de respeto a las otras religiones son la chispa de la violencia!

De la misma manera, a los que querrían que solamente los católicos quedáramos en la indefensión, mientras nada se puede hacer ni decir contra cualquier otra identidad, les digo: ¡No exigimos nada menos que lo que se da a los otros!

Por eso he conminado a mis contradictores a decir qué opinan del despido de Mr. Imus, un connotado comentarista deportivo (como el Bonvallet de Chile) que perdió los auspicios —ergo, enseguida, el trabajo— por llamar “putas desgreñadas” a unas basquetbolistas negras.

He preguntado especialmente a los anticlericales rabiosos (que no incluyen a muchos agnósticos y ateos respetuosos de la diversidad): ¿por qué saltan ahora ustedes como resortes, pero no contra la censura laica que se ejerce en tantos terrenos?

Ánimo: ¡sed liberales!

domingo, abril 08, 2007

Los rastros del Peregrino de la Paz


Los alcances de un acto humano son insospechados. El influjo de una vida humana, a pesar de que nadie vive más de un instante —el instante en que las almas deciden su destino eterno—, resulta inconmensurable.

¿Qué hubiera pasado sin Aristóteles? ¿Habría existido Hegel? Y sin Hegel, ¿habría habido un Karl Marx? Y sin Marx, ¿habríamos tenido el totalitarismo rojo?

La historia está abierta. Las consecuencias incalculables de un acto, de una vida humana, no sucedieron necesariamente. Emergieron del entrelazarse con otros actos y con otras vidas, que podrían no haber sido.

Sin los totalitarismos nazi y comunista, ¿habría existido Karol Wojtyla? No: él se forjó en esa forja del dolor y del horror. Sin embargo, él fue más que ese misterio de iniquidad en el que se formó su temple de guerrero del espíritu. Él podría haber reaccionado como un cobarde; pero fue valiente. Él pudo ser un cómplice más, gris y anónimo, de lo que parecía inevitable, de aquello en lo que no tenía culpa. Mas fue un luchador contra la corriente. Él pudo haber sucumbido al desánimo y al resentimiento, pero tuvo esperanza y fe en Dios, y abrazó con su amor de cristiano y de sacerdote incluso a los que con saña lo arrinconaron, en el intento de liquidar su patria.

La libertad de los hombres —hombre es quien no sucumbe a la resignación de ser ceniza— es la respuesta contra el mal que parece imponérsenos como inevitable.

¿O acaso será verdad que “la libertad existe solamente en el reino de los sueños / y la belleza florece solamente en el canto” (Friedrich Schiller, “Der Antritt des neuen Jahrhunderts”, 1802)?

Ahora pregúntate, chileno, chilena: ¿existirías tú sin Juan Pablo II? ¿Tú, en tu existencia biológica? ¿Tú, el que eres, con tu ser moral actual? ¿Qué huellas dejó en Chile el Peregrino de la Paz?

Esta semana hemos conmemorado los veinte años del paso por Chile del Mensajero de la Vida. ¿Fue un espejismo?

Hemos celebrado los dos años de su dies natalis, el 2 de abril de 2005. ¿Qué nos legó, no ya a los chilenos, sino a los hombres y mujeres del mundo?

Juan Pablo II nos dio un ejemplo de heroísmo, de entrega a Dios y a los hermanos. Arriesgó su vida en la resistencia al nazismo y al comunismo en Polonia. Se dejó la piel para proporcionar las claves del amor humano a los jóvenes, preparándolos para el matrimonio y para el celibato, según el plan de Dios. Dio prioridad absoluta a la vida eucarística, de unión mística con Dios.

Yo fui testigo de su oración a la madrugada, una vez que me hice invitar a su Misa en El Vaticano. Fui testigo de su mirada, de su cariño y fortaleza. Yo sentí correr la vibración de la caridad del Papa por mi cuerpo, porque el cuerpo siente al alma.

De esa unión mística con Dios procedía su atractivo para los jóvenes, para todos los que —de cualquier credo, aun cuando no lo siguieran siempre con las obras— estuvieron abiertos a un ideal.

Juan Pablo II atrajo a las muchedumbres de los jóvenes porque a todos los trató con la verdad y la caridad, con exigencias divinas y calor humano, que todo es, al final, el mismo fuego de Dios.

El tesoro de sus escritos —desde la Encíclica Redemptor Hominis hasta libros como Cruzando el Umbral de la Esperanza— no ha sido explotado todavía. Las vetas están vírgenes y son de la más alta ley. Ahí está la teología desarrollada, incorporada a la filosofía perenne; ahí la exaltación del cuerpo humano —esto es, del alma— y de la unión de los sexos para gloria de Dios Padre; ahí las raíces trinitarias de la renovación del culto, de la sociedad civil, del planeta que agoniza; ahí la conexión misteriosa entre el trabajo humano —hasta el más elemental, aparentemente— y la vida eucarística; ahí el canto a la vida y a la familia, su santuario más sagrado; ahí el amor a la Iglesia, que abraza a los santos y a los pecadores, que no rechaza ni a los más grandes criminales.

El Peregrino de la Paz caminó por esta tierra nuestra renovando las conciencias y las sociedades, refutando los errores por elevación —sin detenerse en los detalles—, uniendo a los más genuinos representantes de todas las religiones —los que quieren vivirlas en paz, sin renunciar a la verdad— y de todas las culturas, reedificando la Iglesia cuando parecía desmoronarse bajo el peso del liberalismo teológico.

El Mensajero de la Vida dejó una marca profunda en la historia.

Mas, volviendo a la pregunta: ¿Existiríamos nosotros sin Juan Pablo II?

La respuesta, respecto de los chilenos, es clarísima: Muchos no existirían ni biológicamente, porque ellos o sus padres habrían muerto en una guerra fratricida contra Argentina, de no haber mediado el Papa con sabiduría y paciencia, ayudado por el Cardenal Samoré.

Muchos más no existiríamos moralmente: bajo la misma piel, seríamos otros seres humanos: con odios que hoy no tenemos, con frivolidades de que hoy somos libres, sin los ideales que abrigamos.

Así que los rastros del Papa de la Luz nos siguen afectando, porque son parte del alma.

Así que tenemos delante de nosotros sus huellas, no solamente para mirarlas sino también para pisarlas y seguirlas.

Los chilenos jóvenes, los de siempre, pero especialmente quienes fuimos jóvenes en 1987, no podemos olvidar una feliz coincidencia: el 2 de abril. El 2 de abril de 1987 lo recibimos en el Estadio Nacional. Asistimos a una demostración de dominio del espíritu sobre la materia, de la serenidad enérgica —la de la voz y la mirada del Papa joven— por sobre la agitación sensual de unos pocos, de la religión sobrenatural sobre las urgencias políticas de esa hora, sin que el Papa se desentendiera por eso del bien común de nuestra patria.

Los chilenos le debemos mucho al Papa.

Ya veremos en el próximo capítulo cómo es el pago de Chile.

sábado, abril 07, 2007

Invitación para Dementes

Amigos de la blogósfera:

El lunes 23 de abril.

En la Universidad de los Andes de Chile (Av. San Carlos de Apoquindo 2200, Las Condes).

A la hora en que caen las sombras y se enciende la locura: 19:30 horas (en punto).
Un amigo mío muy querido, Patricio Zapata, les explicará por qué me atreví a publicar parte de esta bitácora como Las Instrucciones del Microondas. Primicias de la bitácora Bajo la Lupa, Santiago, Bicentenario, 2006.

Si estáis en Santiago en esas fechas, venid a la locura: habrá palabras sabias (las de Patricio), y un show simpático, y después vino (por lo menos algún fruto bueno dará el librico) . . .
Y el autor firmará las copias que vosotros compréis. Y si no os gusta el libro podéis regalarlo a quien más odiéis.

Ya he mostrado antes la portada del atrevimiento.

domingo, abril 01, 2007

Dónde escribo qué (y por qué)


Perdonad este capítulo autorreferente, pero en alguna parte tengo que aclarar el caos en que me he metido como escritor amateur.

Me decía un lupadicto que él se reía tanto con estos capítulos de desvaríos, que tenía que sujetarse la panza, la barriga . . . Eso era antes. Ahora él ya no se ríe: ¡estoy demasiado serio!

Yo también lo he notado. Debe de ser que, como me han invitado a escribir de política en El Mercurio, el diario más exitoso de Chile, las risas convergen en lo más ridículo: ¡el espectáculo de mi patria tan querida!

Paradojas de la existencia humana: uno de esos que tienen paciencia para leer mis diatribas mercuriales me informa que la bitácora Bajo la Lupa es mejor. Y muchos que leen solamente el diario me conminan a publicar ahí, de una vez por todas, algo en serio.

Cada vez que me digo: “Este domingo voy en serio, con citas de filósofos y silogismos”, entonces, a media semana, sucede algo absurdo, que requiere urgentemente la atención de mi capacidad de reír para no llorar: lucha libre “hombres vs. mujeres” en los carros del metro, semáforos para que los peatones sepan cuándo entrar al metro, funcionarios de gobierno que se presentan —sin serlo— como filósofos o abogados, políticos de oposición que no se oponen a lo gordo y chillan por leseras, matones de barrio que se apoderan de algunos partidos políticos . . . ¡Nunca puedo escribir en serio!

No sé qué hacer. A ustedes les confieso que deseo cultivar la distinción clásica entre lo esotérico y lo exotérico. Dejo lo más importante, lo mejor tratado, lo más libre, para el circuito esotérico —aquellos a quienes transmito la locura oralmente, en la máxima confianza—; después, a los pocos lectores fieles de mis blogs —sabréis, supongo, que muchos llegan aquí tras buscar en Google o en Yahoo cosas del tipo “instrucciones microondas” o “injusticia ciudad” o “Kelsen Schmitt”—, les transmito lo cuasi-esotérico: mi mejor esfuerzo dentro de lo que soporta el papel digital.

(Algunos cínicos dicen que el papel lo aguanta todo, pero yo no lo creo).

Son los pobres lectores de El Mercurio quienes me preocupan: ahí solamente debo escribir de lo que le interesa al público. Entiéndanme bien: puedo escribir de lo que quiera y como quiera, con la más plena libertad; pero soy un tipo muy sensible al género —al género literario— y no me siento autorizado a tratar a la muchedumbre con la rudeza con que los trato a ustedes. En El Mercurio me autocensuro para hablar sobre la contingencia, con sarcasmo y como a la ligera, aunque, como dice el refrán, “entre broma y broma, la verdad se asoma”. No puedo abordar ahí la multitud de tópicos que el blog tolera; esas ideas locas que no tienen una noticia de actualidad como respaldo. En fin, reitero: soy sensible al género y no quiero que los lectores pidan mi cabeza por el solo hecho de dedicarme a temas trascendentes.

Así que en la prensa escribo solamente sobre lo que el pueblo está dispuesto a leer, ¡miren qué demagógico!, pero iluminado desde los principios a los que no deseo, ni de broma, renunciar. La razón de fondo no es nada divertida: la mayoría no está preparada para pensar en cosas demasiado distintas de las que los medios de comunicación deciden, de antemano, proponer al pensamiento. En realidad, el panorama es más sombrío: la masa no está dispuesta a pensar, y punto; quieren que les den los pensamientos masticados.

Un experto en comunicación social me dijo que ésa era precisamente mi función como columnista de un diario de circulación masiva: decirles a los lectores qué pensar acerca de hechos inconexos, ayudarlos a ir más allá de la superficie de las estrategias comunicativas de los poderosos; pero, eso sí, sin abandonar el nivel de profundidad —de superficialidad— de esas mismas estrategias.

Todo esto es terrible, pero parece que es verdad.

La bitácora, en cambio, es un lugar de libertad. Aquí escribo solamente para los que quieran leer, los lectores que retornan a sabiendas de que alternaré multitud de temas y de tonos. Iré desde la crítica política —a las derechas y a las izquierdas: ¡donde esté la llaga!— a los recuerdos de una familia numerosa y feliz; desde el comentario sobre un deportista famoso hasta el impacto, en el alma, de la mirada de un niño diferente (¡Dios mío: ¿quién puede acostumbrarse a esa mirada tuya?!); desde la crítica a la ciudad y al mundo hasta el examen minucioso de un libro, antiguo o nuevo; desde los abismos de la preocupación por la crisis de la cultura hasta las cosquillas, aparentemente superficiales, del buen humor.

En cada espacio, esotérico o exotérico, encontraré el modo de decir algo que me importe y que, espero, interpele a los otros. Lo más chileno, local, provinciano a veces, cabe en la prensa de gran circulación; lo más humano, universal, abierto en lo posible, cabe en una bitácora con pocos lectores, quizás de todo el mundo.

La araña teje su red, y los bloguistas, su Internet.

Escribo sesudos artículos y libros de filosofía jurídica (el último: Cristóbal Orrego Sánchez, Analítica del Derecho Justo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, 208 págs.), que casi nadie quiere leer, aunque en ellos —si alguno se los tomara en serio— se discuten problemas y criterios de un alcance inconmensurablemente mayor que el de mis divertimentos literarios.

¿Qué escribo? Filosofía y derecho. ¿Dónde? En editoriales y revistas académicas. ¿Por qué? Porque en las alturas de las ideas, aunque pocos deseen ascender a ellas, se juegan los destinos de las vidas corrientes de miles de millones de seres humanos.

También escribo divertimentos en papel de circulación masiva y en bits y bites abiertos al ciberespacio. Me proporcionan tal gozo y tal descanso, por la libertad de expresión que admiten, que merecen concederles la máxima estimación.

Nada hay, sin embargo, más peligroso, ni más frívolo, que despreciar la filosofía.