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domingo, julio 29, 2007

Operación Momo


Michael Ende (1929-1995), un bávaro que ha cautivado a millones de niños con su pluma, acaba de clavarme una estocada. Hace muchos años leí La historia interminable, pero no quise leer Momo, quizás porque alguien me contó algo un poco vago, algo así como que trataba de una niñita pobre que sabía escuchar. ¿Una niña pobre? ¿Escuchar? “Esto no me dice nada”, debo de haber pensado por esos años, cuando mis facultades mentales, hoy tan deterioradas, estaban en su plenitud. Lo que quiero decir es que, si no me falla la memoria acerca de mí mismo —la más difícil, porque tendemos a construir un pasado bastante mejor de lo que realmente fue—, nada más lejano de Momo que mi fría racionalidad, mi capacidad de “producción científica”, mi agilidad mental de entonces. Lo natural para mi carácter trabajador, académico, nada sentimental, empeñado en ser eficaz de una vez por todas, era no detenerse en una historia que sin duda debía de ser sentimental y con muy poca acción —imagínate: una niña pobre que sabe solamente escuchar . . .—; no valía la pena, a pesar de ser del mismo autor que ya me había encantado desde el punto de vista literario.

Al comenzar este año, sin embargo, mi hermana y asistente, quien, ahora lo sé, tiene cara de Momo, me contó que había leído el librito.

—¡Tienes que leerlo! —recomendó con entusiasmo.

El entusiasmo de una persona confiable vale más que la orden perentoria de un gran mandón. Así que, apenas terminé de leer un par de novelas y el Gorgias y La República de Platón, le di un primer mordisco a esta novela corta de Michael Ende. Y fue como el mordisco de Eva: una vez que se comienza, imposible parar. A pesar de estar yo metido en un simposio universitario, con diversas conferencias y conversaciones (aparte de lo propio y específico e indispensable y laudable de todo verdadero simposio), acabé con Momo en un par de días.

Más preciso es decir que Momo acabó conmigo.

Momo es una niñita pobre, de origen desconocido, que vive sola en un parque, en un viejo anfiteatro. Los vecinos la protegen y cuidan y se dan cuenta de que tiene un don especial: sabe escuchar. No da consejos, como pretendemos tantas veces los viejos de este mundo, sino que solamente escucha mientras mira con sus grandes ojos. Entonces, el que habla, comenzando por lo que le preocupaba, va pronunciando un discurso cada vez más humano, más razonable y pacífico, hasta que termina aliviado y sin problemas. “Ve a hablar con Momo”, se convierte en la consigna del vecindario para quienes pasan un mal momento o se comportan como no deben. Pero Momo no les dice nada: solamente los escucha con amor. Los niños aprenden a jugar con ella, sin juguetes sofisticados y lujosos, sino solamente con la palabra y la imaginación. Momo tiene dos amigos de personalidades opuestas: Beppo Barrendero, un viejo barrendero que trabajaba muy lentamente y hablaba muy poco —quería decir solamente la verdad porque pensaba que los males del mundo proceden de las mentiras que se dicen incluso por precipitación o inadvertencia—, y Gigi o Girolamo Cicerone, un joven guía turístico que hablaba hasta por los codos, siempre inventando historias nuevas —pensaba que todas podían ser verdad o que el asunto de su verdad era irrelevante—. Así las cosas, aparecen los hombres de gris. Son un ejército de seres que existen y viven del tiempo que roban a los hombres reales. Se lo roban haciéndoles pensar que tienen que ahorrarlo para ser eficientes y poder disfrutarlo en el futuro. Los hombres de gris ven que Momo, con la enorme pérdida de tiempo que surge a su alrededor —imagínate: niños que juegan y adultos que conversan y luego viven sin apuro, con calma—, es el enemigo fatal de su objetivo: apoderarse de todo el tiempo de los hombres. Entonces se desata la guerra. Los hombres de gris consiguen que cada vez más hombres no tengan tiempo, que se entreguen por entero a producir, a ahorrar tiempo. Dos ejemplos bastan. Convencen a un peluquero de que atienda a sus clientes en quince minutos en lugar de media hora, y que lo haga en silencio. Persuaden al tabernero de instalar un local de autoservicio de comida rápida, de manera que él se sitúe en la caja registradora y, sin hablar con sus clientes —un par de palabras bastan para cobrar amablemente—, haga su negocio mucho más productivo. Los hombres de gris consiguen capturar en sus redes a todos los amigos de Momo. Incluso los niños dejan de jugar en el parque, porque deben aprender cosas útiles para el futuro. Y el resto es la historia de cómo Momo, que se pone en contacto con el Maestro Hora, el origen del tiempo, rescata a sus amigos y destruye a los hombres grises. Solamente que, por desgracia, no sabemos si la historia de Momo sucedió en el pasado o sucederá en el futuro. Sucede que se la contó a Michael Ende un extraño compañero en un viaje de tren. O eso dice Ende.

Sí sabemos, en cambio, que hoy —el hoy que vivió Ende no es demasiado distinto del nuestro— no está Momo con nosotros y, en cambio, cada uno tiene un hombre gris de guardaespaldas. Nos obsesiona ahorrar tiempo y, como les sucede a los personajes de la novela, podemos sacrificar —sin querer: por aprovechar el tiempo— nuestra familia, nuestros amigos, nuestra salud corporal y mental, con tal de ser eficientes, de producir, de responder a las exigencias de los hombres grises que nos han contratado.

Momo ha sido una estocada para mí: ¡directa al corazón! No tengo un jefe gris, pero yo mismo me exijo rendir más: leer más, escribir más; más conferencias y congresos. Ser eficiente. Intento ahorrar tiempo y, como en la novela, mientras más tiempo ahorro, como los hombres grises quieren, menos tengo.

Ahora comienzo la Operación Momo: tiempo de paz, alegría, trabajo sereno, descanso.

domingo, julio 22, 2007

¡Que construyan más pirámides!


Un abogado mexicano, que debe de andar en sus setenta —poco más o menos—, me acogió en su casa durante una visita reciente a Ciudad de México. La conversación derivó no recuerdo bien si hacia el tema trivial del turismo y la economía o hacia la cuestión espinosa de la inteligencia de las mujeres hermosas. Yo confieso que sé muy poco sobre cualquiera de estos temas, pero el viejo lobo del foro se las arregló para conectarlos en una sola anécdota.

—Cuando yo era niño —me dijo, echando la mirada arriba como diciendo lo que yo estaba pensando— no existía la Pirámide de la Luna.

—Hombre, no puede ser —le repliqué—; si es de la época de los Aztecas. Yo desde luego sí que la visité entre 1974 y 1978, cuando yo era niño . . .

—Mira, no sé qué dirá la historia oficial sobre estas cosas; pero puedo decirte lo que han visto mis ojos.

Amigos lectores: ¡qué dilema! ¿A quién le creo, a los ojos de un amigo o a la historia oficial? En realidad, no sé qué dice la historia oficial sobre la famosa Pirámide de la Luna, que se yergue ahora —no sé si hace setenta años— frente a la del Sol, en Teotihuacan.

—Ande, dígame lo que sabe, que le creo.

—Pues que comenzaron a poner piedras sobre piedras al comenzar el siglo XX.

—Pero seguro que habría alguna base, un fundamento, algunos testimonios . . .

—Yo te digo solamente lo que he visto: que antes no estaba, que subieron piedras una sobre otra, y que ahora está. Además, no soy el único que ha pensado en esto de construir pirámides.

Puse cara de curiosidad, desconcierto.

—Hace años, le preguntaron a la Miss México, la muchacha que nos iba a representar en el certamen de Miss Universo, una de esas preguntas de cultura diseñadas para dejar claro que se trata de una competencia que va más allá de las piernas y las caderas y las sonrisas . . . En fin, que las muchachas han de pasar por inteligentes, dignas representantes de sus compatriotas. Le preguntaron, pues: “¿Y que haría usted para mejorar la situación económica de México?”. “Yo creo”, respondió ella, “que deberíamos promover muchísimo más el turismo”. “No es tarea fácil”, acotó el entrevistador: “¿Y cómo lo haría usted?”. Ella se lanzó con la idea genial: “¡Tenemos que construir muchas más pirámides, en otras ciudades!”.

Nos reímos los dos, pero ahora pienso que injustamente. El populacho es muy injusto. Se rieron de ella, por ignorante, por no saber que las pirámides fueron edificadas por las culturas precolombinas. Los machos mexicanos se apoyaron en esta anécdota para impulsar más todavía la campaña de desprestigio contra el sexo débil. Ya sabéis, lo típico: “tan bonita como tonta” . . .

Y me acordé de una historia que cuenta mi madre con la frecuencia que su inteligencia superior le sugiere. Dice que sus amigos y conocidos, cuando hablaban en las reuniones sociales de la época en que ella y mi padre eran novios o recién casados, solían comentar sobre él —un universitario de prestigio, científico de punta—: “¡Qué inteligente que es Fernando!”. Y añadían, para no dejar a la novia debajo de la mesa de los elogios: “Y la Cristi, ¡pero qué dije que es la Cristi!”. Unos treinta y cinco años después, las opiniones de las viejas se hicieron más explícitas. También nos lo contaba la dije de la Cristi. Se encontraba ella en el estacionamiento subterráneo de un hipermercado, junto a su automóvil. Nadie la veía, o, al menos, ellas, las otras, no la vieron. Entonces oyó que una señora le decía a su amiga, con voz estentórea, con ese acento subido y semimodulado de las viejas empingorotadas de mi patria: “Oye, fulanita, dicen que la señora del doctor Orrego es redonda como la O”. Y siguieron su cháchara insulsa. La primera vez que oí la expresión fue cuando nos lo contó, a la hora del almuerzo, la mismísima afectada por esa murmuración. El doctor Orrego nos explicó —a los tardos para entender, herencia por el lado materno, seguro— que ser redondo como la O es ser tonto de remate. Él, que entonces escribía en un diario financiero unas columnas muy sabrosas, para esponjar el espíritu de los comerciantes y mercaderes, tituló su siguiente artículo así: “Redonda como la O”. Fue un homenaje a la mujer que había sido tan tonta de casarse con un hombre que llegaría a ser inmensamente pobre, ¡y a propósito! Pero feliz. Con una familia grande y feliz (sin pero). Así que ahora, cada vez que alguien dice de una mujer que es dije —no inteligente— o hermosa, pero tonta, me acuerdo de mi madre. Comparados con ella, pienso que los once hijos le salimos bastante, cómo decirlo, sí: dijes.

En México, por cierto, terminaron por hacerle caso a la Miss México aquella. Otro amigo me llevó de paseo a Puebla, y nos acercamos a visitar la gran Pirámide de Cholula. Junto a ella había, todavía en obras, algunas ruinas nuevas. Estaban a la mitad del camino de su reconstrucción. Quizás llegarían a ser como habían sido hace dos milenios. Lógicamente había otros visitantes: aumentaba el turismo. Varones y mujeres de lejanos países —de Europa, Asia, América Inglesa— acudían para empaparse de ese ambiente entre curioso y esotérico. Lo que para los indígenas no era más que un montón de piedras, para los humanos civilizados era historia, cultura —aunque muerta—, evocación de ritos y misterios, así que valía la pena poner las piedras en orden, como pirámides. Lo dice el refrán: “el que pone la plata, pone la música”. Lo dijo la Señorita México: “¡Que construyan más pirámides!”.

No se extrañen, entonces, de que en otros países, como Chile, comencemos a descubrir momias milenarias —justo cerca de hoteles de novecientos dólares por noche— y restos que podrían ser de extraterrestres. El mercado todo lo soporta, todo lo espera, no piensa mal.

miércoles, julio 18, 2007

Atraso en columnas

Estimados lectores: He notado un atraso en mis columnas. Intentaré ponerme al día retroactivamente. Además, fijaré el día MARTES para actualizar el blog maximasminimas. Y dentro de poco abriré un blog solamente para poner las columnas de la prensa escrita.


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domingo, julio 15, 2007

Manuel Pellegrini: ¿hay esperanza?


La entrevista a Manuel Pellegrini me ha devuelto la esperanza (por Margarita Serrano, con fotos de Miguel Sayago, en la revista El Sábado, El Mercurio, 7 de julio de 2007). No canonizo al entrenador chileno del Villarreal. No conozco al detalle sus virtudes. Ni me corresponde juzgarlo. Simplemente digo que ha ido dejando un rastro admirable. Afirmo que no es posible separar la ética de la técnica, ni en el fútbol ni en ninguna otra actividad. Donde se produce ese quiebre, se corrompe también, a la larga, la eficacia técnica, como vemos en esos países e instituciones y personas que van de tumbo en tumbo, arrastrando una miseria que hunde sus raíces más en la falta de virtudes que en la ignorancia científica o tecnológica.

A la luz de la experiencia de Manuel Pellegrini, comparto contigo, lector atento, mis conclusiones.

Manuel era —nos dice la entrevistadora— “un joven y prometedor ingeniero civil, uno de ocho hermanos de una familia tradicional y muy conservadora”, que abandonó su empresa constructora para ser futbolista profesional. Primera lección: ¡Cuánto ayuda provenir de una familia numerosa! Por cierto, mejor aún si es tradicional y “muy conservadora”. Las probabilidades de hacer las cosas bien, de superarse, de no detenerse ante los aparentes fracasos, aumentan con el número de hermanos, la herencia acumulada —no es igual una familia con varias generaciones a la espalda que una, por irme al extremo opuesto, con una sola o ninguna— y el adecuado acompañamiento moral (es mi traducción de lo que los periodistas suelen llamar “muy conservador”).

“En esos tiempos era más difícil emprender una carrera que no fuera tradicional”, dice Manuel. Es verdad. Su constatación me trae a la mente a don Ismael Sánchez Bella, primer rector de la Universidad de Navarra, quien en 1990, de visita en la naciente Universidad de los Andes en Chile, respondió así a un joven preocupado por seguir una carrera peor pagada que la de futbolista: “Mira”, le dijo, más o menos, “para los mejores siempre hay un buen trabajo, y vosotros vais a ser de los mejores”. De manera que, estimado amigo, sigue el impulso de Pellegrini junto con el de Sánchez Bella: Escucha tu vocación —sea el fútbol o la filosofía o la historia— y procura ser de los mejores.

Segunda lección: Más vale buscar la excelencia en pos de un sueño noble, que hundirse en la mediocridad, por falta de ilusiones, en algo que no nos atrae.

“Me siento muy identificado con el Quijote. Luchando por causas imposibles, persiguiendo sueños lejanos, pero caminando hacia ellos en las buenas y en las malas”, dice nuestro héroe. “Se levanta temprano, y desde las 8:30 entrena en la ciudad deportiva del Villarreal. A las 12:30 termina de gritar y de correr con los jugadores, se va a su oficina y recibe a los que llegan con distintas peticiones y problemas. A las 2 vuelve a su casa a almorzar, duerme 15 minutos de siesta, ve un montón de partidos de fútbol de los equipos rivales en la televisión y comienzan sus clases de las cosas más raras: acaba de terminar las de francés, porque no quiere perder lo que aprendió en los Padres Franceses de Manquehue; clases de alemán, de impostación de voz...”, nos informa la entrevistadora.

Tercera lección: El Quijote puede hacer realidad sus sueños, si se levanta temprano, trabaja duro, descansa lo suficiente (¡esos 15 minutos de siesta!), es cien por ciento profesional (¿cuántos entrenadores dedican las tardes a observar a los adversarios?) y aprovecha el tiempo con algo tan útil como aprender idiomas o manejar mejor su voz, su instrumento de liderazgo. No pude evitar recordar, al leer ese pasaje, que san Josemaría recomendaba, a los jóvenes que se acercaban a recibir su formación, que, además de estudiar mucho y bien, aprendieran uno o dos idiomas y oratoria, el arte de expresarse bien en público.

“No me gusta la noche. Me acuesto temprano con mucho gusto, porque me levanto muy temprano”, afirma Manuel Pellegrini. Y responde con delicadeza las preguntas un poco frívolas sobre cómo sobrelleva la distancia con su mujer, que vive habitualmente en Chile, con sus tres hijos (nota en aras de la transparencia: yo le enseñé Derecho Natural a su hijo Juan Ignacio, en la Universidad de los Andes). El hombre reconoce la dificultad: “Hay un costo importante por el hecho de perder la relación diaria, la cotidianidad. Me he perdido mucho de la formación de mis hijos”. Sin embargo, algo se puede hacer: “El día comienza con mi llamado a mi señora, luego vienen los mails con todos. Ella viaja una vez al mes a verme y ellos van en las vacaciones. Pero tengo que reconocer que nada de eso es suficiente. La única manera de suplir en parte mi ausencia en Chile es con el hecho de que mis hijos vean que estoy siendo coherente con mi vocación. Porque también es una esperanza para los jóvenes; saber que se puede llegar cuando uno tiene la convicción y la fe que yo he tenido para llegar, en una profesión no tradicional. Mis hijos han visto a su padre arriba y lo han visto abajo, y saben que yo he seguido, porque mi éxito no está en los logros”.

Cuarta lección: Una vida plena pasa por subir y bajar, pero no será un fracaso si se apoya en la firmeza de una familia. No quiero idealizar la familia de nadie —ni la de Manuel ni la mía ni la del lector—, sino poner el éxito profesional en su justo lugar en la jerarquía de los valores. La familia está primero. El aumento de los fracasos matrimoniales, el hecho de que la prensa —dominada por gente de ese talante— trate como normal el emparejarse y desemparejarse, la sutileza de las excusas que tantos rumian para evitar la depresión, nada de eso pueden oscurecer esta verdad brutal: en la familia se juega el verdadero éxito o fracaso vital.

Futbolistas amigos: ¿por qué no lo entendéis?

domingo, julio 08, 2007

Futbolistas famosos: ¿por qué me hacéis llorar?


Sé que vosotros, ¡oh, intelectuales, que leéis estos desvaríos!, añoráis, desde que alabé a ese gran señor del balompié y guardián del honor de su hermana, Zinedine Zidane, añoráis, digo, unas palabras nuevas sobre el fútbol. Desde luego, no puedo arrollaros, en tan breve espacio, con las ideas geniales que me asaltan cada vez que la borrachera y la lujuria asaltan a mis chiquillos de la Roja, la nuestra selección de chúpfol profesional, que de tan penosa ya no nos hace sufrir, ni gritar, ni siquiera emborracharnos de alegría o de tristeza o de rabia. No tengo tiempo ni paciencia para ilustraros acerca de un sistema infalible para subir a un lugar decente en el concierto mundial de las naciones futbolizadas. Es un sistema cruel, por cierto, pues exige aplicar las leyes del mercado juntamente con la dureza de una dictadura violadora de los derechos humanos. Le trae, para comenzar, la tortura de levantarse y acostarse temprano, más trabajo duro, más silencio sin libertad de expresión, más abstinencia de alcohol y drogas y, sí, me temo que también de sexo, salvo en dosis moderadas para los que estén bien casados, más cárcel casi hasta el extremo del secuestro permanente —o sea, concentraciones sin escapadas por la ventana—, más charlas de virtudes humanas y trabajo bien hecho —sí: adoctrinamiento, contra la libertad de pensamiento, que no sé cómo puede jugar bien a la pelota un indio que piense lo que le dé la gana.

Mas todas esas revelaciones esperarán mejores tiempos, aunque, como ya saben, por un millón de dólares me doy vuelta la chaqueta y lo suelto todo ahora. Todo hombre tiene su precio y el mío —qué vergüenza— es bastante bajo. ¿O acaso creéis, miserables, que un guatón de billetes verdes es mucho dinero comparado con mi dignidad de persona humana? A propósito, mi hermana Teresa, que tiene restos de optimismo familiar y sabe cuán necesitado ando de dinero para mis proyectos infames, y que lo estoy buscando, me preguntó hace poco si acaso mi ridícula actuación como cibermendigo había dado algún fruto. ¡Qué vergüenza! Tuve que confesarle que, como nadie se toma en serio este remanso de sentido común que es Bajo la Lupa —por lo menos, nadie con fuerzas para enviar un euro o un dólar siquiera—, como todos piensan que soy rico solamente porque escribo best-sellers (como Las Instrucciones del Microondas, un superventas en su género, el de los libros desconocidos) y soy el columnista nuevo del diario más rico de Chile y realmente me las doy de aristócrata —lo soy, joder, lo soy: ¿que acaso un noble no puede ser pobre?—, en fin, que no me ha llegado ni un solo peso y ahora hago como que esa cibermendicidad fue solamente una broma.

Mientras tanto, me refiero solamente a la pena que un futbolista me causa cuando comienza a hacerse famoso. Sé que entonces vendrá el acoso de una banda de putas que se dedican al periodismo deportivo y de farándula sin demasiadas transiciones (entiéndase “putas” referida a personas de cualquier orientación sexual, pues no pretendo discriminar ahora por eso), un acoso perfumado pero de fondo asqueroso para emparejar al jovenzuelo con una mina, quizás la novia o la mujer de otro; para hacerle subir los humos a la cabeza, descentrarlo en lo emocional y en lo familiar, hasta que, aunque siga siendo bueno para las patadas, pierda poco a poco la estima de su dignidad —algo más de fondo que su maldita autoestima— que lo llevó a superarse para ser bueno como hombre alguna vez. Sí, señores, nos destruyen a los que van a ser modelos de nuestros jóvenes más indefensos, de todos nuestros jóvenes, sí, pero pienso ahora en los que se ven sometidos desde los siete años a optar entre estudiar o robar, entre sacrificarse o drogarse, entre . . . ¿por qué no completas tú, que yo estoy ahora llorando?

Sí. ¿Cómo no recordar al chiquillo Diego Armando Maradona, a quien tanto admiro, que terminó causando tanto daño a sí mismo y a su alrededor? Ahora recuerdo algo que se cuenta de cuando era un niño. No hay filmación disponible. Quizás es parte de la leyenda. No lo sé. Dicen que fue así. En el entretiempo de un partido, puso el balón en el punto penal. Solo. El público miraba. El chico tiró fuerte. El balón golpeó un poste lateral, a media altura. Los mirones lo pifiaron. ¿Cómo podía no echar dentro la pelota, él solo frente a las redes? Diego Armando avanzó lento, sereno. Tomó el balón. Otra vez lo emplazó en el punto central. Lo golpeó más fuerte. Volvió a fallar. El balón dio otra vez en el lateral, a media altura. En el mismo punto que antes. Algunos espectadores —miraban y no veían— volvían a abuchear, cuando a los otros, los que llegarían a ser fanáticos del Diego, los sobrecogía el silencio. Maradona era un niño. Otra vez tomó el balón. Al punto penal. Disparó fuerte. Y una vez más falló: en el mismo poste, a la misma altura, solo frente a las redes. El estadio estalló en aplausos y vítores.

Más tarde vendría la fama y las putas del periodismo farándula y las mafias de la droga y un ídolo que fue sano hundiéndose en la desintegración, la soberbia, la desgracia. Todos los que lo queremos por lo que fue no podemos dejar de llorar por lo que llegó a ser.

Por eso elevo una súplica a Iván Zamorano y a Marcelo Salas, también zarandeados por una vida no bien asesorada, y al Mati Fernández y a tantos otros que inician el camino de la fama. Os imploro: ¡Edificad vuestras vidas rectamente! ¡Tantos que os miran dependen de eso! ¿Por qué me hacéis llorar?

Este sábado encontré un buen modelo en Manuel Pellegrini, el entrenador chileno del Villarreal. Me ha devuelto la esperanza. Lo entrevista El Sábado de El Mercurio. Lo pondré bajo la lupa en el siguiente capítulo.

domingo, julio 01, 2007

Juan el Indígena


El domingo 24 de junio recordamos a Juan el Bautista. Los teólogos y los historiadores podrán decir algo con más autoridad. Yo me conformo con compartir mi desconcierto y sugerir que él puede proporcionar un modelo para afrontar algunos de nuestros problemas públicos, como el de los indios.

Me desconcierta que Juan el Bautista sea tan popular en la Iglesia, hasta el punto de tener dos días de fiesta, por su nacimiento y por su martirio, cuando en realidad debería ser, hoy por hoy, un santo impopular y escandaloso.

Él era todo un asceta. ¿A quién se le ocurre vestirse con pelos de camello y alimentarse con langostas y miel silvestre, para pasar la vida en medio de las bestias del desierto? Su ascetismo, su espíritu de sacrificio, no era, sin embargo, un ejercicio de embellecimiento espiritual, un cultivo del orgullo, sino, por el contrario, un medio para fortalecerse y no ser agitado como una caña por el viento. Así fue capaz de predicar con potencia la conversión al Pueblo Escogido, a ver si algunos acogían al Redentor.

El pueblo recibió a Juan como profeta. Las muchedumbres acudieron a recibir su bautismo de penitencia. Su predicación fue valiente y respetuosa. A los famosos escribas y fariseos los trató con dureza como Cristo después, para que esos hombres endurecidos en su orgullo dieran frutos dignos de verdadera penitencia y aplacaran así la ira de Dios. Los hombres principales de cualquier pueblo, como eran entonces estos escribas y fariseos, suelen endurecerse en sus posiciones intelectuales y morales. ¿Qué clase de liderazgo podrían ejercer sin una cierta firmeza en sus actitudes y creencias?

Juan y Jesús, sin embargo, desenmascararon esa firmeza como capa de la malicia, de la autosuficiencia, de la sustitución de la religión de Israel por las teorías y costumbres humanas de los custodios de la Ley. Por eso, Juan fue desagradable para ellos, como luego Jesús. Sus otros compatriotas también debieron escuchar las reprimendas del profeta, así como sus estrictas instrucciones a los ricos, para que repartieran sus bienes; a los soldados, para que se contentaran con su paga y no coaccionaran a nadie; a los cobradores de impuestos, para que no exigieran más que lo estrictamente establecido por la ley (hoy diríamos: que reprimieran la evasión, pero no la elusión legal).

En síntesis, nada cómodo era el profeta. Y menos cómodo que para nadie fue para Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, el asesino de los niños inocentes en Belén y su comarca, el gran predecesor de Planned Parenthood y sus satélites mundiales, como Aprofa en Chile. Juan el Bautista le reprochaba a Herodes su público adulterio, es decir, que convivía con la mujer de su hermano. ¿Se imaginan, lectores escandalizados, qué pasaría si hoy hubiese un profeta que reprendiera a los gobernantes por lo que ahora llamamos una situación matrimonial complicada o irregular o recompuesta, que Juan denominaba, simplemente, adulterio?

En fin, que lo cortés no quita lo valiente, y Juan trató a Herodes bastante duro para nuestros estándares de buena educación.

Igual, como sabéis, Herodes le tomó cariño y lo escuchaba con agrado y seguía sus consejos.

Igual, cuando lo de la danza de la hija de su amante, Herodes les sirvió, a las mujeres, la cabeza de Juan en una bandeja. Lo lamentó, pero lo hizo, con frivolidad letal.

Así fue Juan: santo, asceta, veraz, valiente, cortés, consejero, justo y justiciero.

Y decapitado.

Los problemas actuales solamente podrán ser resueltos por otros Cristos. Tanto en el nivel personal como en el sector social y político, la crisis nihilista (todas las otras navegan en la superficie de la nada) no se resuelve con artificios geniales, ni con inventos de futurologías, sino con una inyección brutal de Ser, de Realidad, de Alma y de Espíritu, es decir, con la radical transformación de los juguetes del nihilismo en hijos de Dios.

La crisis, con todo, es tan profunda que se necesitan también los Juanes, los precursores, los valientes que griten al oído de los asesinos y de los adúlteros, con respeto pero en alta voz. Los nuevos Juanes dirán, con matizada exigencia, a tantos hombres buenos, pero desorientados, lo que deben hacer. Deberán, no obstante, gritar potentemente, en apariencia sin matices, a los que estemos endurecidos por nuestras ideas y actitudes, para removernos de la peste del orgullo.

Deberán reprochar públicamente la iniquidad de los gobernantes.

Esto es lo que necesitamos los indios y los descendientes de indios y de todas las razas y pueblos que se juntaron en Europa. Y no nos vengan con lo del Día Nacional de los Pueblos Indígenas. O quizás sí, quizás este Día Nacional, celebrado a la par con el de Juan el Bautista, hará surgir algún profeta indio, cristiano, bautizado, capaz de decirles a los indios la verdad políticamente incorrecta. De decírnosla a todos, que somos mestizos por obra y gracia del amor.

Ese Juan el Indígena, como el Bautista, dirá, al indio pobre, que de él depende salir de la pobreza; al perezoso, que trabaje; al ladrón y supersticioso, que se someta al orden; al favorecido por la Providencia, que sea generoso con los otros; al explotador de su mujer, que la respete con amor; al que sea buen cristiano, como el indio Juan Diego, el más pequeño de los hijos de María de Guadalupe, que crea más y espere más y ame más y abrace la Cruz del Amor.

Juan el Indígena fustigará a los liberales, que, so pretexto de igualar al indio con el blanco, lo dejaron entregado a la astucia satánica de los más fuertes, de los que cambiaron las tierras indias ancestrales por unas riadas de vino, de los que entraron a sangre y fuego para pacificar lo que estaba en paz en otras manos.

Juan el Indígena desenmascarará a los indigenistas radicales, a los indios vivos que descubrieron cómo medrar con la mala conciencia europea.

Juan el Indígena no existe, porque ningún cristiano está dispuesto a ser como Juan el Bautista.