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domingo, junio 24, 2007

El día de los pueblos indígenas


Dos celebraciones atraen nuestra mirada este domingo 24 de junio. Se trata de la fiesta de San Juan Bautista y del Día Nacional de los Pueblos Indígenas. Intentaré relacionarlas en este y el próximo capítulos.

¿Cómo dice usted? ¿Que no ha recibido los volantes, folletos, correos electrónicos, anuncios de radio y televisión, con sugerencias sobre posibles regalos para sus indios más cercanos? ¡Qué descuido! ¿Será, acaso, que los indígenas son demasiado pobres para ser tomados en cuenta por el cruel mercado?

En fin, que no vamos a entrar ahora en los arcanos de la publicidad, la mercadotecnia (o marketing) y la manipulación de las masas consumidoras. Nos basta con detenernos en el asunto éste de la manipulación de los indios.

Incurren en una deplorable explotación de los indios los extremos del liberalismo tanto como los del indigenismo.

Respire hondo, señor, a ver si me entiende.

No tengo nada contra los conquistadores. No me compro ni por un segundo la famosa leyenda negra sobre la conquista de América. Nuestros antepasados europeos —los míos: españoles, portugueses, ingleses— hicieron por estas tierras, desde Alaska a Tierra del Fuego, lo mejor que podría haberles pasado a los habitantes de la zona: liberarlos de imperios crueles y de religiones supersticiosas, de costumbres horribles y malsanas, de retrasos increíbles en los que nadie —ni el más indio de los indios— querría vivir hoy. Implantaron en América una civilización superior en lo esencial —en la visión del hombre y de Dios, en la cultura y la ciencia, en la moral—, aunque no superior en todos y cada uno de los respectos, cosa por demás imposible. Los indios, por ejemplo, solían ser más limpios: Se bañaban todos los días, como han comenzado a hacer recientemente la mayoría de los europeos.

¿Que hubo abusos? ¡Por favor, señor, por favor! ¡Pero si eran hombres, no ángeles! ¿Qué proceso histórico de intercambio, de conquista, de negocios, de guerras, no ha ido acompañado de sufrimientos e injusticias? No pretendo negar el genocidio de los indios en Estados Unidos: ¡lejos de mí! La América española, en cambio, protegió a sus indios de tal manera que sus habitantes somos ahora, mayoritariamente, mestizos, y hay aún muchos indios. No niego que haya habido abusos, como los hay ahora y aun menos; pero solamente el Estado liberal, después de los procesos de independencia del siglo XIX, se propuso dominar todos los rincones de estas tierras, a sangre y fuego, y hacer de los indios ciudadanos iguales a los demás ciudadanos.

De manera que, sin rencor contra mis antepasados blancos, repudio la ideología liberal que, hasta el día de hoy, so pretexto de considerar a todos los habitantes de nuestra tierra solamente como ciudadanos libres e iguales, ha dejado a los indios en manos de los más fuertes, de los que podían engañarlos y comprarles sus tierras y su dignidad. El liberalismo puro, extremista, quitó a los indios todas las protecciones paternalistas establecidas por la Corona.

Los hizo libres e iguales. Redujo sus diferencias y su identidad a la monocroma igualdad del hombre racional y libre. Despreció sus costumbres, sus tradiciones, su debilidad cultural frente a la astucia del hombre blanco, que hasta el día de hoy opera.

Por otra parte, la ideología indigenista no ayuda demasiado a restablecer la justicia histórica. En realidad, los pueblos indígenas jamás hubieran producido una ideología como la que parece dominar, desde Europa principalmente, todos estos movimientos de reivindicación india. Los indios puros, a diferencia de los europeos ingenuos y de conciencia culposa, no se conciben a sí mismos como “los pueblos originarios”, desde un polo al otro del continente. Semejante unidad conceptual solamente puede proceder de las categorías filosóficas inventadas en el Occidente cristiano; nunca, ni por asomo, de los caníbales de las Antillas, de los bebedores de sangre, de los machos explotadores de sus mujeres trabajadoras, de los ladrones empedernidos del Sur.

El indio, bueno o malo, es un invento europeo.

La ideología indigenista pretende arrancarle al Estado liberal cuotas de poder, de dinero, de autonomías, de tierras, es decir, de bienes liberales, para los hombres que conserven ciertos rasgos de raza. De ahí la paradoja de que el Día Nacional de los Pueblos Indígenas se celebra en Chile por Decreto Supremo del Estado desde 1999. La existencia de un “día nacional” no tiene nada que ver con las culturas originarias de estos lugares: ¡es un invento europeo! No obstante, un indio que celebró la institución de este Día Nacional, don Roberto Namuncura, sostuvo que se trataba de “un acto de justicia, a través del cual se dio reconocimiento a una sentida aspiración histórica de nuestras comunidades”. ¿Sentida? ¿Aspiración histórica? ¿Desde cuándo?

Ideología indigenista, que termina favoreciendo a los indios más vivos, a los más fuertes, incluso a los violentos.

Ahora dejo constancia de que nada tengo contra los indios. Yo procedo de un indio peruano, uno de los incas, según nuestro árbol genealógico familiar. He admirado desde pequeño tantas virtudes de los indios de México —por ejemplo, su devoción a la Virgen de Guadalupe— y de Chile —¡qué aguerridos que aparecen los araucanos en la Araucana, y qué trabajadoras sus mujeres!—, tantas buenas cualidades, que ahora solamente quiero decir que los indios deben ser protegidos de los abusos del indigenismo actual tanto como de los del liberalismo pasado.

El indigenismo, por ejemplo, en su empresa ideológica de recuperar todo lo aborigen, intenta adscribir a sus indios —los indigenistas son como dueños capitalistas de los pueblos originarios— sus antiguas prácticas religiosas y morales, en buena hora erradicadas por los conquistadores. Se intenta revertir el progreso cultural y moral traído desde Europa, como se vio en la asunción del mando de los presidentes Toledo (apellido indio peruano) y Morales (apellido indio Boliviano). La conversión de los indios, en cambio, fue sincera: El cristianismo respondía a sus aspiraciones trascendentes mejor que las creencias tradicionales, aunque algunas contenían elementos de verdad y de belleza casi propedéuticos.

Entre liberalismo e indigenismo, justicia con los indios.

domingo, junio 17, 2007

El día del padre: ¿quiénes celebran?


He celebrado muchas veces a mi padre, pero nunca en este día del padre, universal y omnipresente. Hemos celebrado, sus hijos y nietos, el cumpleaños del padre y abuelo. Nunca se nos había ocurrido celebrar, así en general, “el día del padre”.

La idea no parece mala; más bien, parece muy buena, justa, como el día de la madre, como una prolongación humana del gran mandamiento divino: “Honrarás a tu padre y a tu madre”.

Algo suena extraño, sin embargo, y como que cuesta acostumbrarse.

El día del padre fue establecido, en primer lugar, en los Estados Unidos de América del Norte, al despuntar el siglo XX. Una buena hija lo promovió para honrar a su señor padre, quien, tras enviudar por culpa del parto letal de su esposa, había asumido los dos roles, el de padre y el de madre.

Interesante origen. El día del padre comenzó porque un padre, mediando la desgracia de la viudez, asumió su rol de madre. Y porque una hija —nótese bien que no un hijo— quiso honrar a tan heroico progenitor. Después se sumaron otros estadounidenses, y, finalmente, el gobierno, que, en los países libres, siempre va detrás de lo que la gente ya ha decidido hacer.

La celebración, que quedó fija en el tercer domingo de junio, se ha extendido por el resto de América y por Europa, y luego por África y Asia y Oceanía. Es una fiesta universal, casi como si fuese un mundial de fútbol.

Yo personalmente no hago una fiesta, fundamentalmente porque no sé si mi padre me lo permitiría. El asunto nos ha llegado cuando los dos tenemos aproximadamente la misma edad. Además, solemos tomarnos juntos un café cualquier día, a cualquier hora, para conversar de cualquier cosa, y siempre siento como que estoy celebrando. Por último, no lo celebro porque él todavía no ha asumido su rol de madre; quiero decir que, gracias a Dios, y a la pericia de mi madre con los partos, los once partos que tuvo viva, el bueno de mi padre no ha enviudado.

Así que, a fin de cuentas, él todavía no se merece que lo celebremos como la señora yanqui celebró a su señor padre.

Insisto, algo huele a raro en toda esta fiesta tan hermosa.

Piensen ustedes, por ejemplo, ¿qué pensarían de un país donde se celebrara el día nacional del aire limpio? ¡Que viven en una nube de polvo y carbón!

¿Se imaginan a nuestros antepasados indios celebrando el día del agua pura? Yo puedo pensar en que rindieran culto al sol y a la luna, a los vientos y a los mares, a las fuerzas superiores de la naturaleza de la que dependían como de sus dioses. No me cabe en la mente, en cambio, pero estoy abierto a ser refutado por un sabio antropólogo, que celebraran como parece que celebramos nosotros: con nostalgia. Tiendo a creer, pues, que la conciencia del valor de la paternidad —y qué gran valor que tiene, sin duda— se expande por el mundo en la misma medida en que la paternidad se ha gastado, ha entrado en una crisis de dimensiones cósmicas, les parece a muchos —en algunos ambientes, a la mayoría de los niños— como un artículo de lujo, como la copa del mundial de fútbol, eso que —en Chile, al menos— se mira y no se toca.

La paternidad biológica, extramarital, de tantos adolescentes; la adolescencia prolongada de tantos padres, profesionales exitosos y bien casados, pero todavía inmaduros, con la esperanza de ir madurando un poco antes que sus hijos, una esperanza que tantas veces falla; los divorcios y las separaciones y esa masa errante, cada vez más pesada, de hombres con fracasos existenciales a cuestas, que hacen lo que pueden para estar —cada día que pasa, un poco menos— con sus pobres y abandonados hijos; las incertidumbres inherentes a ese mundo cruel, asesino, brutal, de la producción artificial de hijos deseados, los hijos del vidrio, que solamente a veces saben de qué genes proceden; la crisis de la autoridad incluso de los padres más maduros y recios, los mejor plantados, que deben luchar por sus hijos contra sus hijos, con la esperanza de que ellos, cuando maduren, entiendan y agradezcan esos choques, esos límites, esas negativas, esa exigencia, ese impulso a superarse; la sociedad que exalta la autonomía, la rebeldía de los niños, la explotación de los sentimientos adolescentes, el libertinaje; todo esto y más subyace a una crisis de la paternidad que podemos entender muy bien quienes hemos tenido un padre perfecto, y vemos las luchas de otros con su propia paternidad, y —por providencia divina— no sufrimos bajo la tribulación de la carne.

En este contexto, la celebración universal del día del padre es una cosa buena. Aunque provoque nostalgia y tristeza, aunque suscite preguntas dolorosas —mejor: porque suscita las preguntas de fondo—, es santo celebrar lo santo, y la paternidad es santa.

Algo, sin embargo, huele a podrido en los festejos del día del padre.

Lo más santo y bueno puede corromperse bajo el peso del estiércol del diablo.

Llevamos tres semanas, un mes quizás, con la burbuja comercial que nos envuelve con su mundo de alegría pop, donde todo son papás ultra-súper-descomunales a los que sus hiper-requetecontra-admirados hijos les harán el gran regalo que, lógicamente, la mayoría de la población del mundo no puede ni soñar en comprar, ese regalo que —otra vez— se mira y no se toca.

Los ricos, sin embargo, también lloran. El agrado que sintió ese papá comprándole su iPod al niño rico, lo sentirá ahora el niño grande, también rico, comprándole al viejo un buen viaje, un auto, una máquina de hacer café, una afeitadora, una corbata, un Macintosh (si tiene buen gusto, que, si no, cualquier PC vale), una botella de whysky; pero los dos, contentos, pensarán, sin duda, si acaso no han sido, cada uno a su turno, sendos juguetes del mercado y del capricho.

Hijos de Mammón.

domingo, junio 10, 2007

La muerte es mi compañera


No te acerques demasiado a mí. Del hálito de vida, que brota de una sonrisa, al helado soplo de la muerte, hay un paso débil, negro, suave. No te me arrimes, amigo, amiga, que la muerte es mi compañera.

He paralizado por un segundo a esta gran danzadora, compañera mía, para verla quieta y mirarla de frente y gritarle: ¡¿por qué?! ¿Por qué me acompañas desde que era yo tan joven que no debía haber sabido tu nombre?

Ya se lo he dicho hace una semana a mis alumnos en la Universidad de los Andes:

—Una desgracia tienen ustedes, ahora irremediable.

Silencio. Pensaron que era broma, otra vez, porque esa compañera mía me ha donado el humor negro. Sí, es humor; pero negro, negro como ella, y no siempre sutil.

—La desgracia es que ya se me han muerto muchos, demasiados amigos jóvenes, alumnos y ex alumnos —les expliqué con calma.

La muerte es mi compañera. Ahora veo que es eterna.

Ellos callan. Yo prosigo:

—¿Fueron “accidentes”? Así dicen, pero siempre hubo algo de más: o velocidad o vértigo o la embriaguez de mil fuentes inconscientes y malditas.

Silencio. Callan los chicos porque la muerte no es palabra para jóvenes. Quizás es verdad, entonces, que yo nunca fui joven. Quizás por eso, por ese desfilar de la muerte tan pronto a mi lado, que siempre quise ser viejo, y hasta me divertí y me reí con eso de que qué viejo estoy.

—Así que, ustedes, por favor, ¡cuídense!

Están advertidos. Quiera Dios que mi compañera no venga a danzar cerca de ellos, que elija a otros más aprovechados.

Como eligió a María de los Ángeles Manasero, la primera de nuestro grupo de doctorado que ha dado el salto al Cielo.

Sí, era joven. Sí, murió de cáncer. Sí, se preparó para morir como una buena cristiana, tras años de luchar por su existencia. Sí, la vi una sola vez en todo este tiempo de lucha, porque vivíamos lejos. Sí, me invade la tristeza, porque tengo corazón.

Se me vienen a la mente esas comidas del departamento de filosofía del derecho en la Universidad de Navarra. Esos seminarios. Nada espectacular ni frecuente, pero ahí nadie sobraba, todos aportaban lo suyo, en lo académico y en lo humano, en todo.

María de los Ángeles era una presencia discreta, amable, con buen humor, de esas que hablaban cuando tenían algo que decir de interés para los demás.

Y era argentina, por supuesto, argentina también de alma.

No tenía nada de ese aire avasallador que los pobres y tímidos chilenos asociamos instintivamente con la sustancia del ser metafísico argentino. No era esa tromba personificada por otro doctorando argentino, que era como un volcán de palabras y de acciones y que, por supuesto, todavía no se ha muerto (Dios te guarde muchos años, Fernandito, el tímido).

María de los Ángeles tenía que morirse así, tras la lucha, serena. Mas yo me rebelo contra mi compañera la muerte, que se me viene de cerca tan seguido.

Ahora es María de los Ángeles quien detona mi rebeldía. O quizás no es rebeldía de la mala, sino sólo la tristeza del que no se acostumbra, del que nunca ha asistido a unas exequias para fumar en el dintel de la iglesia, del que desde tan niño danza con la muerte y desea que ella, la compañera cruel, se quede quieta unos años.

¡Es que no cesa de moverse, de bailar con sorna delante de los que se creen inmortales!

Poco antes de María de los Ángeles había muerto Felipe, un estudiante de Ingeniería en la Universidad de los Andes. También se me agolparon los recuerdos de paseos, de conversaciones, de actividades varias, de ideales comunes, todas cosas pálidas y sin importancia cuando las cubre el manto de mi compañera la muerte.

No quiero decir ahora nada sobre Felipe porque no serviría más que para aumentar la tristeza, y yo no soy un hombre triste.

Lo más extraño de todo es que ella, mi compañera de ruta, ya no logra aguijonearme. No es que esté abotargado, como esos heridos de guerra que ya no sienten el horror de los cadáveres y los mutilados. No. Sucede que la tristeza, la pena, no se opone totalmente a la alegría, a la serenidad.

No es que me haya acostumbrado y resignado a que todos los que quiero se me mueran hasta que me muera yo. No. Sucede nada más que uno termina por amar a sus compañeros de viaje, y la muerte es mi compañera.

Tú ya estás advertido. No te me acerques porque te arriesgas a la muerte. Si un día vienes, como amigo, como alumno, como lector, procura pertrecharte de prudencia, de mesura, mira que mi compañera aprovecha el menor descuido en la velocidad, en la bebida, en la inconsciencia, para dar su abrazo eterno.

Y a veces, tan impaciente que es ella, tan caprichosa e incomprensible, no espera al descuido. Se lleva a quien quiere, al más sano, al mejor pintado, al más prudente. Sirve como una lección para todos, para vivir al día, para no tener asuntos pendientes de esos que son importantes, como dar las gracias o pedir perdón. Todos los demás, los poco importantes, se arreglan con la muerte.

Sé que ahora puedes tener la tentación de alejarte de mí: abandonar nuestra amistad, tan difícilmente construida; cambiarte a un curso distinto, con un profesor menos cercado por la muerte; renunciar a leer estas páginas de locura y de negro humor.

¡Supersticioso!

La verdad, por desgracia, es que ya no hay vuelta atrás. Aunque hayas llegado a este capítulo por Google, tu suerte está echada. Ya no tiene sentido huir, porque mi compañera de ruta abraza por igual a todos los que alguna vez, no importa cuán leve y breve e inopinadamente, hayan osado entrar en este círculo.

Solamente te queda una salida digna: prepararte a bien morir, como María de los Ángeles.

Y entonces diré una plegaria por tu alma.





domingo, junio 03, 2007

Esto sí que tiene nombre


Una de las experiencias más extrañas de mi niñez fue darme cuenta de que nadie se llamaba como yo. Sí tenía, entre mis conocidos y amigos, a varios Fernandos, Alejandros y Felipes, y Cristinas, Magdalenas y Teresas. Cristóbales, en cambio, no conocí a ninguno, durante mucho tiempo, hasta que, un día, un señor mayor, a quien todos conocíamos por Juan, me confesó que se llamaba Juan Cristóbal.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, he comenzado a reconocer mi nombre en otros, siempre muy jóvenes. Y mientras más joven es la generación, más tocayos se me aparecen.

Sin ir más lejos, ayer, en una librería del Parque Arauco, mientras hurgaba a ver si aparecía mi librico Las Instrucciones del Microondas, he aquí que una señora, con un libro en la mano, la cabeza echada sobre su hombro izquierdo, mirándome casi de frente dice: “Oye, Cristóbal, ¿cómo se llamaba tu libro?”.

Fue un instante. La miré. No pude reconocerla, pero me dispuse a responderle de inmediato, bastante halagado por que alguien buscase mi libro, me reconociera y me hablara tan directamente sobre el asunto. “Se llama Las Instrucciones del Microondas”, iba a decir, cuando ella, gracias a Dios, prorrumpió antes con ese “Ah, sí, El león, la bruja y el ropero, ¡aquí lo tengo!”.

Hablaba por su teléfono oculto con un niño lejano, claramente un tal Cristóbal.

Quedé como con el ímpetu en el aire. Miré para otro lado. Por suerte no alcancé a decirle nada. ¿Se imaginan? “Mi libro, señora, es Las Instrucciones del Microondas”. Y ella: “¿Y a quién le importa? ¡Déjeme hablar con mi Cristóbal?”.

Moraleja, Cristóbal: No olvides que hay muchos que se llaman como tú.

Todos tenemos un nombre. Antiguamente, el nombre era el ser mismo de la cosa. Dios era “Yo Soy”. La época posmoderna, que todo lo disgrega, parece separar cada día más el ser del nombrar. Sin embargo, todavía hay en el nombre que uno lleva algo similar al ser: que nos viene dado, que lo debemos a nuestros padres, que nos lleva a preguntarnos por su sentido.

Y así como no tiene nombre darle el ser a un niño sin garantizarle su identidad, como cuando se lo echa a este mundo huérfano y despreciado, o como cuando se le hace nacer como objeto del deseo y no como fruto del amor, o como cuando se le ocultan sus raíces biológicas para proteger el tráfico de gametos con fines de reproducción artificial, así tampoco tiene nombre que los padres identifiquen a sus hijos con nombres estrambóticos, malsonantes, desarraigados, ridículos.

Pensándolo bien, el asunto éste sí que tiene nombre, pero vamos a dejarlo oculto por lo que significa.

De vez en cuando, se publican en Chile, como en muchos otros países, las nuevas modas en materia de nombres. Tengo delante de mí uno de esos recuentos (La Tercera, 3 de junio de 2007, pág. 22). Consolador y preocupante a la vez.

Piensen ustedes que el primer lugar, en Chile, se lo llevan Benjamín y Martina, para varones y mujeres respectivamente. Les siguen, entre los niños: Vicente, Matías, Martín, Sebastián, Joaquín, Diego, Nicolás, José, Cristóbal (¡increíble encaramamiento en el ránking!), Bastián, Juan, Ignacio, Maximiliano y Felipe. Y entre las niñas: Constanza, Catalina, Valentina, Sofía, Javiera, Antonia, María, Isidora, Francisca, Fernanda, Camila, Antonella, Florencia, Josefa y Emilia.

Hasta ahí, los nombres parecen indicar una cierta inserción de la mayoría en la tradición chilena, con nombres cristianos y castellanos, relativamente comunes y, permítanme decirlo, biensonantes.

Sin embargo, fíjense cómo otros nombres van subiendo posiciones, tomados de las series de televisión o del imaginario globalizado. Kevin, por ejemplo, es más usado que Alejandro; Christopher, más que Rafael. No pasa nada, si esos niños se van a vivir luego a Estados Unidos; pero, en Chile, ya sabemos: o son hijos de familias emigrantes —en cuyo caso, Kevin y Christopher son bien vistos, como lo serían Jonathan y Paul— o simplemente son hijos de familias sin tradición, o de familias pobres e incultas, de clase baja o de medio pelo, o, por desgracia, de ninguna familia propiamente dicha. Otro tanto pasa entre las pobres niñitas: Carolina, un nombre precioso —como de ojos verdes y cuentos de hadas—, ha sido desplazado por Anais y Krishna; Andrea, por su lado, cae ante Kiara y Dafne.

No es un problema solamente de clases sociales. No es un asunto de simple clasismo, como tendería a pensar alguien políticamente correcto. No, señores, porque el nombre refleja el ser de la persona, indisolublemente unido al de su entorno familiar y social. Por eso, nuestro complejo de inferioridad puede inclinarse ante un Kevin que desciende, con acento yanqui y la billetera repleta, de un avión procedente de Nueva Inglaterra; pero ante “el Kevin” de La Pintana —una población marginal de chavolas, al sur de Santiago—, se inclina nuestra compasión, no nuestra admiración.

¿Y si el Kevin de La Pintana se convierte en inmensamente rico, con el paso de los años? Los milagros son posibles. En ese caso, “poderoso caballero es don dinero”, nos inclinaremos como nos inclinamos todos ante los ricos y los poderosos.

De todas maneras, los nombres globales en las villas miseria suponen cierta conexión con un mundo real más amplio. Lo peor emerge ante nuestros ojos cuando el citado reportaje nos informa que los niños comienzan a ser nombrados en honor a personajes del cine, el deporte o la televisión: Zinedine, Zidán y Beckham, bien, que merecen ser honrados (¿jugará mejor un “Beckham Pérez” que un “Zidán González”?); pero Legolas, Neo, Eminen . . . y luego ya viene el acabóse: K’rla, Zxamorith, Xol, Violent, como nombres de mujeres, y Ziggi, Xadyer, Pool, D’, Anarko, como nombres de varones.

Existe una miseria de fondo, más profunda que la socioeconómica, cuando algunos hermanos y hermanas nuestras —terminadas las risas, vemos que somos hermanos— sienten de lo más natural donar a sus hijos unos nombres que no los conectan con nada, solamente con un mundo virtual y desarraigado.