Páginas

jueves, noviembre 30, 2006

Polonium 210: el hombre nuclear


Se acaba de descubrir que tres aviones de British Airways están ligeramente contaminados con una sustancia radiactiva. Los aparatos conectaban Moscú y Londres, pero han volado también a otros lugares de Europa. En 221 vuelos, pueden haber sido afectados 33000 pasajeros y 3000 funcionarios de la línea aérea y de los aeropuertos. El máximo ejecutivo de la compañía, tras el inmediato retiro de las máquinas, declaró: “Queremos asegurar a nuestros clientes que el asesoramiento que se nos ha dado indica que el riesgo para el público es muy bajo”.

Muy claro y muy honesto.

Yo debo viajar desde Inglaterra a Chile en pocas semanas. El vuelo más barato es el de British Airways. Por si acaso, usaré otra línea aérea.

Pero, ¿cómo? ¿Acaso no han retirado los tres aviones? ¿Acaso el riesgo no es muy bajo?

De acuerdo, pero el que va a volar soy yo, no tú. Y yo soy cobarde, segurero, conservador y escéptico. Solamente sabemos que han retirado los tres aviones descubiertos. No quiero que, tres días después de viajar, me entere de que, en realidad, se han descubierto otros cuatro.

Sí, el riesgo es muy bajo, pero eso no sirve de nada para el pobre pájaro que se saca la polla con Polonium 210.

De todos modos, comprendo el intento del ejecutivo ése por no perder clientes. No, no es la salud lo primero, sino no perder dinero, plata, pasta, guita. Ésa es la función del ejecutivo. Las autoridades y los médicos pueden preocuparse de la salud: cada uno a lo suyo.

La Autoridad de Protección de la Salud en el Reino Unido ha dicho que los cercanos al Polonium 210 no deben preocuparse. Afecta solamente a los que lo ingieren. No obstante, todos los funcionarios del hospital donde falleció Alexander Litvineko, el ex espía ruso cruelmente envenenado, pasarán por una revisión y asesoramiento.

¿Para qué, si no han ingerido nada? He ahí el asunto. Los riesgos vitales son tan importantes que están por encima de las seguridades científicas.

Esto me afecta más de lo que tú crees.

He rezado mucho por el pobre Alexander Litvineko porque no todos los muertos son iguales. Según el grado de cercanía con nosotros, les debemos más nuestro recuerdo y nuestras oraciones.

La historia es muy sencilla.

En los últimos meses he estado en contacto con varios estudiantes y profesores de Moscú. He aprendido a apreciar los esfuerzos que hacen para incorporarse al mundo civilizado, es decir, a Europa (la crisis europea por la extensión de la cultura del hedonismo y de la muerte no anula el hecho histórico de ser la cuna de la civilización mundial tal como la conocemos ahora). Y contra esos esfuerzos militan los resabios de la Nomenklatura, las mafias de la desmembrada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), los poderes tenebrosos en cuya cúspide está Vladimir Putin.

El Kremlin ha negado las imputaciones. Dirige sus sospechas contra el millonario ruso Boris Berezovsky, exiliado en Londres y amigo del difunto. Un representante de la ex KGB dijo, respecto de las acusaciones contra Rusia: “no hay necesidad de comentar afirmaciones que son simples tonterías”. Yo estoy de acuerdo. Los rusos quieren que creamos que el amigo millonario es el asesino. No los agentes de la ex KGB, aunque consideren a Litvineko como un traidor. Simples tonterías. Nonsense.

Espero que Scotland Yard encuentre las pruebas contra los asesinos. O que llamen a Sherlock Holmes.

Mi cercanía con Litvineko va más allá de mis recientes contactos rusos. Sucede que uno de mis amigos en Londres es el doctor John Henry, experto mundial en venenos. Él fue uno de los primeros en ser llamado a dar un diagnóstico. Ha debido dedicar no poco tiempo, además, a la televisión y a la prensa en general. Su impresión era que el ex espía había sido envenenado con Thalium Radiactivo. Les explicó a los periodistas que el Thalium corriente se usa para eliminar hormigas y ratas, pero que, en este caso, que sea Thalium es poco relevante, la radioactividad es el asunto.

John me comentó, con pesar, cuando el paciente se debatía entre la vida y la muerte, que quizás iba a morir. Sí, había una posibilidad de curarlo, pero necesitaría un transplante de médula ósea, si acaso no moría antes.

Y murió antes. Sus últimas palabras fueron, al parecer: “Me cogieron esos bastardos; no cogerán a todos”. Yo, en su lugar, hubiera preparado mi alma para el encuentro con el Creador.

La autopsia demostró, como decía el Dr. Henry, que lo importante era la radioactividad, pero la sustancia no era Thalium, sino el ahora famoso Polonium 210.

Da igual ese dato técnico. A mí me afecta el hecho de haber estado, en la cadena humana, a solamente un eslabón de él: John Henry.

Por eso rezo por Alexander más que por otros difuntos. Espero que la horrible forma de morir le haya servido como penitencia por los trabajos que tenga a su haber en la antigua KGB, antes de que los remordimientos le movieran a huir.

La vida y la muerte no son como en las películas ni como en esos cuentos de hadas que nos leen los sofistas para adormecernos.

Supongo que los mayorcitos recuerdan esa serie de televisión, El Hombre Nuclear o El Hombre Biónico, un tal Steve Austin que, tras ser casi asesinado, es reconstruido con partes activadas con energía atómica. Costó seis millones de dólares. Corría a gran velocidad, era poderosísimo.

La realidad es que el hombre nuclear se muere por la radioactividad.

Supongo que los mayorcitos están conscientes de la propaganda que se hace para que los chiquillos incontinentes y los viejos verdes no se sientan mal, se sientan seguros, en la arriesgada búsqueda de placeres promiscuos. Como si las ETS no fueran más astutas y porfiadas que todos los espías de la KGB juntos. Como si el virus del SIDA y otros enemigos mortales no fueran a cogerlos.

Y la realidad es que los bastardos van a cogerlos a todos.

jueves, noviembre 23, 2006

El poder y la verdad


La verdad se abre paso por sí misma, suavemente, sin necesidad de la fuerza para imponerse. El Concilio Vaticano II afirmó solemnemente “que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Dignitatis humanae n. 1).

Lindo, ¿verdad?

Si fuese así, no sería verdad que el Juicio Final es necesario, entre otras cosas, para rectificar la buena fama injustamente ganada y la mala fama inicuamente atribuida; para reparar los sufrimientos de los inocentes y las burlas de los cínicos; para poner en su lugar definitivo todo aquello que, según el juicio terreno de los hombres, se mantiene en pie como verdadero siendo falso y como falso siendo verdadero, hasta el final de los tiempos.

Dios no sería infinitamente justo si no hubiera un Juicio Final. Él no sería omnipotente si fuese incapaz de esa rectificación definitiva. De ahí, pues, que toda búsqueda temporal de alguna semejanza de la justicia divina exige estar dispuestos a un cierto grado de violencia: a chocar con quienes la combaten.

Supongamos que un gobernante miente: la verdad sufre, el pueblo es engañado. La alternativa para un ciudadano honrado es clara: o callar, evitando así el choque con el poderoso, o refutar la mentira, afrontando esa violencia, que puede ir desde la simple molestia hasta la persecución cruel y sanguinaria. El que habla ejerce un tipo de fuerza a veces más dura que la espada. Sin embargo, en los casos extremos no basta la palabra, por violenta que pueda parecerle al mentiroso o al tirano. En los casos extremos, la verdad que es atacada por la fuerza debe ser defendida por la fuerza. Pensemos, por ejemplo, en quien propaga una verdad científica, filosófica o religiosa. Si alguien intenta impedírselo por la fuerza, esa verdad no se abrirá camino por sí misma si no hay hombres valientes (policías, soldados, la resistencia cívica) dispuestos también a usar la fuerza.

Lógicamente, no tengo ninguna objeción a que alguien decida llamar “violencia” solamente al uso de la fuerza contrario a la razón y a la justicia. En tal caso, la violencia es siempre injusta e irracional por definición, por convención. Mas se trata de una cuestión meramente lingüística. El fondo del asunto es que, sin usar la fuerza (o la “violencia” en su sentido clásico, moralmente neutral), la verdad y la justicia no se abren camino por sí mismas. Por eso, Juan Pablo II y Benedicto XVI han condenado la “violencia” —es decir, el uso de la fuerza contra la verdad y la razón— sin dejar de dirigir sus discursos, llenos de alabanzas por su misión y de consejos para su labor, a los soldados y los policías, que incluso cuentan con organizaciones eclesiásticas especialmente erigidas para servirlos en sus necesidades espirituales, los llamados “ordinariatos militares”.

Juan Pablo II, sin ir más lejos, al mismo tiempo que condenó la Guerra del Golfo Pérsico —le pareció injusta de acuerdo con los principios clásicos sobre la materia— pidió la intervención armada de las potencias occidentales en la antigua Yugoslavia. La Santa Sede denominó “injerencia humanitaria” a ese uso de la fuerza absolutamente imprescindible para desarmar al agresor.

Muchos creen ahora, ingenuamente, que la justicia y la verdad no exigen el uso de la fuerza, del poder, de los castigos y de las guerras, de la policía y de la política, para extenderse y para defenderse y para imponerse siempre que sea necesario. San Agustín, hablando de la guerra, decía que ese modo de pensar equivalía a entregar el mundo —por ende, los cristianos, que viven en medio del mundo— en manos de los criminales.

La política es el arte del uso del poder —de la fuerza socialmente reconocida— para el bien común. En consecuencia, según lo ya expuesto, incluso cuando no estamos en situaciones extremas (guerra justa, rebelión armada contra una tiranía insoportable, etc.), el uso del poder, de la política, mediante los medios pacíficos y ordenados de una sociedad civilizada, es algo imprescindible para defender la verdad y la justicia.

Nietzsche piensa que no hay verdad, sino solamente interpretaciones, y que la interpretación que prevalece en un determinado momento es una función del poder y no de la verdad. Sería demencial replicarle, en una época que ha visto nacer hijos de Nietzsche de debajo de las piedras, como una plaga, con la ingenuidad de que no, que sí hay una verdad, y tarde o temprano se abre paso por sí misma. Es necesario aceptar el reto de que, si existe una verdad, también es verdad que las diversas interpretaciones pueden desfigurarla, negarla, oprimirla, y así hasta el final de los tiempos, cuando ese Juicio Final de que hablamos, a la vez infinitamente verdadero y poderoso, haga prevalecer la interpretación correcta.

Más brevemente, ésta es la respuesta a Nietzsche: “Me importa un comino lo que tú pienses sobre la verdad, pero es verdad que nadie nos ahorrará la guerra por las interpretaciones”. Y luego: “procuremos que sea lo menos violenta posible”.

¿Un armisticio? Quizás. Es preferible un armisticio a un engaño recíproco.

Hago un llamado, pues, a todos los que creen en alguna verdad, a comprometerse en la lucha para defenderla. La violencia en sentido estricto solamente será necesaria en algunos casos, como la guerra, la acción policial, la legítima defensa. Es verdad que algunos “que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica”, pero eso solamente es lícito siempre que “se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades” (Gaudium et Spes n. 78; Catecismo, n. 2306).

No digo que no vayamos a equivocarnos. Podemos defender, sin quererlo, una interpretación falsa. Pero más vale equivocarse en esta lucha, creer de buena fe algún error, que cometer el error garrafal de abandonar la verdad hasta el día del Juicio Final.

jueves, noviembre 16, 2006

Vicios y virtudes: ¡a diestra y siniestra!


Hace unos meses un amigo me preguntaba sobre la curiosa división entre los católicos chilenos.

—Sin perjuicio de la legítima libertad para especializarse en diversas líneas de acción —me decía, más o menos—, ¿no es extraño que haya muchos ciudadanos católicos muy sensibles para los ataques contra la familia, como con el divorcio, y contra la vida, como el aborto y la eutanasia, pero resignados o ciegos para las injusticias laborales, sociales y económicas, e incluso respecto de otros atentados contra la vida, como los de las guerras y la represión política? Y al revés, ¿qué pasa con tantos católicos movidos por la justicia social, la lucha contra la miseria, los derechos humanos de los presos políticos y de los soldados de Irak, pero que, al mismo tiempo, no aceptan la moral matrimonial de la Iglesia, no se preocupan por el avance del divorcio, el aborto, la eutanasia . . . ? ¿De dónde viene esta división? ¿Es un producto de la historia de Chile, o tiene paralelos en el mundo?

Procuré responder, en primer lugar, eliminando el “empate moral”, por así decirlo.

En efecto, no es lo mismo defender al niño no nacido contra el crimen nefando del aborto, que defender a los criminales contra la pena de muerte, cuando ella deja de ser imprescindible. Debemos hacer las dos cosas, pero no igualar al inocente con el culpable.

No es lo mismo la injusta remuneración de los trabajadores, aunque sea un pecado que clama al cielo (cf. Santiago 5, 4), que la barbaridad del divorcio, ese adulterio institucionalizado (cf. Mateo 5, 32; Marcos 10, 4-12) que hiere en lo más hondo a los seres que fueron los más queridos y los más íntimos. No debemos dañar a los más pobres, especialmente cuando dependen de nosotros, pero mucho menos convertir en los más pobres de los pobres, los más maltratados, a quienes la naturaleza, Dios, nuestra propia elección responsable, han puesto en el centro vital de nuestra existencia.

Las discrepancias entre católicos en materias difíciles de concretar como la economía y la política, que el Magisterio de la Iglesia suele iluminar sólo con principios generales, pueden deberse a legítimas diferencias de opinión, aunque también —no es infrecuente, por desgracia— a una insensibilidad respecto de los mismos principios y de la dignidad humana que esos principios salvaguardan. En cambio, el disenso de los católicos inficionados con el liberalismo moral y religioso —los que aceptan la anticoncepción, el divorcio y aun el aborto— se debe a un genuino apartamientos de la fe y de la moral. Que muchos católicos, especialmente los más jóvenes, incurren en este apartamiento por ignorancia, por pasión, por el abandono formativo en que se hallan, yo no lo dudo; no los juzgo, ni menos los condeno, pero la situación es objetivamente seria, grave, y su propia felicidad depende de que se den cuenta y reaccionen.

De manera que mi primera respuesta consiste en evitar un supuesto “empate moral”, porque las deficiencias de los católicos de derecha, horribles como son desde el punto de vista de la justicia social, nunca han atacado los principios. Incluso en los casos más llamativos —la defensa del régimen militar en Chile, contra la mayoría del episcopado, y la defensa de las guerras estadounidenses contra la opinión de Juan Pablo II—, los católicos nunca pusieron en duda los principios ni la autoridad eclesiástica de los obispos y del Papa, sino solamente su aplicación a esos casos históricos. Un ejemplo extremo es el de Mary Ann Glendon, que firmó la carta en apoyo de la Guerra de Irak, contra la expresa opinión de Juan Pablo II. Y ella había sido la representante de la Santa Sede en la Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995). Más todavía: ella fue nombrada, después de haber discrepado así respecto del juicio prudencial del Papa —que se revela cada día más certero, profético—, Presidenta de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales. No fue tratada como una hereje, porque no lo era ni lo es.

Por el contrario, los llamados católicos progresistas, desde los ya rancios “cristianos por el socialismo” (¿se acuerdan? ¡qué risa!) hasta los “liberales” de ahora y las “católicas por el derecho a decidir” (esa pandilla de abortistas a escala mundial), no aceptan la doctrina moral de la Iglesia y se apartan de las raíces mismas de la fe, como mostró Juan Pablo II en su magistral encíclica Veritatis Splendor (1993). Ellos cuestionan no solamente la doctrina sino también la misma autoridad del Magisterio para proponerla.

La segunda parte de mi respuesta, como ya he adelantado, viene a afirmar que el fenómeno es universal y no una peculiaridad de Chile. Y este fenómeno contiene en sí la explicación de las paradojas de la clasificación entre izquierda y derecha, porque en el Occidente, antiguamente cristiano, la diferenciación perenne desde la derecha hacia la izquierda, descrita por Platón y Aristóteles, se encarnó en una división de los cristianos según su actitud ante la Modernidad. Sin embargo, nadie heredó todas las virtudes de los guardianes de Platón. La Izquierda heredó la visión clásica de la política como virtud, como obra colectiva dignificadora del hombre y de los ciudadanos, como ética de la justicia y de la autoridad como salvaguarda de los más débiles; pero aceptó el individualismo moral, el progresismo opuesto a la moral tradicional, la semilla destructora del orden establecido. La Derecha heredó el aprecio clásico por la familia y el orden, que es la causa principal de la riqueza y de la virtud; pero aceptó el individualismo económico y político, la defensa a ultranza del orden heredado con independencia de las nuevas formas de opresión.

Hay virtudes y vicios a diestra y siniestra.

Cometeríamos un tremendo error si dividiéramos el planeta en buenos y malos según un criterio político. De ahí la incomodidad de los mejores con la fácil asignación de etiquetas.

Pero eso no elimina la justeza de la distinción izquierda vs. derecha para fines limitados.

jueves, noviembre 09, 2006

Derecha vs. Izquierda: una falacia que es verdad

El capítulo precedente contenía dos provocaciones para los lectores.

La primera era la referencia a Parménides, un gran filósofo que nos ha llegado en fragmentos realmente impresionantes. Mas, ¿dónde habla, ese metafísico radical, de política? ¿No es forzar las cosas, acaso, mi intento de ver una analogía política en la aproximación de Parménides desde el pensar riguroso a una realidad invisible, el Ser parmenídeo de roca redonda e inmóvil?

Reconozco que hubiese sido menos problemático comenzar por La República, donde Platón, en sus libros VIII y IX, pinta con una viveza insuperada, por primera vez en la Historia, la contraposición racional, gradual, entre el régimen justo y su progresiva corrupción, desde el gobierno desinteresado de los sabios hasta lo que nosotros llamamos hoy “socialismo” y que él llamaba simplemente “tiranía”. Nosotros nos encontramos con muchas dificultades para imaginar lo que era una tiranía, en la descripción pura de Platón, porque nuestros regímenes institucionalizan variados aspectos del régimen justo, y ninguna corrupción se da en estado puro. Lo más cercano que tenemos a una tiranía en el sentido platónico es el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. Por eso no me ha extrañado un ápice ver cómo ha sido alabado por los socialistas más duros y por los sofistas de la plaza.

De todos modos, voy a defender mi referencia al gran Parménides, el primer humano que me hizo temblar —ya han pasado tantos años— solamente con palabras, con palabras vivas de un muerto, con fragmentos conservados en medio del desprecio general de la masa, porque la masa no sabe quién fue Parménides.

Si hiciéramos una encuesta, seguro que sale, como Sócrates, mencionado como jugador de fútbol brasileño. ¿O será una marca de crema antiarrugas? ¿Un fondo de inversión global, quizás?

No. Parménides fue llevado de la mano —el fragmento, creo, menciona la “mano derecha”, pero no tengo a mano el texto—, por una diosa, que le mostró la diferencia entre dos caminos. El camino del ser y del pensar, de la verdad, de la inteligencia, donde lo que es, es, y lo que no es, no es, se opone al camino de los sentidos, de la opinión, de la apariencia, donde lo que es, no es, y lo que no es, es. El texto no es político, sino metafísico. Por lo tanto, es más político que cualquier otro texto “meramente político, no metafísico” a lo John Rawls. Y establece una disyuntiva perenne, que Platón vino a hacer explícita: o el camino recto o el nihilismo; o la verdad, a la que se accede por el camino recto de la inteligencia libre de pasiones, o las apariencias y los fuegos de artificio que embelesan a las masas anónimas, dominadas por sus sentidos, por lo que halaga el oído, por los sofistas en definitiva.

Dejemos que la diosa de Parménides nos tome la mano derecha y nos lleve por ese camino, hasta el final de la metáfora. Veremos entonces que la multiplicidad, la sensualidad, la confusión, la corrupción de las apariencias, que son lo propio de la Izquierda, se contrarresta con la unidad del ser, la inteligencia, la claridad, el bien de la verdad debajo de las apariencias. Todo lo noble, lo alto y lo hermoso, es el sello del buen régimen, del que sigue la vía derecha. De ahí que la característica esencial de la Derecha es su carácter minoritario, como minoritaria es la virtud y la racionalidad frente a las pasiones de la muchedumbre y las artimañas de los sofistas.

Existe un problema, con todo, que tiene que ver con la segunda provocación incluida en el capítulo precedente. Propuse una división entre izquierda y derecha que a primera vista desafía una de las exigencias básicas de la lógica: no es una división adecuada.

Se dice que una división no es adecuada —por ende, es inválida— si los objetos que se pretende clasificar pueden caer bajo los dos lados de la división, debido a que no se mantiene un criterio coherente para indicar los dos grupos en que se divide el conjunto. Así, por ejemplo, podemos dividir a los alumnos de una clase entre los que han y los que no han cumplido diez años. La división es adecuada. No podemos, en cambio, pedir que a un lado de la clase se pongan los que hayan cumplido diez años y al otro los que tengan los ojos negros, porque puede haber un niño de diez años que además tenga los ojos negros.

En el capítulo precedente definí a la derecha como (i) los mejores, que (ii) son minoría, y (iii) están naturalmente inclinados a la corrupción. A esta imagen contrapuse a (i) los más pobres, que (ii) son mayoría y (iii) están inclinados a rebelarse contra la injusticia. La división es lógicamente inadecuada, porque utiliza el criterio de lo bueno y lo mejor para definir a la derecha y el de la riqueza y la pobreza para definir a la izquierda; el de la posible corrupción, para la derecha, y el de la rebelión contra la injusticia, para la izquierda. Pero naturalmente puede haber gente muy pobre entre los mejores y gente muy rica entre los que se rebelan contra la injusticia, y también puede haber una minoría de ricos que tengan el poder aparte de la minoría de sabios y justos; es decir, no hay una sola minoría relevante para definir el régimen.

¿Por qué, entonces, queridos lectores, habéis tolerado ese capítulo, con esas dos provocaciones, o, al menos, con la segunda, que es burda, sin rebelaros contra la falacia?

Os lo diré así: ¡porque sois de derecha! No os rebeláis contra los sofismas y la injusticia. Quizás visteis la falacia, pero os resignásteis a quedar en la minoría silenciosa, es decir, en la derecha.

De todas maneras, perseveraré en mi sofisma, porque esta vez es verdad. Esta división inadecuada permite explicar las virtudes y los vicios de la derecha y de la izquierda, como veremos en el próximo capítulo.

jueves, noviembre 02, 2006

Izquierda vs. Derecha


Sé que a muchos no les gusta la división “derechas” vs. “izquierdas”.

Sus argumentos tienen que ver con la arbitrariedad de la clasificación y con la variedad histórica de los contenidos ideológicos. Bajo la superficie de las alegaciones late, sin embargo, algo sorprendente: quienes suelen alegar contra tan extraña diferenciación binaria suelen también sentirse etiquetados como de derecha en los debates públicos, cualquiera que sea en cada momento el criterio de demarcación, y a la vez parece que sienten el estigma, el desprestigio, la mala conciencia, de pertenecer a esa derecha.

Yo no soy de derecha, no vaya usted a creer, por Dios santo.

No he oído a nadie descalificar la clasificación desde una posición considerada como de izquierda, salvo cuando la etiqueta de izquierdista ha sido desacreditada. El primer gran desacreditador de esa etiqueta en la época contemporánea fue Lenin. Su diatriba contra esa enfermedad infantil, el izquierdismo en el comunismo, se puede reducir a esto: los izquierdistas se niegan a cualquier compromiso con los reaccionarios —a participar en sus sindicatos, en sus parlamentos, etc.— para así luchar por los principios intransables del comunismo hasta instaurar la sociedad sin clases.

Avanzar sin transar.

Lenin, en cambio, está dispuesto a todas las transacciones que sean necesarias para alcanzar sus metas. Según su comparación, es como quien se ve obligado e entregar el automóvil, el dinero y las armas, a los bandoleros del camino, con tal de seguir adelante. Quienes se niegan a esta aparente colaboración retrasan la llegada de la revolución. Según Lenin, “la victoria sobre la burguesía es imposible sin una lucha prolongada, tenaz, desesperada, a muerte, una lucha que exige serenidad, disciplina, firmeza, inflexibilidad y una voluntad única” (La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo).

Los izquierdistas eran, en el fondo, más fanáticos que tácticos. Aceptaban —nos dice Lenin— “el terror individual, de los atentados, que nosotros, los marxistas, rechazábamos categóricamente” (ibid.). “Claro es que nosotros condenábamos el terror individual únicamente por motivos de conveniencia” (ibid.), nos aclara para que no pensemos que los comunistas de derecha, o sea los leninistas, eran pacifistas y ajenos por principio a todo terrorismo. Según el zar de los comunistas —también de los chilenos— “las gentes capaces de condenar por principio el terror de la Gran Revolución Francesa, o, en general, el terror ejercido por un partido revolucionario victorioso, asediado por la burguesía de todo el mundo, esas gentes fueron ya condenadas para siempre al ridículo y al oprobio” (ibid.).

En resumen, lo propio tanto de los que usan el terrorismo por principio como de quienes lo condenan por principio, su error fundamental, según Lenin, consiste en no atenerse a las necesidades tácticas. Son, en definitiva, infantiles. “La dictadura del proletariado es una lucha tenaz, cruenta e incruenta, violenta y pacífica, militar y económica, pedagógica y administrativa, contra las fuerzas y las tradiciones de la vieja sociedad” (ibid.).

Es ridículo debilitar esta lucha por escrúpulos de principios.

Si hasta el inescrupuloso y violento Lenin arremete contra los izquierdistas, ¿quién es de izquierda y quién de derecha? No les falta razón, entonces, a quienes rechazan la clasificación.

En la República de Weimar, los nacionalsocialistas y los comunistas se aliaron contra el Centro y los Socialdemócratas: votaban juntos contra los liberales y burgueses, por razones contrarias. Hitler y Stalin firmaron una tratado de paz y de no agresión que, hasta donde sabemos, Stalin estaba dispuesto a respetar. Hitler fue suficientemente imprudente como para olvidar la lección que debería haber aprendido de Napoleón en su desastrosa campaña rusa. Ya sé que esto es historia ficción, pero no me cuesta imaginar una Europa mitad nazi después de un desenlace diferente de la Segunda Guerra Mundial, si Hitler hubiera respetado su tratado. ¿Qué hubiera tenido de extraordinario una “guerra fría” a tres bandas, Stalin-Hitler-Estados Unidos?

Desde el punto de vista de su oposición a la democracia liberal burguesa, pues, tanto los nazis como los comunistas y los socialistas (incluidos los socialistas chilenos, hasta 1973 por lo menos), son evidentemente de izquierda. Son estatistas, son antidemócratas, son antiliberales, justifican la violencia como arma política, pretenden el control total del Estado con miras a la realización de una utopía política. Son de izquierda, pero la propaganda de izquierda nos hace pensar que los izquierdistas derrotados —los nazis, los fascistas— eran de derecha.

A mí me cuesta creer que alguien se crea esa propaganda.

Y si pensamos en temas económicos, es evidente que todos los izquierdistas de los años sesenta son hoy de extrema derecha: aceptan el mercado y la propiedad privada (la aprovechan bastante bien: ¡si no se privan de ninguna oportunidad de echarse algo al bolsillo!).

No les falta razón, pues, a quienes rechazan la división entre izquierda y derecha. La clasificación parece arbitraria, los contenidos son móviles y contingentes.

¿Por qué, entonces, precisamente quienes se oponen a la clasificación suelen sentirse y ser considerados de derecha?

Mi respuesta es la siguiente.

La clasificación tiene un sentido racional en la filosofía política.

Aunque se usen otras palabras, ellas serán geométrica y anatómicamente equivalentes a las de “izquierda” y “derecha”. Sabemos que esta distinción es primariamente anatómico-espacial y enseguida geométrica, pero las realidades del mundo simbólico, espiritual, ético y político, desde Parménides por lo menos, se explican mediante analogía con el mundo físico y biológico. De manera que la analogía, si se entiende bien, es válida.

La clasificación es inestable por la misma contingencia de todo lo político, de manera que no podemos extrañarnos de que los contenidos cambien constantemente. Sin embargo, bajo esa variedad subsiste un hecho básico: la vocación minoritaria de los mejores y la omnipresente posibilidad de corromperse, junto con la vocación mayoritaria de los más pobres y la omnipresente posibilidad de rebelarse contra un orden político injusto. De ahí que los mejores hayan de soportar el estigma de estar siempre en minoría y de ser vistos bajo la tenebrosa luz de su corrupción posible, y esto es ser de derecha.

Nada agradable. Dan ganas de defenderse, de anular la distinción.