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jueves, octubre 26, 2006

Hungría 1956-2006: contra la memoria unilateral


La existencia de un partido comunista y de un partido socialista es tan ignominiosa para la conciencia de la Humanidad como la de un partido nacional-socialista.

Yo podré equivocarme mil veces, pero no seré cobarde.

No callaré ante el desequilibrio vergonzoso de la memoria colectiva de los pueblos libres.

No callaré.

Sé bien que solamente un juicio trascendente, el Juicio Final bajo la mirada de Dios, puede evitar ese desequilibrio. Solamente el final de la Historia podrá mostrar las verdaderas dimensiones de las historias humanas, de nuestros méritos y de nuestras culpas, a la luz de un intelecto infinito, que ilumine nuestras conciencias. Nuestras pobres mentes ávidas de encontrar la verdad, también en los terrenos pantanosos del juicio histórico, no pueden, sin embargo, renunciar al esfuerzo de iluminar el pasado. Y en ese esfuerzo hemos de oponernos, sin importar las críticas ni la violencia verbal, a la unilateralidad de la conciencia histórica.

Se repite incesante la condena de los crímenes cometidos por unos totalitarios, los nazis. Se combaten los rebrotes neonazis con ingentes medios, millones de euros cada año del presupuesto público de Europa. Y todo esto me parece excelente porque yo creo en la eficacia y en la justicia del poder represivo del Estado. Además, que estemos en desacuerdo respecto de muchos problemas éticos no hace menos valioso el acuerdo generalizado respecto de la malicia intrínseca del nazismo. Mas ¿por qué no se extiende el consenso respecto de los crímenes de otros totalitarios, los comunistas y los socialistas del socialismo real? ¿Por qué no es vergonzoso llevar todavía la etiqueta de esas dos grandes ideologías, que arribaron a la barbarie precisamente por fidelidad a sus principios?

¿Por qué?

¿Y por qué habíamos de callar? ¿Sólo para convivir más tranquilamente, sin conflictos, con quienes siguen enamorados de la izquierda real, esa que existió, la que sigue golpeando a las masas en China, Cuba, Corea del Norte . . . ?

No callaré.

Nec laudibus nec timore, reza el lema del León de Münster, el beato Cardenal August von Galen, que habló contra el nazismo sin dejarse seducir por las alabanzas ni amedrentar por el temor. Debemos seguir ese ejemplo, porque somos débiles para cambiar el curso del mundo, para rectificar la memoria retorcida y manipulada de las masas; pero por lo menos somos dueños de nuestras palabras, de nuestros actos, y también de nuestras omisiones y de nuestros silencios.

Viene a nuestra ayuda el quincuagésimo aniversario de la rebelión independentista de Budapest. Comenzó el 23 de octubre de 1956, cuando los estudiantes de la Universidad Técnica de Budapest comenzaron una manifestación pacífica para apoyar los movimientos independentistas en Polonia (el 28 de junio había comenzado una revuelta de 50000 trabajadores en Poznan, aplastada por el Ejército bajo el mando de los estalinistas).

Los estudiantes derrumbaron la estatua de Stalin.

En 1956.

¡En 1956! ¡Hace cincuenta años! ¡Y en Chile todavía tenemos estalinistas, castristas, nostálgicos del pasado glorioso del comunismo!

En Chile todavía existe un partido comunista, vergüenza de la Humanidad.

Los húngaros recitaban de memoria los versos del Poema Nacional (1848, de Sandor Petofi):

Levantaos, húngaros, vuestra patria os llama
El tiempo del ahora o nunca ha llegado
¿Hemos de vivir como libres o como esclavos?
Elegid lo uno o lo otro: ¡éste es nuestro destino!
Por el Dios de todos los Magiares, juramos
Juramos nunca más vivir a las cadenas atados

El Cardenal Josef Mindszenty, encarcelado en 1949 tras un juicio donde fue obligado a incriminarse bajo una coacción psicológicamente irresistible, regresó libre a Budapest el 30 de octubre. Apoyó a los luchadores por la libertad, sabiendo que los tanques rusos estaban a la vera del camino, al acecho.

No calló.

El 1 de noviembre, las tropas rusas invadieron Hungría. El 10 de noviembre todo había terminado. Más de 2000 húngaros fueron asesinados. Los líderes fueron ejecutados. Fueron juzgados 26000, y 13000 permanecieron en la cárcel hasta una amnistía general en 1963. Más de doscientos mil huyeron.

Se repartieron por el mundo, a llorar la muerte de sus sueños de libertad y de dignidad.

Pareció solamente una anécdota de la Historia, pero comenzó a rasgarse la Cortina de Hierro.

Mientras tanto, el silencio en otras partes del planeta.

Mas la gente honrada, de izquierda y de derecha, no calló.

John F. Kennedy, por ejemplo, afirmó en el primer aniversario de la rebelión: “El 23 de octubre de 1956 es un día que vivirá para siempre en los anales de los hombres y naciones libres. Fue un día de valentía, conciencia y triunfo”. George W. Bush proclamó oficialmente el 23 de octubre de 2006 como un día de reconocimiento en honor del 50º aniversario de la revuelta húngara. “La historia de la democracia húngara representa el triunfo de la libertad sobre la tiranía”, afirmó el Presidente Bush. Y añadió: “Aunque los tanques soviéticos aplastaron brutalmente el levantamiento húngaro, la sed de libertad permaneció viva, y en 1989 Hungría fue la primera nación comunista en Europa que hizo su transición a la democracia”.

En América Latina seguimos con la vergüenza de que haya partidos comunistas y socialistas.

Sí, esos partidos han evolucionado. De acuerdo. Mas la vergúenza de esos títulos, de esos nombres, solamente se oculta con la ignorancia, con la propaganda, con la tergiversación de la Historia.

Muchos jóvenes entran en esos partidos de buena fe, por ignorancia no culpable: ¡son víctimas! Otra vez de acuerdo. Mas son víctimas de la memoria unilateral, en la que intervienen olvidos culpables y silencios cómplices.

Por eso yo no callaré.

Puedo equivocarme mil veces, pero diré la verdad tal como la veo.

Nec laudibus nec timore!

Y lo que ahora veo es la memoria unilateral: la canonización de los antiguos izquierdistas y la demonización de quienes los derrotaron.

Yo no quiero dar vuelta las cosas, canonizar a los luchadores por la libertad, cuando hayan cometido crímenes, y condenar a todos los socialistas. No. Solamente aspiro a equilibrar la memoria colectiva, esa memoria unilateral, injusta y cruel.

jueves, octubre 19, 2006

Un muro material, fracaso del espíritu

Paul Yowell es un estadounidense, doctorando en Derecho de la Universidad de Oxford y tutor en New College. Lo tengo delante de mí, en el restaurante italiano adonde me ha invitado a tomar el brunch (desayuno-almuerzo: breakfast y lunch), para culminar mi corta, agradable visita a esta Universidad legendaria.

He tenido el honor de impartir un seminario en el Grupo de Discusión de Teoría Jurídica (Jurisprudence Discussion Group), sobre el tema de la ley natural, un concepto clásico renovado hoy bajo una nomenclatura diferente, de donde el título elegido para la ponencia: “Natural law under other names: de nominibus non est disputandum”. Mi intención era mostrar, con citas de profesores de Oxford, que ellos han recuperado varias tesis de la teoría clásica de la ley natural: que la ley es obra de la razón; que los principios de la ley natural están vigentes proprio vigore para el razonamiento jurídico; que la sentencia judicial debe basarse al mismo tiempo en la ley positiva, cuya obligatoriedad depende de su conformidad con la ley natural, y en los principios de la ley natural, y, finalmente, que las leyes positivas injustas no son moralmente válidas, aunque lo sean desde el punto de vista trivial, intrasistemático, del propio sistema jurídico.

Los comentarios de los asistentes, entre ellos los profesores John Finnis y John Gardner, no refutaron la tesis central, sino que añadieron matices y precisiones necesarias.

Terminado el encuentro, los dos organizadores, Paul y Maris, y yo, nos fuimos de copas. Debo decir, para no calumniar, que ella tomó solamente el clásico té inglés. Únicamente Paul y yo nos permitimos, siempre dentro de los límites de la ley natural, gozar más profundamente de la creación mejorada por la inventiva humana.

Mas ahora, terminado el momento de la filosofía jurídica y el de la praxis de la ley natural en materias alcohólicas, Paul y yo estamos repasando lo humano y lo divino, a la hora del brunch.

Junto a nosotros se sientan dos hombres. Uno de ellos, paralítico en su silla de ruedas, evidencia también cierto retardo mental. El otro ordena para los dos lo que van a comer. Luego lo sirve, conversan, refutan con su alegría y su sacrificio —el de estar enfermo, el de servir al enfermo: los dos con naturalidad, alegres— la mentalidad hedonista que desde hace tantos años mata a los indeseables antes de que nazcan, que propone el infanticidio para los que son descubiertos demasiado tarde, que preconiza la eutanasia para animar a dejar este mundo a los que han sido convencidos —por la brutalidad del desamor— de que son una carga insoportable y no el tesoro escondido en el alma.

Toco el tema de los ilegales en Estados Unidos. Le expongo mis opiniones, que parecen poco respetuosas de la legalidad. Él me dice que es un secreto a voces, en su país, que no pueden prescindir de los inmigrantes ilegales, especialmente en los estados del Sur. Buena parte de la industria, especialmente de la construcción, se apoya en ellos. También me confirma que, aunque tengan menos derechos, están mucho mejor que en México, y que sus hijos ya son norteamericanos y gozan de todos los derechos ciudadanos.

El muro es, pues, un error desde el punto de vista de los que están y de los que llegan.

Más allá de lo económico y lo político y estratégico, sin embargo, erigir el muro para detener la inmigración ilegal constituye un fracaso espiritual, cultural y simbólico.

El derecho es un sustituto espiritual de los límites físicos de la acción. Si no existiera este procedimiento de asignación de títulos, de normas que establecen los límites de la acción, cada uno viviría matando para proteger su vida. Las propiedades no dependerían de formas simbólicas de atribución; no podrían traspasarse mediante las palabras —como en un contrato—, sino que pertenecerían a quienes pudiesen retenerlas con más fuerza. El despojo sería la forma privilegiada para transferirlas.

Se nota, por eso, la crisis del derecho, que deriva de una crisis de la cultura, en el momento en que esos límites espirituales no pueden ser mantenidos mediante el respaldo ético de la mayoría, suplementado con la imposición de sanciones coactivas, proporcionadamente eficaces, a una minoría de transgresores. Entonces se necesitan más barreras físicas, cuya eficacia no depende de la voluntad de las personas —aunque sea una voluntad movida por el temor al castigo—, sino del hecho material de que es físicamente imposible traspasarlas.

Os animo, lectores, a buscar esos signos de crisis cultural. Muros más altos, electrificados, en las casas de los ricos. Cada vez más policías y guardias armados. Los famosos “lomos de toro” en las calles, esos relieves físicos que impiden a los automovilistas pasar a más de cinco kilómetros por hora. ¿Por qué? Porque el límite espiritual, cultural, simbólico, que es el derecho, se ha hecho ineficaz.

Por eso la idea de erigir un muro físico es el reconocimiento de un fracaso espiritual, el de encauzar la inmigración, ese gran aporte latino a los Estados Unidos, mediante la aplicación normal de las leyes de inmigración y la tolerancia, mayor o menor según exija la prudencia en cada momento, de la inmigración ilegal.

El fracaso simbólico puede comprenderse mejor si se piensa, por ejemplo, que Estados Unidos está mucho más abierto que Europa.

Ahora recuerdo a una funcionaria española, de piel blanca y bronceada, arrugada y estirada, que declaraba por la televisión que no iban a tolerar más oleadas de negros, mientras las imágenes mostraban buques enteros llegando a las costas de España, cargados de africanos procedentes de sabe Dios qué países.

Mas el muro puede hacernos creer que Estados Unidos tiene los brazos más cerrados hacia los pobres, cuando, en realidad, es el más grande benefactor individual de la humanidad sufriente, de la que está lejos y de la que deja arribar a sus puertos. Europa, experta en los símbolos, parecerá más abierta, pero su lucha contra los ilegales es todavía más fiera.

Y fracasará igualmente.

jueves, octubre 12, 2006

México: ¡que caigan todos los muros!

No defiendo a México cuando deploro la construcción de un muro fronterizo. Defiendo el bien común, la riqueza expansiva de los Estados Unidos.

He vivido en México. Tengo amigos mexicanos. He proclamado a los cuatro vientos la bondad de sus gentes, la finura de los que son finos junto con la bravura de los que son bravos, la excelencia de sus comidas —no en vano, la comida mexicana es famosa en todo el mundo—, la majestuosidad de sus paisajes, sus campos, sus montañas, sus mares, sus lagos . . ., sus raíces en los pueblos indígenas, liberados por la conquista española, a la par que en la cultura y la fe, la lengua, infundidas desde Europa.

No se puede ocultar, sin embargo, que, desde que el espíritu laicista se apoderó de las instituciones, desde que a sangre y fuego expulsaron a Dios de la vida pública, los mexicanos erigieron, al interior de sus fronteras, unos muros invisibles. No se puede servir a dos señores: si Dios ha sido destronado, está claro que solamente les quedaba, bajo tanta retórica liberal y democrática, servir a la riqueza, el poder, las pompas y los halagos de Satanás.

La miseria de las masas es patente allá por un contraste más agudo con quienes gozan de la fortuna; es más clamorosa que en otros países de América, con excepción quizás del Brasil, pero no es mayor. Hasta los más pobres en México pueden beneficiarse de las migajas que caen de las mesas de los ricos. Sé que es fuerte e impopular decirlo, pero los pobres son todavía más pobres allí donde no hay ricos. Y en México hay ricos, muchos ricos y riquísimos.

La cultura sufrida, paciente, nada rencorosa, amable, que comparten los ricos y los pobres, todos los hermanos mexicanos, junto a la protección providencial de la piedad popular hacia la Virgen de Guadalupe, salvó a ese país de las revoluciones sangrientas promovidas por el comunismo latinoamericano. Es verdad que, junto al influjo bienhechor de la Virgen Morena, estuvo la astucia corrupta de los líderes laicos mexicanos. Ellos se empeñaron muy bien en vivir como capitalistas, pero robar como izquierdistas y hablar como revolucionarios: “señalizar a la izquierda, virar a la derecha”, como me decía un amigo mexicano, que tenía ya resignadamente asumido el Manual de Instrucciones de la Gran Política Mexicana.

El caso es que, mientras la Virgen de Guadalupe se ocupaba de salvar a las almas mediante la resignación y la piedad, los revolucionarios institucionalizados acumularon cada vez más poder y dinero y una tupida red de intereses que, no importa cuánto cambien los gobiernos, es casi imposible desmontar.

En medio de este país surrealista, con sus riquezas y sus miserias, emergen esos pobres que sueñan con un futuro mejor más al norte.

Son los “espaldas mojadas”, los que entran a Estados Unidos por debajo, emergiendo desde la hondura de la ilegalidad. Ante la ley no son nada; ante el futuro, ante sus sueños, ante sus hijos y sus nietos, que ya no serán miserables, lo son todo. Y llevan, con los defectos y las miserias que todos los hombres arrastramos, quizás con carencias culturales mayores, algo que a los privilegiados tantas veces nos falta, ¡y cómo nos falta!: voluntad de superación, sueños prolongados en un esfuerzo continuo.

Eso ha hecho grande a Estados Unidos. A este país enorme le viene bien tolerar un número importante de ilegales, además de todos los que pueden entrar legalmente.

No digo que termine el control de las fronteras, que se abran completamente, que claudiquen en la lucha por hacer cumplir las leyes. Solamente sostengo que, en el contexto de esa lucha, pretender la eficacia perfecta, la separación total mediante un muro, es un exceso que les priva de mayores bienes.

El muro es un error material y económico, porque la tolerancia de la inmigración ilegal permite contar con un mercado subterráneo de trabajadores —sin papeles, sin derechos, pero siempre en mejor situación que quedándose en su patria— que contribuyen sin mayores trabas al crecimiento del país. Si se expulsara a los ilegales que ya hay, colapsaría un sector importante de la economía estadounidense. Si se les legalizara y obligase a trabajar conforme a las leyes laborales ordinarias, no encontrarían trabajo: serían demasiado caros. Y ese estatus de trabajador ilegal tolerado, no invitado pero no expulsado, desprotegido en relación a los mejor situados —aunque no tan desprotegido como viviendo en la miseria legal de su tierra—, es la oportunidad que ellos buscan. Desde esa ilegalidad son un aporte insustituible al bienestar de todos los estadounidenses, porque no valen tanto —hablo ahora solamente de su valor económico— como para pagar los costos de su legalización.

El error económico del muro, no obstante, es marginal en comparación con el desacierto político y estratégico.

La política estadounidense necesita urgentemente un refuerzo de la mentalidad pro familia y pro vida. Se engañan los conservadores que pretenden apoyarse en la ridícula “derecha religiosa”, como si Dios no tuviera dos brazos. Son miopes si pretenden vencer la batalla por la vida —derogar Roe vs. Wade (1973), la sentencia infame que legalizó el aborto— sin un aumento sustancial de la población latina. Sí, en México también hay aborto; pero no es la masacre general e ideológica de la guerra por la liberación sexual emprendida por el liberalismo laico estadounidense.

El error estratégico es imponderable. Depende de si China está dispuesta o se ve empujada a hacer la guerra para salvarse de la debacle demográfica que le espera en veinticinco años. En cualquier caso, como enseña la historia de los imperios, lo que corresponde ahora a nuestra Roma es crecer hacia el Continente, e incorporar una población creciente tanto a sus beneficios como a las cargas de protegerse ante una posible hostilidad. Estados Unidos no puede sostener su posición estratégica sin crecer en número de hombres potencialmente comprometidos con su defensa, no solamente armada sino también cultural e intelectual.

Y esos hombres vienen del Sur.

jueves, octubre 05, 2006

México ante el muro: exportador de pobres


Se cuenta de Salvador Dalí que, tras su primera y única visita a México, advirtió a sus anfitriones: “¡Jamás regresaré!”. Parecía, con todo, que el genio había gozado y vivido como nunca, así que le pidieron una explicación. El maestro respondió: “No volveré porque no puedo tolerar que nada sea más surrealista que yo”.

México es de un surrealismo en el que se funden, en sinnúmero de colores y de formas y de sonidos y de caracteres, todas las sustancias y los sueños y las alegrías y los horrores que en la historia de la Humanidad han sido.

¿Queréis riquezas, opulencia, desenfreno, derroche? Id a México.

¿Queréis miseria, hambre, suciedad, malos olores? Id a México.

¿Queréis hombres trabajadores y honestos, que se desloman de sol a sol por sus familias? Id a México.

¿Queréis corruptos, mordelones, chantajistas, depravados? Id a México.

¿Queréis gigantescas ciudades, universidades, escuelas, carreteras, laboratorios, editoriales, aviones, trenes, petróleo, ciencia, tecnología, literatura, arte, cine, música, cultura? Id a México.

¿Queréis analfabetismo, ignorancia, subculturas no tecnificadas, mercados paralelos más numerosos que los infinitos universos de la Física posmoderna? Id a México.

¿Queréis indios, criollos, blancos o hueritos, negros y mulatos, chinos, gringos o hijos de gringos que por ahí se van sembrando? Id a México.

Id a México y lo veréis todo, todo lo que queráis ver.

Yo he visto a las multitudes, de todas las condiciones, marchando frente a la Virgen de Guadalupe, y tomando la ceniza el primer miércoles de Cuaresma, en iglesias apretadas, oscuras a la luz de las velas a veces.

Yo he visto a los mexicanos pedir y dar la mordida (el agua para el refresco, en Chile decimos la coima). Me acuerdo ahora de un chileno que intentó resistirse. Los policías lo llevaron ante otro funcionario, que le subió la mordida pero no le aplicó la multa. El chileno se negó, así que lo pasaron a un funcionario de más alto rango, que le aumentó el precio de la mordida, pero no lo castigó. Y así, hasta que un alma noble y caritativa, aparte de cobrarle una mordida todavía más alta, le advirtió que nunca, nunca, jamás, un funcionario le aplicaría el castigo legal. Es que los funcionarios mexicanos, no digo que todos, sino los que cobran las mordidas, son infinitamente misericordiosos: ¿por qué castigar a un pobre hombre, si para que aprenda basta con que deje agua para el refresco? Y el chilenito . . . ¡pagó la mordida!

Le he oído contar a un amigo mexicano cómo entró y cómo salió de columnista de opinión en un periódico. Él había regresado a México tras unos años en Europa. Pobre hombre: ¡cómo puede destruir la convivencia con europeos! El asunto es que, olvidado quizás del sabio diagnóstico de Dalí, comenzó a fustigar los males de su patria, con la veracidad y la vehemencia que lo caracterizan. Finalmente le tocó el turno a las mafias de la droga. Al cabo de un tiempo en que mi amigo, tan testarudo él, no quiso captar los mensajes sutiles del ambiente, unos matones lo tomaron del brazo y de las costillas y se lo llevaron de paseo en coche. Una conversación surrealista, entre amigos, golpes de puño, pistolones que relucen, palabras claras y directas, y ahora bájate y corre sin volver la vista atrás.

Se sabe que a veces disparan y a veces no disparan, a veces matan y a veces no matan: en el azar está el terror. Y él corrió y corrió y se retiró del diario.

¿Queréis más historias como éstas, incluso algunas más edificantes? Ya os lo he dicho: ¡id a México!

Estados Unidos da un paso en falso, por eso, cuando aprueba la construcción de un muro fronterizo para frenar la inmigración ilegal desde México. Es un error tanto desde el punto de vista material y económico, político y estratégico, como desde una perspectiva espiritual, cultural y simbólica.

La inicial frialdad anglosajona de ese país, con esa brutalidad sanguínea del tipo “no hay mejor indio que el indio muerto” (¡más la desfachatez de inventar la leyenda negra contra España!), se ha ido atemperando con los siglos de emigrantes de todo tipo: irlandeses, alemanes, franceses, judíos de toda Europa, africanos —sí: no fue digna su llegada, ni ha sido fácil el proceso de su liberación, pero su ritmo y sus colores y su música y su sangre son parte de esa cultura más viva y más humana— y australianos y asiáticos . . . ¡y americanos de toda América!

Sobresalen en este lento enriquecimiento del país los mexicanos y los cubanos —el mejor aporte del comunismo a los Estados Unidos—, que han convertido el castellano en el segundo idioma de esa tierra abierta, alegre, sencilla y transparente, criticada por los resentidos, por los que no saben cómo resistir su poderosa modernidad, pero admirada abierta o secretamente por todos.

Desde luego, hay muros de diversos tipos. Sería insensto comparar el muro de Israel para protegerse del terrorismo —es un asunto discutible— y el muro de Estados Unidos para frenar la inmigración ilegal —tiene derecho como país soberano: ya es muy generoso en la admisión de la inmigración legal— con el Muro de Berlín. Los totalitarios no dejaban salir a su gente: ¿qué mejor señal de la miseria del régimen? El Gigante del Norte, en cambio, erige un muro para no permitir entrar a las masas que anhelan oportunidades: ¿qué mejor signo de que ese país ubérrimo, infinito, es una nueva tierra prometida para los desesperados del sur?

No es lo mismo impedir entrar que prohibir salir, pero aun así es un error erigir el muro.

México exporta a sus pobres. Los exporta gratis. Y ellos llevan la semilla de un mundo surrealista; llevan como los genes, por decirlo de alguna manera, de un Estados Unidos más humano, más alegre, más cálido aún de lo que ya es.

Por eso, como en Jericó, hemos de marchar en silencio hasta que caigan todos los muros.