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jueves, agosto 31, 2006

Un partido político por la vida y la familia


Así como la miseria de los obreros hizo surgir los partidos de la izquierda tradicional, así también deberán nacer nuevos partidos para defender a los más débiles de ahora.

Sería un buen paso adelante que hubiera otros partidos no tradicionales, como uno que promoviera la descentralización; otro que atacara el permisivismo ante la delincuencia; otro que rescatara a los humanistas cristianos descontentos; otro que reivindicara la herencia positiva de las diversas dictaduras latinoamericanas, especialmente de la chilena, la más exitosa de todas. Y así tantos más, que juntos podrían romper la actual indiferenciación entre izquierdas y derechas.

De todas maneras, para el bien común urge al menos un partido nuevo, ni regionalista ni pinochetista ni derechista ni humanista cristiano (¡líbranos, Señor!), sino por la vida y la familia.

No se me ocultan las dificultades. No me referiré aquí a las que se oponen a toda empresa nueva: la falta de dinero; la falta de personas comprometidas; el pesimismo de quienes son viejos (“¿y usted?”, me dirán ellos, y les respondo: ¡nunca demasiado viejo para pelear!). Los obstáculos más serios son otros: las objeciones de la gente buena: su determinismo histórico, su creencia en que el sistema no tolera más partidos, la tentación del apoliticismo y del suprapartidismo.

El determinismo histórico es una de las tácticas preferidas de los progresistas. Consiste en hacernos creer que las cosas van para allá, que es inevitable lo que propugnan, que las actuales circunstancias no permiten resistir sus pérfidas intenciones ni avanzar en otra dirección. Los comunistas —sé que esto os suena añejo, pero no olvidéis que fue un ideal avasallador, cultivado por asesinos de masas— usaron esta táctica con singular éxito, hasta que vino su desplome en casi todas partes.

Lo extraño del caso es que ellos, los progres de toda laya, se creen su cuento. Por eso son progresistas y no simplemente mentirosos.

La historia, por el contrario, está indeterminada. Somos libres para darle curso hacia el bien o hacia el mal. Hoy se nos aparecen como criminales los mayores representantes de un sueño utópico: los nacionalsocialistas, que creían en un reinado de mil años de una sola raza, y los socialistas marxistas, que estaban seguros de vivir una transición inevitable, necesariamente violenta, hacia la sociedad de una sola clase.

Mañana aparecerán como criminales los actuales promotores de otra utopía: la completa liberación de los seres humanos respecto de su naturaleza, una libertad omnímoda para vender y comprar, para comer y beber y copular y reproducirse, para decidir el comienzo y el final de la vida, para conformar el matrimonio y la familia al servicio del capricho individual de los adultos. Claman al Cielo los millones de seres humanos sacrificados en el altar de esta ideología. También es clamoroso el silencio de la mayoría de quienes conocen y aun deploran esta tragedia. Mas este silencio y esos crímenes son precisamente el motivo fundamental para que unos pocos —al comienzo, pocos: luego serán muchedumbres— se decidan a dar una batalla sin concesiones y sin cobardías, en el terreno político y económico y social, y no solamente en el de las ideas y las doctrinas.

Hay espacio político para más partidos. Es verdad que el sistema binominal, vigente en Chile, fuerza a construir dos grandes grupos; pero no define cuántos partidos ha de haber al interior de cada uno. La Concertación de Partidos por el Poder, por ejemplo, abarca más partidos que la Alianza por Chile (4 vs. 2). Además, los partidos que quedan fuera de esos dos grupos siguen teniendo poder para negociar sus apoyos electorales, y siempre poseen visibilidad para transmitir sus ideas. En fin, pueden acercarse a constituir una mayoría o una minoría importante, como ocurriría con un partido pro vida, salvo que vivamos en una sociedad de criminales. Y si el sistema fuera un poco más proporcional, como dicen que lo será aunque no le conviene ni a la Concertación ni a la Alianza, entonces este nuevo partido tendría, sin duda, una fuerza de representación apreciable.

Sí, porque necesitamos fuerza política para dar vigencia histórica a la defensa de la vida y de la familia. La tentación del apoliticismo hace ineficaz los principios más altos. La tentación del suprapartidismo impide intervenir en la lucha por el poder, pero solamente quien es poderoso puede defender a los más débiles contra otros poderosos.

No significa esto que no deba haber personas e instituciones cuya preocupación fundamental no sea político-partidista, como, por ejemplo, la Iglesia y la Universidad y la Escuela, los sacerdotes y los profesores. Mas ellos no son neutrales, sino que han de proporcionar la formación y los principios a quienes luchen por llevarlos a la práctica, y han de señalar con el dedo a quienes —personas y partidos— transgredan esos principios.

En democracia, esa lucha exige orientar los partidos políticos según esos principios. Y, cuando los partidos desprecian cualquier presión suprapartidista y toda exortación moral procedente de instancias apolíticas, como necesariamente sucede por exigencias pragmáticas; es decir, cuando los partidos no sienten la fuerza del poder que se ejerce sobre ellos, porque las autoridades morales —sacerdotes, intelectuales— no tienen ya poder ninguno, entonces es llegada la hora de crear uno o más partidos con esa finalidad.

Así lo entendieron los fundadores de partidos políticos católicos, primero, y cristianos no confesionales, después. Y, desde una perspectiva puramente política, tenían razón. Solamente se equivocaron por pensar que esa perspectiva podía representar de manera única la voz de la Iglesia o de los cristianos, y por utilizar, para sus fines temporales, la adhesión de los fieles a la religión. Es decir, convirtieron el instrumento en fin en sí mismo, e hicieron de la fe una ideología.

Yo propongo todo lo contrario. Un partido político que deje a la fe en su lugar, que no pretenda representarla, que no instrumentalice a la religión; y que asuma, como los comunistas asumieron la bandera del proletariado, la causa de los millones de víctimas de la ideología liberal.

jueves, agosto 24, 2006

Más partidos políticos, por favor


La Presidenta, fiel a su consigna de no gobernar bajo presión, ha dejado de gobernar.

Los políticos se han lanzado en picada a las próximas elecciones, mientras los grupos de presión ejercen sus poderes fácticos.

Se entiende, pues, que los derrotados de siempre crean que ahora sí que sí, que ahora vendrá el cambio (¿os acordáis de el cambio que venía el ’99?), la alternancia y todo eso. Solamente necesitan un nuevo referente, algo que les permita no acuchillarse durante tres años, un subterfugio para sumar a la política a quienes no creen en ella.

Estoy de acuerdo con este error.

En realidad, tal como la campaña de los ’80 contra Pinochet sumó a todos sus enemigos, desde el moderado Patricio Aylwin hasta los comunistas —fuera de la Concertación, sí, pero trabajando por la causa—, ahora la campaña contra la Concertación debe aunar a los descontentos, a todos los asqueados con la corrupción, o por último a los que se han visto excluidos de hacer negocios con el Estado. Por eso, no se debe contraponer la estrategia del nuevo referente de centro amplio (¿os acordáis ahora del Partido de Centro-Centro?), impulsada por Cristina Bitar, a la de un partido instrumental tipo PPD, propuesta por Joaquín Lavín.

Cristina Bitar puede atraer a los animales políticos más cercanos a la Democracia Cristiana (PDC), hartos de servir de comparsa al socialismo pero que no quieren ser confundidos con la asquerosa derecha, a la que le deben sus vidas, sus propiedades y sus libertades; y también puede seducir a los animales apolíticos, que no quieren ser confundidos con los sedientos de poder, con los señores políticos, y mucho menos con los demos.

Joaquín Lavín debería abandonar la UDI y fundar ese partido instrumental. Podría relanzar su candidatura a unas primarias. Los chilenos, tras unos meses de ver cuánto se equivocaron con nuestra Primera Dama, ya se deben de estar diciendo que por qué no lo elegimos a él, si es un hombre fuera de serie.

La Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN) retendrían, por cierto, su función tradicional.

La Alianza por Chile todavía conservaría su sentido de coordinar toda la estrategia y todos los aportes y la repartija de cargos y un largo etcétera.

Todo esto está muy bien. Hasta es posible que, tras la inutilidad manifiesta de la señora Presidenta, a pesar de la fuerza de la Concertación como máquina de poder y de su calor como techo político para el país, el PPD de derecha (¡!) y el referente político apolítico (¡!) y los partidos de la Alianza consigan provocar un cambio de gobierno. En Italia, una alianza así de disparatada otorgó a Romano Prodi la victoria sobre el casi eterno Silvio Berlusconi.

No obstante, para la política de largo alcance, la que tras la victoria de la libertad responsable sobre el totalitarismo comunista debería llevar a triunfar también sobre la irresponsabilidad libertina de las nuevas izquierdas, hace falta algo más que estas estrategias ratonas de eternos derrotados sumidos en su desesperación.

Necesitamos un nuevo partido político para América. Y quizás más de uno.

Sé que los políticos economistas sostienen que no hay mercado para más partidos. Su visión de largo plazo no alcanza más allá de los ocho años. Sin mirar nosotros ahora tampoco demasiado lejos, vemos que existe un vacío de representación que exige nuevos partidos, si la política democrática ha de seguir siendo una política de partidos.

Ya tenemos partidos que representan los intereses básicos de la economía libre. Ya tenemos partidos que, tras quedarse sin ideales por la crisis de los totalitarismos de izquierda, se han reinventado a sí mismos y han enarbolado la bandera del libertinaje moral. Más claro: ya que no pudieron destruir la propiedad privada, ahora destruyen la familia y la moralidad pública. También están representados los humanismos esotéricos, los ecologismos de toda laya, los feminismos abortistas, la internacional rosa metida a presión en casi todos los sitios porque usa la violencia verbal impunemente.

Y ya tenemos a todos unidos tras el ideal de superar la pobreza y de explotar las olas de la compasión colectiva.

No están representados, en cambio, los que son y quieren ser de derecha derecha, sin concesiones al igualitarismo (¡la igualación coactiva es de izquierda y basta ya de máscaras!) ni a la mano blanda contra los delincuentes y la chusma (¡la protección de la chusma es de izquierda y basta ya de máscaras!) ni al internacionalismo que raya en la traición (¡el internacionalismo es de izquierda y basta ya de máscaras!).

No están representados los que sienten el orgullo por la obra y el legado del ex Presidente Augusto Pinochet.

No están representados quienes realmente querrían, antes que cualquier batalla ética o ideológica, una efectiva descentralización del país, un regionalismo que le hiciera el peso al poder central.

No están representados quienes piensan que la religión tiene una función pública, que Dios y sus leyes deben regir no solamente la vida individual y familiar, sino también la vida económica, social y política. ¿Por qué tiene que dominar el ámbito público esa racionalidad débil agnóstica, atea o laicista, la ideología de una minoría hábil y poderosa, por sobre la suma de las convicciones religiosas de los ciudadanos?

No están representados, sobre todo, los más débiles, los niños que padecen inermes, ya antes de nacer, bajo el crimen nefando del aborto, y, cuando han tenido la dicha de ver la luz, bajo la crisis de sus familias, fomentada desde el Estado.

De manera que existen el espacio y la necesidad de nuevos partidos políticos.

Yo espero un nuevo partido político para América. Este partido sembrará los principios de la probidad pública y del respeto irrestricto de la vida humana y de la familia.

Sé que algunos querrían que la defensa de principios tan altos quedara al margen de las luchas partidarias. En el próximo capítulo explicaré por qué esto es imposible; por qué debemos superar la tentación del apoliticismo y del suprapartidismo.

jueves, agosto 17, 2006

Fumaderos


He dejado de fumar.

No, que no cunda el pánico: no se debió a la nueva ley, que prohíbe tanto, sino a la ley antigua de mi madre, que no prohibía nada.

Ya san Agustín mostró en sus Confesiones que el sabor de lo prohibido puede ser muy fuerte. A pesar de eso, en nuestra familia, donde, en ese entonces, el padre y la madre fumaban, el asunto se complicó cuando los infantes comenzaron a preguntar y a exigir sus derechos en la materia. Y es que un enano puede llegar a encontrar agradable el humo del tabaco.

El caso es que las políticas públicas en la familia no estaban consensuadas: el papá decía que el cigarrillo podía ser no del todo saludable para el crecimiento, pero que, cuando cumpliéramos los quince, y entonces parecía lejana la fecha, nos permitiría fumar tres cigarrillos al día; a los quince ya seríamos “grandes”. La mamá, en cambio, asumió la postura liberal a fondo: podíamos fumar cuando nos diera la gana.

Es verdad que por un tiempo prevaleció entre los hermanos la más fascinante versión de que estaba prohibido. Aprovechábamos las ausencias paternas para fumar. El más ingenioso de los hermanos, el mayor, el aventurero, descubrió que de los abundantes restos de los cigarrillos de nuestros progenitores podían juntarse suculentas provisiones de tabaco, y que con la plastilina que los pobres escolares usábamos para las clases de “manualidades” podían hacerse unas pipas estupendas. Así comenzó mi vida de vicio imparable: cuando no estábamos bebiéndonos ese licor de menta, fumábamos en pipas de plastilina.

El sabor de lo prohibido, la aventura, duró poco, sin embargo, porque muy pronto fue quedando claro, clarísimo, que en la casa mandaba la mamá. Cada vez que le preguntábamos al papá si podíamos esto o lo otro, nos respondía invariablemente: “pregúntele a su mamá”. Así que sobre esto del tabaco también terminamos por preguntarle solamente a ella, sin pasar por la intermediación de tan subordinado funcionario del régimen interno de la familia.

Y sí, por desgracia, esa vieja loca que es mi madre terminó de demoler el sabor de lo prohibido. “Si quieren fumar, fumen”. “Tome, aquí tiene un poco”. Diabólico, ¿verdad? A fin de cuentas, pasé tantos atoros y apuros y ahogos y sinsabores con el maldito cigarrillo, para colmo de males no prohibido, que decidí dejarlo al cumplir los nueve años. Sí, dejé de fumar a los nueve, por culpa de la liberal de mi madre.

Y cuando llegué a los quince, al recordar lo del permiso para fumar tres al día, no tenía ya ganas. Había vivido demasiado tiempo en la inmoralidad, en los abismos del vicio, y desde mi conversión a los nueve, era un hombre nuevo. ¡No más cigarrillos! ¡No más pipas! ¡Pulmones limpios!

¿Pulmones limpios en Santiago de Chile? ¿En Ciudad de México? ¡Dejen que me ría un momento, antes de que me lo prohíban!

En fin, volvamos a las confesiones. Dejé el tabaco a los nueve. Pero, si la curiosidad morbosa de alguno pretende averiguar cuándo y cómo y por qué dejé a la mujeres, ya sabe, tendrá que pagar los quinientos mil dólares, que esa novela no voy a escribirla gratis.

Pasó el tiempo y comencé a ver películas con cierta conciencia política. En algunas, de esas de cárceles y de campos de prisioneros, recuerdo haberme sorprendido por que, en medio de tanta restricción de la libertad, los miserables enjaulados se las arreglaban para . . . ¿lo adivinas, querido lector?

¡Sí, para fumar! Con ingenio, contrabando, intercambio de favores, no sé yo cómo, pero se las arreglaban para fumar. En medio del tedio y de la opresión, el suave y mortífero olor del tabaco les traía un poco de alivio, de calma, de escape mental. Esos cigarrillos, ese humo en los rincones, parecían como un símbolo de la libertad en medio de la más deprimente privación. También a los condenados a muerte se les permitía un último cigarrillo.

Ese lado romántico del fumar debe de ser lo que llevó a mi maestro, Javier Hervada, a colgar un aviso a la entrada de su oficina: “En este Departamento se permite fumar; se prohíbe prohibirlo”. Me recordó a mi madre, sobre todo porque él también fumaba bastante.

Quizás por eso, a pesar de que yo mismo me he visto libre de tan espantoso vicio, miro con compasión a quienes se arremolinan como ganado en torno a los fumaderos. No encuentro nada más parecido a los rincones de libertad de los campos de concentración que esos fumaderos en los aeropuertos, en ciertas esquinas asquerosas de centros comerciales y de bares. Y casi tanta pena dan cuando simplemente salen a la intemperie de algún edificio público, de una universidad, a fumar en el frío como uno de esos agentes secretos que esperan a hacer un contacto. Ahí están ellas y ellos, con su mala conciencia, mal mirados como parias, chupando a la rápida como esos murciélagos a los que los chicos malos enchufan un cigarrillo en la boca hasta que revientan, revientan quizás de placer, que por algo chupan.

¡Oh, fumaderos, que nos recordáis la tristeza de vivir perseguidos!

¡Oh, fumaderos, que hacéis presente la capacidad de prohibir que le queda a la sociedad liberal!

¡Oh, fumaderos, hoyos negros para perseguidos y humillados! Se permite abortar, se permite cometer adulterio, se aplaude a los maricas, se ensalza la usura, se permite explotar los horarios de comercio hasta niveles de escándalo, se permite rendir culto a Mammón, se prohíbe fumar.

He dejado de fumar, pero confieso que fumo una vez al año. En el Día Mundial Sin Fumar tomo un cigarrillo, lo enciendo y lo estiro lentamente, hasta que se extingue en mi mano el símbolo de que los Diez Mandamientos se redactaron y no cambian más. Que no vengan los idólatras a inventarse uno nuevo, cuando a la vez pretenden acabar con los antiguos.

Sí, Neruda proclamaba su confieso que he vivido, y mal vivió el pobre. Yo confieso que he fumado.

jueves, agosto 10, 2006

Flagelo de Dios, festín del demonio


Se prolonga la guerra en el Líbano. La reiteración de las imágenes de ruinas amenaza con anestesiar nuestras conciencias. La inmediatez del conflicto —inmediatez aparente, realidad virtual sometida al márketing de los medios de comunicación de masas— nos impulsa a erigirnos, llenos de soberbia, en jueces de vivos y muertos, protegidos por la rutina de nuestra expectación lejana.

Los daños visibles de la guerra levantan una niebla que difumina los contornos de esos peligros insidiosos, ante los que el demonio ríe, mientras llora ese espíritu impotente, el Dios en el que creemos los cristianos.

El primer peligro oculto de la guerra es que, porque se justifica sólo como último recurso, nos hace creer retrospectivamente que de hecho era inevitable. La mente ansía de tal manera la paz, que encuentra sumamente difícil aceptar que la hecatombe se desató pudiendo haberse evitado. El mito de la inevitabilidad histórica no solamente niega la libertad sino que la encadena al horror histórico como cosa desesperada. Todo se justifica entonces, pues ad impossibilia nemo tenetur. Lo más irritante es que, normalmente, la guerra es evitable. Su desencadenamiento no es el desatarse de las fuerzas de la justicia, sino el último recurso, sí, el último recurso de la impaciencia, de la ambición, del cálculo y de la ira, de la debilidad o de la malicia.

Vamos a decirlo de otra manera. El primer daño mortal de la guerra es la ceguera moral de sus protagonistas, el autoengaño de creerla ineluctable, ese grito blasfemo exaltado: “¡Dios está con nosotros!”. El peligro es insidioso porque, mal que les pese a los pacifistas, alguna vez, muy rara, es verdad que solamente la injusticia por omisión y la cobardía pueden evitar una guerra.

Ya sé que es aquí donde algunos se desesperan. Esos que, si no tienen una varita mágica que les diga cuándo es justa una guerra y cuándo no lo es, se lanzan de cabeza al mar del escepticismo, con lo que vienen a hacerse cómplices mentales de todas las guerras: si nada es verdad o si no podemos conocerla, tampoco es verdad que sea mala la guerra, ninguna guerra ni ésta en particular. Nadie nos librará de la necesidad de discernir lo justo de lo injusto, mucho menos el pseudo-mandamiento de nunca usar las armas. Sin embargo, queda en pie que frecuentemente nos engañamos sobre lo justo cuando estamos en medio de la guerra.

Otro daño soterrado de la guerra es que justifica, durante los tiempos de paz, un desperdicio continuo de riquezas en los preparativos para la guerra, la próxima guerra, la posible guerra: si vis pacem, para bellum! El mundo gastó, en el último año tan solo, cerca de un billón de dólares (US$ 1.000.000.000.000.-) en defensa, es decir, en la preparación para la guerra y en la ejecución de cada guerra. América del Sur gastó solamente veinte mil millones (US$ 20.000.000.000.-), de los cuales poco más de tres mil se los ha gastado Chile (US$ 3.400.000.000.-), no demasiado en comparación con los cuatrocientos sesenta mil millones (US$ 460.000.000.000.-) de Estados Unidos, casi la mitad del total mundial.

¿No demasiado? ¿No te parece ahora que la tragedia de la guerra se acerca a una comedia con olor a pólvora? ¿Quién puede creer que todo eso es necesario, que ese gasto no es excesivo, un escándalo retorcido pero patente?

Yo puedo creer que todos los responsables de las decisiones sobre compras de armas y gastos de defensa han sido sobornados; que todos van a terminar sus carreras políticas con enormes flujos de donaciones internacionales para sus iniciativas benéficas, culturales, sociales y políticas, es decir, para su pecho y su vientre; puedo creer que todos tienen manchadas las manos con tinta verde de dólares frescos, y con sangre; puedo creer todo eso con más facilidad que cualquier intento de convencerme de que esos gastos son necesarios, razonables, comprensibles.

No soy pacifista, ya lo he dicho, y que me ahorquen si tan siquiera siento la tentación de serlo. Los pacifistas son enfermos de apoliticidad y normalmente terminan, so pretexto de evitar la violencia lejana, ejerciéndola en sus familias y en su patria. Ellos creen que puede dejarse el mundo en manos de los criminales, que es, como decía san Agustín, el resultado seguro de una prohibición moral total de la guerra. No soy pacifista; pero no creo, no he creído nunca, no creeré jamás en la ideología de las armas ni en la ceguera del poder y la riqueza que detrás de ella se oculta. Y tal es el peligro insidioso de las guerras: que muchos humanos sensatos entran en esos cálculos como si fueran bestias, calculadoras y cerebrales pero bestias. “¿No has visto la guerra en el Líbano? ¿Se te olvidó ya la Guerra del Pacífico? ¡Mira cómo gastan los argentinos! ¡Tenemos que prepararnos!”, dicen, como si no tuviera remedio.

Entre todos los peligros soterrados de la guerra —son incontables: no puedo agotarlos—, el peor es el más invisible: se condenan las almas a granel. La brutalidad de la guerra —contra la visión romántica, mal que nos pese a los románticos— se ceba en el ocio de los soldados, que se acostumbran a ver a tantos saltar de sus pecados a la muerte. Las pasiones desatadas —la ira, el odio, la lujuria— se desfogan sobre los enemigos desarmados, sobre los niños y las mujeres y los muchachos. Las violaciones, el saqueo y las represalias son armas en la guerra psicológica. Y entonces, los soldados y los civiles, mucho más que en los tiempos de concordia, se olvidan de que tienen alma.

La Iglesia envía capellanes a las guerras porque, desde el episodio aquel del ladrón arrepentido (cf. Lc. 23, 40-43), cree en las conversiones de último minuto, así, al filo de la hora. También porque hay guerras justas.

Los sacerdotes tienen que estar al pie del Infierno, arrancándole algunos frutos a Satanás. El Cielo guarda silencio, ausente, porque la guerra es el flagelo de Dios, el festín del demonio.

jueves, agosto 03, 2006

Los peligros soterrados de la guerra


Los peligros de la paz son insidiosos. Los hombres se aburguesan, los soldados se nos ablandan, las mujeres se creen iguales a los varones, pensamos más en cómo aprovecharnos del Estado que en darnos a la patria. El heroísmo se nos antoja extraordinario, los placeres nos sojuzgan, nos acostumbramos a las injusticias con tal de no pelear, la muerte nos parece lejana: sólo de tarde en tarde viene como dolor transitorio a perturbarnos.

Las guerras, por el contrario, despiertan las energías dormidas de una nación. Los corazones se enardecen, los detalles cotidianos se reciben como un regalo precioso, incluso se estima mejor el valor de la justicia y de la paz por la que combatimos. Las mujeres y los varones recuperan el sentido de la diferencia, de su complementariedad y de la precariedad de sus vidas, y del valor de sus maridos, de sus mujeres, de sus hijas y de sus hijos. Se enrecian los caracteres, se vuelve a honrar la lealtad y la valentía, y ya nadie se atreve a tacharlas de exageradas.

Es frecuente que, después de la guerra, por desgarradora y cruel que haya sido, la fortaleza y la dignidad acrisoladas se apliquen tozudamente a engrandecer el país, a reparar, a dar un impulso aún más poderoso y duradero a las obras de la paz. No es raro que los sobrevivientes de los campos de batalla y los más jóvenes, que han contemplado como niños la lucha valerosa de sus mayores, demuestren la grandeza de alma y la generosidad, el ánimo y los ideales, la entereza de carácter y la disposición al sacrificio, que a la masa de los aburguesados tanto nos falta cuando se prolonga la concordia.

Entiendo muy bien, por eso, a quienes, porque viven en medio de una guerra continua y sienten a diario las pisadas de la muerte, y no tienen más remedio que vivir así, desprecian la cobardía de los pacifistas de escritorio, de los que marchan por la paz en España o en Francia sin ver de frente la sangre inocente que se derrama a cada instante en sus propias cloacas.

Entiendo bien a esos hombres recios, que quizás contemplaron pasmados las cicatrices de sus padres o de sus abuelos, o los sepultaron o perdieron sus cuerpos para siempre o sembraron al viento sus cenizas, los comprendo cuando dicen, en esas tierras por tanto tiempo tranquilas, que nos hace falta una guerra, una conmoción que nos arranque de esa nuestra tozuda inercia hedonista.

Los entiendo demasiado bien porque soy romántico, tengo ideales, sé que por defender la justicia debemos estar dispuestos a morir y aun a matar.

Los entiendo demasiado bien porque no soy ni he sido nunca pacifista, y que me acribillen y apuñalen mil veces si alguna vez pienso un segundo en serlo.

Los entiendo demasiado bien, pero, por desgracia, los peligros de la guerra son infinitamente mayores que los de la paz. Algunos son patentes, clamorosos; otros, como los de la paz, insidiosos, y aun más insidiosos.

Sé que algunos se asombran de que una bitácora que lidera la opinión pública mundial no haya emitido su veredicto sobre la reciente guerra en el Líbano, todavía en curso. A esos ochenta lectores semanales puedo decirles que, simplemente, no tengo nada que aportar cuando gentes mejor informadas y con más autoridad moral han llamado a la paz; que un juicio ético definitivo e imparcial es imposible cuando las comunicaciones no son transparentes y, por ende, no se puede trazar una frontera nítida entre la defensa de Israel contra el terrorismo —a la que tiene derecho— y una reacción desproporcionada, que castiga a los inocentes, o entre las muertes directas de civiles desarmados y las que son efectos secundarios de acciones militares legítimas.

No es tan fácil como, por ejemplo, condenar todo homicidio directo de un inocente, como el crimen nefando del aborto.

Gente hay mejor informada —repito— y con mayor capacidad de juicio moral; pero yo, por falta no de principios sino de testimonios, no apruebo ni condeno, no explico ni justifico la guerra en el Líbano. Sí que la deploro, rezo por su suspensión inmediata y por su pronto término, definitivo y justo, como acabó, en su momento, el estado de guerra entre Egipto e Israel, con los acuerdos de Camp David.

No soy pacifista porque creo que la paz es posible sin comprometer la justicia, sin renunciar al patriotismo, con la disposición a la guerra como último recurso.

En esta idea del último recurso, de la guerra necesaria por la justicia y por el bien común nacional o internacional, estriba el comienzo de sus males ocultos.

No me detendré en los peligros patentes de la guerra, que se refieren a las desgracias que necesariamente han de suceder, aunque su magnitud sea impredecible: los muertos, civiles y combatientes, siempre más de lo que las mentes brillantes habían previsto; la destrucción de edificios, instalaciones, máquinas, campos, lagos y aun mares, ciudades enteras ahora que somos tan poderosos; la orientación de las fuerzas económicas, culturales e intelectuales, de las ciencias y del arte, a una finalidad destructiva; la desinformación interior por necesidades tácticas y anímicas; la efectiva instalación, aunque sea transitoria, de una forma de gobierno dictatorial, la única que sirve para llevar adelante una guerra efectiva.

Todo esto, y más, es verdad. Nunca es suficiente cuanto pueda mostrarse en imágenes desoladoras y terribles. En el combate contra la guerra —como contra el aborto: no hay asesinatos privilegiados—, una parte importante del secreto de la victoria de las armas de la paz, del respeto por la vida que nace y que madura bajo el sol, está en hacer visibles los horrores, la sangre inocente vertida en el altar de la razón de Estado.

No vamos, sin embargo, a insistir en lo que a todos nos consta. Los peligros soterrados de la guerra también merecen nuestra atención. Ellos comienzan por la creencia en el último recurso, como espero mostrar en el próximo capítulo.