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domingo, octubre 21, 2007

La lucha de un pseudoapóstol


El debate generado por la publicación de los capítulos precedentes demuestra, en buena medida, la tesis de fondo que he defendido. Ya veis que la apología aparentemente racional y abstracta de la anticoncepción está motivada muchas veces por el estilo de vida —un estilo contraceptivo— de los apologetas. Y cada palabra que dicen lo confirma penosamente.

La situación es lastimosa también porque la expansión de esos estilos de vida ayuda a que las personas y las instituciones que argumentan en sentido contrario sean perpetuamente incomprendidas. Más aún: tergiversadas. Por eso, la discusión racional se torna muy difícil. ¿Qué se puede hacer si cada vez que uno dice una cosa recibe una réplica como si hubiera dicho algo distinto? ¿Qué se puede hacer si hasta los datos más incontrovertibles son negados pertinazmente cuando no favorecen el imperio universal de la lujuria? ¿Qué se puede hacer?

Porque la corrupción moral en los países opulentos está llegando a un punto de quiebre, donde los jóvenes mismos se ven ante una disyuntiva radical: o creerles a sus padres y a sus abuelos, a pesar de que les están legando un mundo destrozado —¡un mundo donde tiene sentido hasta matar niños!—, o rebelarse con todas sus fuerzas y convertirse a una vida en la amistad con Dios, con la vida y con el dolor, con la familia y con los compromisos perpetuos, altos, nobles, irrevocables. Y quienes son hostiles a esos compromisos se tapan los ojos, son incapaces de atribuir a sus propios desvaríos colectivos —reitero: lujuria, engreimiento, falsa autonomía del hombre fuerte— lo que hemos visto crecer a diario junto a ellos: más embarazos adolescentes, más abortos, más eutanasia, más niños depresivos, más depauperación de las mujeres, más violencia en las familias y en las escuelas, más de todo lo que necesariamente se sigue del vicio: ¡destrucción de las personas y de las comunidades!

Sin embargo, no me parece justo atribuir ese aletargamiento solamente a las malas disposiciones del auditorio. Pensemos también en nuestra incapacidad para moverlo. Nuestra ineficacia para mostrar la belleza de la verdad no puede achacarse a esos quinceañeros y veinteañeros que todavía creen en un amor limpio y perpetuo, que quizás estaban abiertos a nuestras ideas antes de que los tomara y los corrompiera un grupo de cínicos o un profesor escéptico. No. También falla el testimonio y la fuerza de quienes debemos transmitir la novedad eterna del amor.

Mas dejemos el plural. No me escudo en un mal colectivo. No deseo formular un reproche a otros.

¡Yo soy el problema!

Me pregunto hace tiempo por qué será que tantos sofistas consiguen rodearse de una pléyade de discípulos, mientras que yo, que lucho por una causa mejor, logro entusiasmar a muy pocos. Mi experiencia en esta materia es muy triste. He llegado a pensar que mi suerte cae bajo el diagnóstico implacable, saludable, de estas palabras de san Josemaría:

«¡Qué desencanto para los que vieron la luz del pseudoapóstol, y quisieron salir de sus tinieblas acercándose a esa claridad! Han corrido para llegar. Quizá dejaron por el camino jirones de su piel... Algunos, en su ansia de luz, abandonaron también jirones de su alma... Ya están junto al pseudoapóstol: frío y oscuridad. Frío y oscuridad, que acabarán de llenar los corazones rotos de quienes, por un momento, creyeron en el ideal.«

«Mala obra ha hecho el pseudoapóstol: esos hombres decepcionados, que vinieron a trocar la carne de sus entrañas por una brasa ardiente, por un pasmoso rubí de caridad, bajan de nuevo a la tierra de donde vinieron . . ., bajan con el corazón apagado, con un corazón que no es corazón..., es un pedazo de hielo envuelto en tinieblas que llegarán a nublar su cerebro.«

«Falso apóstol de las paradojas, ésa es tu obra: porque tienes a Cristo en tu lengua y no en tus hechos; porque atraes con una luz, de que careces; porque no tienes calor de caridad, y finges preocuparte de los extraños a la vez que abandonas a los tuyos; porque eres mentiroso y la mentira es hija del diablo . . . Por eso, trabajas para el demonio, desconciertas a los seguidores del Amo, y, aunque triunfes aquí con frecuencia, ¡ay de ti, el próximo día, cuando venga nuestra amiga la Muerte y veas la ira del Juez a quien nunca has engañado! —Paradojas, no, Señor: paradojas, nunca» (Forja 1019).

Aunque algo de esto también obran esos liberales y esos sofistas a los que me he opuesto metodológicamente (en lo personal, no; en lo personal, los amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús: Filipenses 1,8). Ellos atraen con la luz de las apariencias de libertad y de verdad; seducen a los jóvenes sedientos de ideales, especialmente a los cristianos, porque la libertad y la verdad son ideales centrales del cristianismo, son como la marca del soplo del Espíritu: el Espíritu sopla donde quiere y donde está el Espíritu de Dios ahí está la libertad; la verdad os hará libres, promete Jesucristo, y el Consolador que él envía de parte del Padre nos guía hacia la verdad completa (cf. Juan 3,8; 2 Corintios 3,17; y Juan 8,32; 16,13; 15,26). Entonces, esos cristianos, deformados quizás por el sentimentalismo, son atraídos, ¡por amor a la verdad!, hacia el escepticismo radical.

Y, con todo, esos liberales y esos sofistas, a los que me opongo, no pueden ser calificados de pseudoapóstoles. Ellos no pretenden ser apóstoles de nadie, salvo de sí mismos. Yo, por el contrario, soy cristiano. No tengo excusas para esta paradoja, que se debe, en definitiva, a la carencia del fuego del amor: «Tu caridad es . . . presuntuosa. —Desde lejos, atraes: tienes luz. —De cerca, repeles: te falta calor. —¡Qué lástima!» (Camino 459).

¡Qué lástima!

Y, sin embargo, he de proseguir descorriendo el velo de mis opciones metodológicas en la lucha por la vida de los inocentes. Más vale luchar por ellos con la luz de la verdad, aun cuando carezca del fuego del amor.

domingo, octubre 14, 2007

Más sobre castidad y razón recta


Los intensos debates generados por mis palabras netas y claras acerca del origen fundamental de los errores sobre el valor de la vida humana naciente, debates reflejados en Bajo la Lupa y también más allá, son una comprobación práctica de mi tesis. ¿O no habéis observado, estimados lectores, que se sienten heridos, se ponen como víctimas, los que confiesan en público a la vez su liberalismo moral en la teoría y su vida desordenada en la práctica? Y conste que he aclarado suficientemente que algunos podrían adherir a ese liberalismo por confusión de argumentos solamente. Mas entonces no tendrán muchas razones para venerar el matrimonio indisoluble y amar a los hijos como un don divino y abstenerse de todo lo que destruye el amor hermoso. A la larga, el resultado es el mismo: la lujuria y el liberalismo moral se aproximan.

A contrario sensu, resplandece la exigencia de cultivar las disposiciones morales que son condición de conocimiento recto. La castidad es relevante en el caso del aborto tanto como la generosidad con los propios bienes en el caso del deber de socorrer a los pobres.

No se trata de exhibir una pretendida superioridad moral que deje, a quienes no practican la castidad, fuera de juego, imposibilitados de presentar sus argumentos. Eso sería jugar con los dados cargados, como el liberalismo político. Al contrario: Todos están legitimados para presentar los argumentos que consideren convincentes y para oponer las dificultades que adviertan en los argumentos contrarios. Pero se ha de contar con la dificultad interior, para intentar superarla. Cualquiera que esté preso de la lujuria, incluso si todavía piensa que el aborto es un crimen, deberá luchar con una dificultad adicional para comprender por qué el aborto es un crimen. La duda liberal —la promesa de una conciencia tranquila— lo atenazará con cierta frecuencia.

Con otras palabras, sería absurdo reducir este asunto metodológico a una comparación entre virtudes —o entre grados de castidad— de los protagonistas de un diálogo sincero. Se trata solamente de luchar contra las distorsiones que nuestras pasiones introducen en la razón práctica.

Ahora bien, según los datos del Instituto Nacional de la Juventud de Chile, sabemos que solamente un 16% de los jóvenes entre 19 y 24 años no ha tenido jamás relaciones sexuales. Todos los demás, salvo los pocos comprometidos en matrimonio a esa edad, han practicado actos de lujuria. Además, en promedio han comenzado a los 16 años. Además, solamente el 16% de los practicantes no lo ha hecho en los últimos seis meses. De ahí se sigue —como también de las caras que he visto y de las risillas que he escuchado, inconfundibles, en el debate público—, que no hay demasiadas esperanzas de que los jóvenes de marras estén moralmente bien dispuestos a ver con claridad que la anticoncepción es moralmente mala y que el aborto, que procede de la misma mentalidad anti-vida, es un “crimen nefando”, en expresión del Concilio Vaticano II. Sin embargo, cuando las pasiones están más calmadas los intemperantes también pueden advertir la verdad de los principios, en alguna medida. Además, la gracia divina opera en el secreto de los corazones, como hemos visto, por ejemplo, con las conversiones al catolicismo de personas como Mortimer J. Adler, Alasdair MacIntyre, John Finnis, el Dr. Bernard Nathanson (llamado “el rey del aborto”), Norma McCorvey (quien, bajo el pseudónimo Jane Roe, protagonizó el proceso “Roe v. Wade”). En fin, ningún obstáculo —ni siquiera la lujuria— puede impedir que la fuerza del amor a la verdad, la pasión superior de la honestidad intelectual, que todos los lectores poseen en alto grado —por eso pasan por aquí— los mueva a tomarse en serio este dilema cultural y personal y a comenzar el camino de búsqueda apasionada de la respuesta correcta. No tengo ninguna duda de que, con la ayuda de Dios y si mantienen firme su resolución de no dejarse ganar por las pasiones, cualesquiera sean las debilidades que todos padecemos, también ustedes pueden llegar a donde llegó el rey del aborto: de los miles de niños asesinados sobre su conciencia a las manos misericordiosas de Dios.

Por otra parte, las equivocaciones en el razonamiento práctico sobre el aborto no siempre se enraízan en una mala disposición moral. He sostenido lo inverso: que las malas disposiciones morales —la lujuria especialmente, pero también la voluntad de poder— dificultan y ofuscan el conocimiento moral. Aunque esta situación es frecuente, no podemos desconocer las otras causas de error y ofuscación en la deliberación moral: los sutiles argumentos de los sofistas, la presión de la cultura y de las costumbres sociales, la dificultad intrínseca de determinados casos difíciles o situaciones límite, etcétera. Por eso, yo me abstengo de achacar a priori una indisposición moral a quien plantee un argumento favorable al aborto o una duda sobre los argumentos pro-vida. Sigue abierta, pues, la más amplia libertad y el consiguiente pluralismo argumentativo contra el dogma liberal de la “razón pública” o cualquier otra forma de exclusión de argumentos como ilegítimos. Cada argumento ha de sopesarse según sus méritos, con independencia de las causas subjetivas que muevan a proponerlo.

Los últimos capítulos han estado centrados en las exigencias de método para razonar rectamente, a propósito del debate sobre el aborto. Me atrevo a reducirlas a tres: libertad intelectual para liberarse de las constricciones del liberalismo político y académico; honestidad intelectual para presentar los argumentos en que uno cree, sin importar que sean religiosos, teológicos, metafísicos o “éticos comprehensivos”; y rectitud moral para dominar las pasiones que desvían nuestra mirada de los datos fuertes de la cuestión, que impiden mirar de frente a un feto cuando muere. Son contraculturales, políticamente incorrectas. Algunos pueden sentirlas como un insulto o una agresión, pero mi intención ha sido seria, pacífica y respetuosa: lanzar un desafío, una provocación saludable, para que por lo menos unos pocos emprendan la mutación ética a la cual los invito, para que este mundo sea más habitable y seguro para los niños de cualquier edad.


domingo, octubre 07, 2007

¿Es posible la corrupción moral?

La comparación con los cerdos puede parecer muy dura y dolorosa, pero la verdad de fondo es incontestable: la corrupción moral es posible.


Pues bien, la magnitud del enfrentamiento entre quienes defendemos la vida del que está por nacer y quienes la atacan —dejo de lado, por ahora, a los tibios y a los indecisos— indica que el problema ético subyacente probablemente se debe a una gran corrupción moral de muchos. Y esa corrupción tiene que ver con la inmoralidad sexual, porque, como dice Peter Kreeft, el día que el tema del aborto no tenga nada que ver con el del sexo, todos se pondrían de acuerdo por unanimidad para proteger la vida de esos niños.

Lógicamente, una parte de esa corrupción moral implica que los moralmente corrompidos —reitero que no hablo de los engañados, de los tibios, de los indecisos— nos consideren corrompidos a nosotros. Lo admito y no me ofende: es un aspecto de su propia corrupción. Y reconozco su derecho a decir lo mismo de quienes ven las cosas de manera diferente a la suya.

El punto que deberíamos examinar con más calma es dónde están más revueltas las pasiones, que explican el desorden racional. Entonces veríamos que las conclusiones falsas y falaces a las que arriban los defensores liberales del aborto, de acuerdo con lo que les parece bueno mas es vicioso, solamente pueden enfrentarse con una tesis lamentablemente ofensiva por verdadera: “Piensas así no por tener razones sino por la carencia de ellas, por la esclavitud de las pasiones”.

Por el contrario, quien vive una vida ordenada, acorde con las virtudes morales —en la medida de su capacidad—, se hace cada vez más amigo de la sabiduría; está cada día mejor dispuesto para conocer la verdad sobre los principios éticos. Cuando ha adquirido la prudencia como virtud cardinal, también advierte la solución para los problemas morales difíciles y la acción recta en los casos particulares. En cambio, quien vive una vida desordenada comienza a sentir cada vez más atrayente la sofística. La capacidad de cubrir el mal con razones de bien —la sofística en moral— cautiva sobre todo a la persona inteligente y refinada. La potencia de la argumentación racional desvinculada de la verdad sobre el bien humano es el complemento perfecto de la vida licenciosa de los hombres inteligentes, porque les ofrece las máximas posibilidades de racionalización, de justificación de la propia conciencia acusadora. Esos individuos, por desgracia, se corrompen hasta el punto de padecer serias dificultades para captar los principios morales en toda su integridad. Naturalmente, no pueden negar fríamente y en universal el atractivo racional de los bienes fundamentales, como vivir, conocer, tener amigos, darle un sentido a sus vidas. Sin embargo, fallan frecuentemente en aplicar esos principios a las situaciones típicas que les afectan negativamente, es decir, a los casos en que el seguimiento de los principios podría exigir un cambio en las costumbres. De ahí que existe una dificultad adicional en un diálogo como el que nos ocupa, relacionado con la protección de la vida humana. Así, por ejemplo, un estilo de vida dominado por el deseo de dominio y de placer —una forma pervertida de entender la autonomía personal y el sentido del bien honesto— se impacientará con la perspectiva de permanecer demasiado tiempo en situación de dependencia y de sufrimiento, pero también con la idea de malgastar ingentes recursos personales y sociales —tiempo, dinero, cuidados— en atender y cuidar enfermos incurables, vidas sin valor.

Más dramática es la situación de quienes están atrapados por la lujuria, que es un vicio que nubla de manera particularmente intensa el uso de la razón práctica. El tema del aborto —como el de la anticoncepción y otros relacionados— nos presenta este problema de manera radical. Es una cuestión metodológica, si se piensa que, según la idea cristiana y también aristotélica, no podrá razonar correctamente quien tenga sus pasiones fuera de control. La akrasía o incontinencia impide la acción recta, aunque se salve el conocimiento moral; pero la intemperancia, el vicio, corrompe incluso el principio práctico en la mente. Ahora bien, aunque el aborto es un crimen contra la vida del no nacido, su motivación directa no es el odio a la vida. El odio a la vida es la consecuencia final de un proceso sostenido de lujuria. La raíz del crimen del aborto es la necesidad de gozar del placer sexual desordenado sin asumir las consecuencias desagradables. La nueva vida se transforma en la primera consecuencia desagradable del sexo extramarital, su más seria amenaza. Por eso, como afirmó Juan Pablo II en Evangelium Vitae, aunque la anticoncepción y el aborto difieren en especie moral, pues aquélla es contraria a la castidad y éste es contrario a la justicia, proceden de la misma planta envenenada. Por eso, el mapa de la difusión de la anticoncepción es muy a menudo el mismo que el de la expansión del aborto. La mentalidad que subyace a los dos fenómenos impulsa, con una irracionalidad atestiguada por innumerables testimonios de mujeres y varones arrepentidos de su crimen, a eliminar al hijo cuando falla la maniobra anticonceptiva. Gracias a Dios, hay una distancia entre las dos acciones. Muchas madres valientes —a veces, cobardemente abandonadas y aun presionadas para matar— han sacrificado su estilo de vida, su comodidad, su honra familiar o social, sus perspectivas de estudio, con tal de respetar y acoger la vida del niño en su seno. La comprensión cristiana para con quienes no han seguido adelante con su embarazo —la misericordia que Cristo nos invita a manifestar con todos los seres humanos, pues todos somos pecadores— no puede llevarnos ni a negar la gravedad del delito ni a desconocer la cuestión metodológica que nos ocupa, a saber, que un estilo de vida sexual desordenado —la lujuria— impide comprender o aceptar los argumentos racionales que prohíben matar directamente a un niño en el seno de su madre.

La corrupción moral es posible. Gracias a Dios, también es reversible. Ya lo veremos.