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jueves, febrero 23, 2006

¿Qué nos cabe esperar?


Calma, ¡que no cunda el pánico!

No vamos a airear el fantasma de Immanuel Kant, quien resumía los intereses de la filosofía en tres preguntas: ¿qué puedo saber?, a la que responde la metafísica; ¿qué debo hacer?, a la que contesta la ética, y ¿qué me cabe esperar?, de la que se ocupa la religión. Las tres pueden reducirse a una sola —continuaba Kant—: ¿qué es el hombre?

No, no vamos a ir tan a fondo. Nos preocupa ahora solamente qué nos cabe esperar del gobierno de Michelle Bachelet.

No puedo responder la pregunta “¿qué puedo saber?”; pero sí sé lo que no puedo saber: el futuro. Si alguno de los que ansiosamente esperaban llegar a este capítulo pensó encontrarse con una gitana leyéndole las manos o con un brujo clavado en su bola de cristal, lamento desilusionarlo.

Sucede que todavía tengo grabada en mi memoria la audacia de un famoso comentarista internacional, quien pronosticó no recuerdo bien qué cosa —quizás el resultado de una elección presidencial en Estados Unidos— apoyándose en que todas, todas las señales sin excepción, y por un amplísimo margen, lo daban por seguro. A la semana siguiente, nuestro prestigioso periodista tuvo que ponerse rojo ante las cámaras, con una honestidad y sencillez que hablaban mejor de él que lo que pudiera afectarle un pequeño traspié. Nos contó que uno de sus grandes maestros de periodismo les había encarecido enérgicamente: ¡nunca intenten predecir el futuro!, ¡jamás den un pronóstico!

Desde entonces, jamás he intentado predecir el futuro y no lo haré nunca.

En consecuencia, con Kant me ocupo ahora solamente de lo que podemos esperar de Michelle. Esperar no es saber, no es predecir. Yo espero salvar mi alma, pero no me atrevo a predecirlo. Yo espero que el conflicto entre Chile y Bolivia se resuelva con una salida al mar, aceptable para los tres países que tienen algo que decir; pero no me atrevo a predecirlo.

Esperar es un acto con múltiples modos, infinitos sentidos y matices.

Esperar es, en primer lugar, pensar que es posible un hecho futuro si se dan ciertas condiciones presentes, por las que debemos luchar. En este sentido se esperan cosas buenas, como las espero yo de los próximos cuatro años.

Espero, por ejemplo, que se note el perfume de mujer. Soy un convencido de que la política racionalista —tantas veces cargada de trapisondas y hasta de violencia—, que domina el mundo desde que dejó de haber reinas —con poder, quiero decir—, necesita urgentemente una inyección de femineidad, de esa otra mitad del ser humano que tiene el alma más abierta a las necesidades concretas de las personas, que es más fuerte ante el sufrimiento físico y moral, que sabe intuir mejor los valores estéticos —el mercado y la política viril los captan solamente de lado, cuando producen dinero o dominación—, que podría advertir —quizás mejor que los varones— la crisis contemporánea de la paternidad y comenzar a sugerir algún remedio.

No espero nada bueno de Michelle Bachelet por ser socialista, pues el socialismo ha causado estragos en todas partes; pero pongo un poco de mis esperanzas en que ella es mujer, y no dejó de serlo ante las tentaciones próximas —técnicas, retóricas— de hacerse más agresiva, asertiva, individualista. La tan anhelada reconciliación nacional, amagada durante todos los gobiernos precedentes por las exigencias de una política técnicamente racional —los dividendos fáciles del odio y de la venganza—, puede ser más fácilmente promovida por un régimen con más mujeres, aunque se les asignen solamente la mitad de los cargos superiores. La unidad tras objetivos compartidos de bien común—como muchos de los que figuran en los dos programas de gobierno— puede ser adquirida más fácilmente por quien ha surgido como líder gracias al apoyo popular y no a una fantástica máquina política (ésta fue necesaria, naturalmente, para ganar las elecciones).

También espero que el sistema político y social se mantenga bien ordenado, con una economía dirigida según las líneas neoliberales que ya nos son familiares, sin perjuicio de los consabidos tributos periódicos que debemos pagar al socialismo: un recorte por aquí, otro por allá. Si hubiese todavía más libertad —ordenada, sin libertinaje—, la economía y la sociedad civil serían todavía más pujantes. Sin embargo, con lo que hay podemos estar tranquilos. No olvidemos que, en esta materia, la derecha ya ganó la batalla histórica y no es posible una súbita vuelta atrás.

Todas estas esperanzas buenas se fundan en condiciones presentes y realistas, pero requieren lucha y compromiso de parte de las personas más sensatas en el gobierno. Yo espero: no profetizo.

Esperar, no obstante, también puede significar solamente aguardar a que algo suceda, estar ahí donde se supone que ha de ocurrir algo, no necesariamente bueno. Así esperamos la llegada del invierno, aunque nos gustaría vivir siempre en primavera. Así esperamos la muerte, que a todos nos afecta poco a poco y, de repente, cuando creíamos que todavía teníamos tiempo, toda entera. En este sentido, también espero lo que no celebro.

Estoy a la espera de que continúe la imperturbable política de persecución a todo lo relacionado con el gobierno militar: la familia de Pinochet, los militares de la época, los colaboradores civiles . . ., ¡todos los que amenacen el poder de la Concertación! No me extrañaría que se creara todavía una tercera comisión, so pretexto de reconciliación, pero que realmente sirviese para terminar de aplastar cualquier vestigio de reconocimiento de la historia verdadera sobre la crisis política en Chile. ¿Qué tal una Comisión para la Reconciliación Civil en Chile? Su finalidad, naturalmente, sería rescatar la verdad sobre la cooperación de los civiles con la dictadura, para, después de conocer la verdad, ofrecerles el perdón, siempre que se arrepientan y lo pidan.

De manera semejante, cabe esperar que los enclaves estalinianos de la Concertación y la internacional progresista sigan causando daño en el campo moral, cultural, familiar y religioso, de la manera que explicaré en el próximo capítulo.

jueves, febrero 16, 2006

Las instrucciones del microondas


Chilenos: ¡preparaos a pasar vergüenza!

Estas páginas han sido leídas no solamente en Chile, donde nuestras miserias podrían pasar ocultas, sino también en Alemania, Argentina, Bolivia, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, México, Uruguay y Venezuela. De manera que el mundo sabrá ahora lo que hace unos años se demostró científicamente: el 80% de los chilenos no entiende lo que lee.

(En realidad, como soy chileno, y son chilenos los periodistas que difundieron estos resultados, nunca estaré seguro de si el 80% no entiende el 100% de lo que lee o si el 100% no entiende el 80% de lo que lee o si . . . en fin, alguna posibilidad intermedia que algún extranjero podría explicarnos y algunos chilenos podrían entender en alguna medida).

No quiero decir con esto que seamos totalmente imbéciles, entiéndanme bien.

Solamente estoy preparándome para las más incomprensibles incomprensiones cuando lean ustedes, en el próximo capítulo, lo que cabe esperar del futuro gobierno de la primera mujer que gobierna en Chile (¿la primera?). En previsión de tan infaustos sucesos (me refiero a las incomprensiones por mi próximo capítulo, no al gobierno de ella), he decidido poner bajo la lupa algo menos contingente que un reinado de cuatro años: las instrucciones de nuestro nuevo microondas.

¿Por qué?

Por una parte, porque la desgraciada investigación sobre nuestra “comprensión lectora” —así hablan ahora los que deberían enseñar castellano— no puso a los conejillos de indias frente a Luis de Góngora y Argote, Martin Heidegger o Jürgen Habermas, sino que les hizo leer despiadadamente las instrucciones de uso de productos cotidianos. Con el manual del microondas podemos hacer un ejercicio de comprensión a la altura de la ciencia moderna.

Por otra parte, las instrucciones del microondas vienen en ocho idiomas, se basan en una larga experiencia y sirven durante un tiempo considerable. Ya veo que el 20% de ustedes ha entendido la comparación, pero hagámosla explícita. Después de la absurda reforma constitucional que redujo el período presidencial a cuatro años —¡creían que iban a perder!—, casi cualquier cosa dura más que un gobierno; además, los programas se preparan sobre la marcha de la campaña electoral y en un idioma que oculta tanto como revela. De manera que fijarse en el microondas tiene un alcance más amplio, profundo y duradero, que entrar de inmediato a comentar el futuro de Michell Bachelet con nosotros.

Sepan ustedes, pues, que bajo mi lupa no solamente pasan objetos efímeros, volátiles, contingentes, como las pasadas elecciones o el futuro del gobierno, sino también elementos de más peso en la vida de una comunidad, como, sin ir más lejos, nuestro nuevo microondas.

Estoy cierto, además, de que la audiencia de estas páginas, su rating, comienza a subir apenas emprendo este camino de mostrar mi vida privada. Puede ser una opción peligrosa, tortuosa, casi impúdica; pero no me queda más remedio que mostrarme como soy —ya: sin exagerar— y atraer las miradas curiosas del mundo entero. ¿Y qué más privado que la cocina de la casa?

Vamos, pues, a las instrucciones del microondas.

Llama la atención, al inicio, un esquema claro del equipo, con nueve números: todo está en orden. Por eso funciona. “Atención: ¡No retire ningunas piezas montadas del espacio interior de cocción o de la parte interior de la puerta!” (sic: está claro que se escribió en otro idioma, y lo tradujo al castellano alguna máquina o, quizás, un experto en “Lengua y Comunicación”). Si el gobierno sigue desmontando las piezas (la familia, la moral pública, las exigencias de respeto en el uso de la libertad de expresión . . .), el horno funcionará cada vez peor.

“Solamente utilice el aparato para el fin previsto”. Sabio consejo, un antiguo principio olvidado por los propagandistas liberales, que creen que cualquier fin es válido con tal de no chocar con el vecino. ¿Nunca han usado un microondas, acaso?

A la hora de desconectar el aparato, se nos dice: “tire de la clavija no del cable”. Y más adelante: “por favor tire de la clavija y no del cable”.

“Para evitar que los niños se hagan daños eléctricos (sic) . . . que los niños no tengan acceso al aparato”. Common sense, my lady. Pero en Chile les damos acceso a los más peligrosos aparatos, y, claro, aumenta el número de los analfabetos funcionales (primero), de los adictos (después) y de los degenerados (al final).

Niños y personas decrépitas solamente podrán utilizar el aparato sin vigilancia si se ha realizado una instrucción adecuada”. ¿Quién no recuerda ahora el continuado fracaso de las políticas socialistas en educación? ¡Si ya no hay nada que hacer! ¡Pobres niños! (y personas decrépitas).

“¡Existe peligro de explosión!”; “¡Existe peligro de quemarse!”; “posibles llamas”. ¿Exageran las instrucciones del microondas? No: este tipo de indicaciones es bienvenido en la vida ordinaria. Es rutinariamente rechazado en la política, hasta que viene la explosión, las llamas.

Nota: El microondas no está previsto para calentar/cocer a animales vivos” (sic: énfasis en el original). Dicen que esta nota tuvo que añadirse después de que una señora, tras lavar a su querido gato, intentó secarlo en el horno microondas. Hizo explotar a la pobre mascota adentro . . . Dantesco espectáculo, que se repite en el terreno moral y político, donde algunos piensan que se pueden despreciar las instrucciones sin asumir las consecuencias. Mas ahí está todo ese lastre social: desarraigo, inmoralidad pública, delincuencia, corrupción, miseria material y espiritual . . .

“Es válida la siguiente regla general: Cantidad doble = casi el doble de tiempo / Mitad de cantidad = mitad de tiempo”.

“Para asar a la parrilla utilice por favor la parrilla”.

“Se pueden programar máximamente 9 horas, 99 minutos. Después de haber transcurrido el tiempo, sonarán señales acústicas y la palabra ‘END’ aparecerá en el display”. Todo llega a su fin. Todavía hay esperanza.
Si usted no comprendió este capítulo, vuelva a leerlo. ¿Todavía no? No se preocupe: es estadísticamente normal. Algunos le dirán que en eso consiste la virtud. ¿Entiende?

jueves, febrero 09, 2006

Un techo político para Chile


Una de las iniciativas sociales más exitosas de las últimas décadas ha sido “Un Techo Para Chile”. En otro capítulo vamos a considerarla en sí misma. Ahora nos interesa solamente observar que en la política también se necesita un techo para el país, una solidez de estructuras y de propósitos capaz de transmitir calor y seguridad al pueblo.

Más allá de explicaciones superficiales —que si se manipula al Monstruo, que si la oposición es débil, que si las primarias, que si la intervención electoral . . .—, las causas de fondo de la continuidad de la Concertación de Partidos por la Democracia pueden resumirse en que ha constituido un techo político para Chile.

Winston Churchil decía que “el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido”. Yo no soy político, pero reconozco que mantuve una cierta esperanza en que el Monstruo se rebelara contra sus domadores (ver “El Monstruo de la Quinta Vergara”), a pesar de ver con mis propios ojos como los partidos de oposición se sacaban sus propios ojos, con el correr de los años, desde el encumbrarse de Joaquín Lavín en 1999. Sin haber llegado al optimismo de predecir una victoria de la Alianza por Chile, siempre me limité a decir que la política es muy contingente y todo puede cambiar en pocos meses, semanas y aun días. Por eso, en los años de la euforia —cuando Joaquín Lavín tenía el 60% de las preferencias— yo parecía pesimista, recordando que todo podía darse vuelta. Por la misma razón, me consideraban optimista cuando, cayendo nuestro hombre fuera de serie en las encuestas, afirmaba yo que todavía podrían hacerse las cosas bien y ganar (y entonces vino Sebastián Piñera y terminó de hacerse todo mal).

El asunto es que ahora, como está claro por los capítulos precedentes, me encuentro en la fase de “explicar por qué no ha ocurrido” lo que podría haber sido: la victoria sobre este régimen que tanto daño le está haciendo a Chile.

Dejando de lado las explicaciones de superficie, pues, me aventuro a ésta: la Concertación de Partidos por la Democracia es un techo político para Chile. Para comprender esta metáfora concentrémonos en tres aspectos.

En primer lugar, la derecha política no gana porque ya ha vencido todas sus batallas históricas. Si se revisa la oposición antigua entre derecha e izquierda, se verá claramente que nadie sostiene hoy los programas sociales y económicos de la izquierda tradicional: igualitarismo absoluto, abolición de la propiedad privada de los medios de producción, revolución violenta para acceder al poder, subordinación de los individuos al Estado. Sí, de acuerdo: los principios siguen operando, de una manera sibilina y más peligrosa. El materialismo de fondo está ahí. La subordinación de la religión y de la moral a la economía y a la política no ha desaparecido. Por supuesto, todo esto es verdad, pero la izquierda ha hecho suyas —porque fue derrotada en la lucha histórica— las fórmulas de derecha, materialistas también: estricta propiedad privada, protección del individualismo, libertad de los mercados, orden macroeconómico, uso de medios pacíficos para obtener el poder, alianza y confusión con los capitalistas, interpretación liberal-burguesa de los derechos humanos. Y si la derecha ya ganó en la historia, ¿qué puede ofrecer ahora? ¿Por qué, además de ver honradas todas las banderas por las que ha luchado, había de quedarse también con el poder?

Brevemente: así como los proletarios, en su lucha de clases, no tenían nada que perder, ahora la derecha ya no tiene nada que ganar. La izquierda le ha dado en el gusto en casi todo, y lo seguirá haciendo con tal de retener el poder. Esta situación es una parte del techo político. En términos económicos, la izquierda gobierna para la derecha y esto significa la paz definitiva. En cambio, pensar en un gobierno de derecha, asediado continuamente por izquierdistas ávidos de poder, es como quedarse a la intemperie otra vez.

En segundo lugar, la derecha es incapaz de imitar a la izquierda en este ejercicio de transformación. La derecha ha sido siempre una santa alianza en defensa de menos santos intereses, con una ceguera sorprendente para la cuestión social, para las injusticias inherentes a la ideología liberal-capitalista. Los intentos de revertir esta situación —notables en la penetración de la UDI en las poblaciones— no son suficientes para la diferenciación política, ahora que existe un consenso mundial en la necesidad de erradicar la pobreza y de superar las desigualdades excesivas: el triunfo histórico de la izquierda.

En tercer lugar, el trabajo de la izquierda en los medios de comunicación, el arte y la cultura en general, ha ido moldeando una masa adicta a su discurso y domesticada por una nueva moral. El efecto es devastador en los políticos que, en lugar de ir por delante, trabajan obsesionados por las encuestas. En definitiva, se trata del techo político que la Concertación ofrece en materia de ideas y de sensibilidad colectiva.

La derecha no necesita ni cultura ni intelectuales, porque sus ideas ya han triunfado y porque la cultura y los intelectuales no producen dinero. La derecha, además, cultiva el desprecio de la política y el refugio en la vida privada. Sucede, por desgracia para ella, que los pueblos viven bajo el cielo de lo público, y solamente pueden gozar del calor y del cobijo bajo un techo construido fundamentalmente con ideas, con discursos y con una estructura social y cultural que dé cuerpo a esas ideas y a esos discursos. Este aspecto esencial de la concepción clásica de la política está en la izquierda, no en la derecha.

Necesitamos una alternativa política, no meramente técnica, a la Concertación, porque, aunque el apoliticismo puede atraer a la masa, jamás podrá entusiasmar a quienes trabajan para llegar a gobernar.
El espacio simbólico solamente se construye con ideales públicos: si faltan, estamos desnudos bajo el cielo oscuro y frío.

jueves, febrero 02, 2006

Más causas de la victoria y de la derrota

La victoria de la Concertación de Partidos por la Democracia puede explicarse solamente en parte por la intervención electoral del Presidente —una respetable tradición republicana desde el siglo XIX—, por los errores de cálculo y la anémica oposición de la Alianza por Chile y por la farándula socialista internacional en la campaña de Michell Bachelet.

Señalaré un par de causas superficiales, que deben tenerse en cuenta en el futuro si se quiere cambiar el gobierno. Dejo a los expertos de la Alianza —su nombre es Legión— seguir revolcándose en la superficie de otras mil explicaciones posibles de una derrota merecida. Yo prefiero ir después —en el próximo capítulo— al fondo del asunto, aunque de él pueda aprenderse solamente algo para el largo plazo y no una receta para hacerse con el poder.

No olvidemos, en primer lugar, el error de no tener primarias en la Alianza. Ciertamente tiene algunas ventajas utilizar el mecanismo de la segunda vuelta; pero, cuando uno de los lados decide tener primarias en un sistema como el actual, el escenario está ya definido.

Las primarias tienen tres efectos cruciales en un sistema bipartidista como el nuestro: evita el desgaste de la competencia interna, porque lo adelanta en lugar de hacerlo simultáneo con la competencia externa; unifica las fuerzas del sector para la campaña final, pues los derrotados en las primarias tienen fuertes incentivos para apoyar al vencedor (además de poder jugar un papel protagónico como candidatos a otros cargos de elección popular), y, en fin, revisten al ganador de una primera imagen de vencedor: asocian a su persona y a su rostro una adhesión proporcionalmente importante. Este último efecto me parece primordial de cara a la confrontación nacional porque constituye, junto con las primarias en sí mismas, una forma de comenzar antes la campaña presidencial.

La segunda vuelta es un mecanismo constitucional sabio y necesario, que no se fundamenta en razones electorales sino en la necesidad de legitimidad política. El nuevo presidente siempre tendrá —cualquiera sea la simpatía que despierte, incluso si es elegido por muchos como simple mal menor— más de la mitad de los votos válidamente emitidos. Además, la existencia de esta alternativa abierta es una salvaguarda in extremis del derecho a exigir primarias justas en un sector y alguna forma de compensación para los sectores políticos que, por el bien de su coalición, renuncian a su derecho a presentar candidato en la elección presidencial.

Con todo, la irrupción de la candidatura de Sebastián Piñera fue intempestiva, rehusó —porque le convenía personalmente— toda posibilidad de primarias y, por último, no duró lo suficiente como para arrastrar, además de a quienes apoyaban a Lavín, a los descontentos de la Concertación.

En el futuro, si la Concertación sigue teniendo primarias, la Alianza por Chile debe imponer este instrumento para evitar toda emulación del piñerazo.

Naturalmente, me retracto de todo lo que precede si se termina el sistema binominal y se disuelven las dos grandes coaliciones. La política es muy contingente y mis opiniones están sujetas a todos los cambios imaginables.

Otra causa superficial —con este calificativo no me refiero a algo poco importante, sino a algo próximo a la situación contingente, mudable en el corto plazo— que contribuyó a la derrota de Joaquín Lavín, además de la arremetida inoportuna de Sebastián Piñera, fue la serie de opciones estratégicas para mantenerlo vivo como líder después de su casi victoria del ‘99-2000.

Primero: ¿Por qué Alcalde de Santiago? ¿Por qué no continuar en Las Condes o, mejor aún, atreverse con una comuna pobre y popular? En su momento, los expertos me dijeron que no, que Santiago era algo central, emblemático, con dinero para hacer algo, mientras que en una municipalidad periférica no se habría logrado mucho. No veían —por algo son expertos— que el éxito de un líder popular no depende de tener muchos recursos o de estar en el centro de una municipalidad seria, sino de hacer por los pobres todo lo posible con pocos recursos. Véase la popularidad de Ossandón en Puente Alto y, ahora, de Orrego en Peñalolén y de Undurraga en Maipú. Los tres, si extendieran el conocimiento de su obra y de su carisma hacia otras comunas, podrían ser excelentes líderes para una elección presidencial. El alcalde de Santiago, en cambio, ¿dónde está?

Segundo: el liderazgo moral débil y la casi nula profundidad política, ideológica, que se pensó como medio para atraer a un espectro amplio (moral e ideológico) de los votantes. Una astucia poco astuta. Los socialistas lo consiguen de otra manera. Nietzsche decía que los filósofos antiguos conocían la diferencia entre lo esotérico y lo exotérico, sabían decir a sus discípulos, a quienes ilustraban y seducían, todo lo que pensaban, y a los demás, a quienes arrastraban, solamente lo que podían entender. A mí no me cabe duda de que Michell Bachelet debe de ilustrar y seducir con ideas claras sobre los ideales socialistas y progresistas a un número suficiente de quienes la siguen por fuertes motivos éticos y políticos; ella ha tenido buen cuidado de no enajenarse esta adhesión profunda mediante actitudes ambiguas o un desperfilamiento de sus opciones ideológicas. Sin embargo, ha sabido cultivar exotéricamente su otra imagen, menos política, más conciliadora. Por el contrario, yo pude observar semana a semana como antiguos entusiastas de Joaquín Lavín —a quien yo siempre he admirado (véase “Un hombre fuera de serie”)— se iban desencantando, porque encontraban en él solamente el líder exotérico —el muñeco de las masas— sin el ancla esotérica de la ética y de la política.

Y así podríamos seguir buscando causas en la superficie de las aguas. Por desgracia, aunque todas estas causas desfavorables fuesen superadas, sigue siendo muy difícil cambiar la orientación del gobierno solamente mediante recetas de corto plazo, aunque sean tan sabias como las que puedan advertirse bajo una poderosa lupa.

Necesitamos profundizar. Ver que la Concertación de Partidos por la Democracia está en el poder por algo más que su excelente máquina electoral.