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domingo, agosto 23, 2015

Hablar con la verdad: gritar en el desierto

La próxima vez que alguien me diga "déjalo estar", para que pase de tantas injusticias y errores que deben ser resistidos, sobre todo en beneficio de los inocentes que cada día caen bajo las garras de una propaganda falaz, resentida, odiosa, hedonista y satánica, le daré a leer este artículo de Juan Andrés de Prada.

Me consta que son muchos los que, como yo, prefieren ser Quijotes antes que Judas. Y las posiciones intermedias, que cabe a veces admitir, son cada vez menos plausibles: porque los enemigos de la verdad en este mundo son cada día más agresivos y exigen la sumisión explícita de sus víctimas.

Leed.



Juan Manuel de Prada
JUAN MANUEL DE PRADA

Clamar en el desierto

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Como no me chupo el dedo, sé bien que las cosas que escribo provocan el desprecio de la mayoría de mis contemporáneos. Provocan, desde luego, el desprecio de progres de derechas y de izquierdas, que me ven como un reaccionario que defiende ideas antediluvianas inconciliables con el espíritu de nuestro tiempo; provocan también el desprecio de los fariseos que se aprovechan de la fe religiosa de los sencillos para sus negocios y sus cambalaches políticos, porque tengo la nefasta manía de recordarles que son la sal sosa fustigada en el Evangelio. Unamuno se refería a esa «nueva Inquisición», omnipotente en nuestra época, «que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia». Yo jamás me rendiré a la ortodoxia decretada por nuestra época; y, por lo tanto, no me aguarda otro destino sino ser cada vez más despreciado y ridiculizado, hasta que algún día logren silenciarme del todo. Pero hasta que llegue ese día tal vez no demasiado lejano prometo seguir dando la batalla.
No es, sin embargo, sencillo escribir sabiendo que eres una persona despreciada. A cualquiera le gusta ser halagado y aplaudido; y más que a nadie al escritor. Para seguir escribiendo sabiendo que eres una persona despreciada y ridiculizada por los corifeos del sistema hace falta vencerse a uno mismo, hace falta renunciar a la propia conveniencia. Esta es la actitud de don Quijote, que no vacila en ponerse en ridículo ante el mundo para hacer realidad los ideales de la andante caballería, para traer otra vez la Edad Media a un Renacimiento que la desdeña jocosamente (pero la jocosidad es la máscara con que el cinismo oculta su odio). A don Quijote le habría sido muy sencillo combatir las burlas de sus contemporáneos, pues todos reconocen que es hombre discreto; le habría bastado con renegar de su espíritu caballeresco para obtener la consideración y el aplauso del mundo. En diversos pasajes de la obra cervantina leemos que los personajes que se cruzan en el camino de don Quijote lo ponderan y ensalzan; y que sólo cuando don Quijote se refiere a su malhadada caballería lo toman por necio. A don Quijote le habría bastado con hacer 'reserva mental' de determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a cabo su vocación. Es una lección muy dolorosa, pero incalculablemente hermosa. Y es el ejemplo que me he propuesto seguir.
Unamuno, al referirse a este rasgo trágico y esencial del quijotismo, no se olvida del «más terrible ridículo» que debe afrontar quien decide imitar la actitud de don Quijote, que es «el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo». En efecto, como le ocurría a Unamuno, «mi razón se burla de mi fe y la desprecia». Mi razón constantemente me recomienda que aplauda lo que el mundo aplaude, mi razón me pide sin cesar que calle ante lo que la corrección política establece, mi razón me ruega encarecidamente que asuma como propios los postulados del progresismo hegemónico, para poder medrar, como hacen los escritores de éxito; y que, una vez asumidos tales postulados, discrepe en asuntos menores con mucho aspaviento y jeribeque, como hacen los escritores de éxito, para posar de rebelde ante la galería. Pero mi fe quijotesca se niega a aceptar lo que la razón me reclama; y entonces mi razón se burla de mí, escandalizada de mi locura, y es la primera en carcajearse de mi ridiculez.
Ridiculez que, además, conlleva una condena a la soledad; porque uno no tarda en descubrir que, al revolverse contra el espíritu de su tiempo, no consigue otra cosa sino la soledad, pues a la inmensa mayoría de la gente lo que le gusta es comulgar con el espíritu de su tiempo, que es lo que garantiza llevar una vida pacífica y sin sobresaltos. Pero, aunque la soledad sea a veces muy dolorosa, uno se siente más vivo que nunca; pues, como nos enseñaba Chesterton, sólo el que nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo, pues para avanzar aunque sólo sea un centímetro tiene que bracear con brío (frente al que es arrastrado por la corriente, que avanza fácilmente aunque lleve mucho tiempo muerto).
Y clamar en el desierto no es una tarea estéril, como nos enseñaba Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «¿Cuál es, pues, la nueva misión de don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte».

lunes, agosto 17, 2015

El padre Rogelio descansa en paz

Espero que se abra el proceso de canonización del padre Rogelio Livieres, con quien tuve un par de comunicaciones electrónicas cuando comenzaba a sufrir lo peor de la persecución clerical en su contra, que terminó con su destitución como Obispo, llevada con ejemplar obediencia al Romano Pontífice (obediencia compatible con afirmar la verdad y negarse a que todo pareciera, falsamente, como una renuncia voluntaria: ¡hay que tener pantalones!).

Leed.

¿Quién fue Mons. Rogelio Livieres?

Hoy Ciudad del Este (Paraguay) llora con profundo dolor la muerte de quien fuera su más preciado e importante pastor: S.E.R. Mons. Rogelio Livieres. Ante tan desoladora pérdida cabe preguntarnos quién fue este tan nombrado Obispo Rogelio.
Conocidos son sus innumerables frutos pastorales para el bien espiritual, humano, social y material de la Iglesia que tuvo el honor de tenerlo —por voluntad de Dios— como su padre obispo por diez años: creación de tres seminarios para la formación de candidatos al sacerdocio, 200 seminaristas, ordenación de setenta sacerdotes, creación de diecisiete parroquias, amplia atención pastoral a sectores vulnerables (cárceles, hospitales, indígenas), gran acción caritativa con los más pobres e indigentes y un largo etcétera.
Con todo, es mucho menos conocida públicamente la extraordinaria y delicada personalidad de su vida cotidiana. El padre Rogelio —como a muchos les gustaba llamarlo— fue verdaderamente y en el pleno sentido de las palabras un hombre de Dios. Vivió entregado completamente a los demás por medio de Jesucristo. Trasmitía la alegría del evangelio a todos los que encontraba santificándolos en la verdad y elevándolos siempre cultural y espiritualmente.
Una característica que impregnó su celo de pastor fueron las vocaciones sacerdotales. Personalmente se ocupaba cada sábado del trabajo con los numerosos jóvenes paraguayos que acudían a su casa para discernir su eventual vocación al sacerdocio. Mons. Rogelio conocía y seguía de cerca cada uno de esos jóvenes. Sabía sus nombres, sus alegrías, sus tristezas, sus necesidades. Les brindaba dirección espiritual, respondía a todas sus preguntas, incluso aquellas más encendidas. Lo que entusiasmaba a esos jóvenes guaraníes era que “la autoridad máxima” tenía un fluido e intenso trato personal. Incluso les daba su número de teléfono celular al que llamaban durante la semana numerosas veces y hablaban con él mientras transcurrían los pocos días antes del siguiente encuentro vocacional.
Después de un serio discernimiento a lo largo de por lo menos un año, ya entrados en el Seminario, el obispo Rogelio no se olvidaba de esos futuros sacerdotes. Como cariñoso padre seguía pendiente de todos y cada uno de sus seminaristas. El primer año les dictaba todos los miércoles el curso de Espiritualidad y les celebraba la Santa Misa en la abarrotada capilla del Seminario. Luego del almuerzo con sus hijos, conversaba personalmente con ellos preguntándoles cómo estaban, cómo progresaban en la vida de oración, cómo se encontraban sus familias, entre otras cosas. A veces incluso, sin que los formadores o los sacerdotes que servían en la curia diocesana supieran nada, el padre Rogelio solventaba —con su salario personal— el vestido, los pasajes a casas de sus padres, los remedios y tantas otras necesidades de sus entrañables seminaristas. Velaba por ellos porque no quería que por causa de una necesidad económica dejaran el camino que por vocación divina habían emprendido.
Esta ayuda era tanta que, incluso, habían meses que él no llegaba a fin de mes para poder pagar cosas personales. Mons. Rogelio vino al mundo sin nada y se fue sin nada. Vivió la pobreza ejemplarmente. No sólo en su desprendimiento personal, como dijimos, sino también materialmente. Ninguna propiedad inmueble personal. El breviario, una sotana, camisas viejas desgastadas y un solo traje con varios años encimas eran su único ajuar.
Esto era posible gracias a su vida ascética y gran espíritu de sacrificio. Alguna vez, cuando aún estaba fuerte de salud, alguien lo encontró durmiendo en el suelo. Habían descubierto que día de por medio no usaba su cama, sino que directamente dormía toda la noche en el suelo sobre solamente una frazada. Todo esto lo ofrecía a Nuestro Señor por las almas de quienes entraban en su ministerio.
Todos los domingos celebraba la Santa Misa estacional en la catedral con sus 200 seminaristas y el Pueblo Fiel a él confiado. A cada uno les daba —en la boca y de rodillas— la Sagrada Comunión. Siempre enseñó a los futuros sacerdotes que ese es el centro de la vida cristiana: el sacerdote es por y para Jesucristo en la Santa Eucaristía. Siempre les inculcó —con la palabra y el ejemplo— el amor a Cristo, a la Virgen María y al Santo Padre.
Estas y otras cosas semejantes nos muestran al padre Rogelio de todos los días: simple, humilde, alegre, generoso, bueno, rezador, sacrificado, apostólico. En su espontaneidad cotidiana atraía y formaba magistralmente a las personas que Dios le ponía en su camino. Nadie que lo haya conocido personalmente podrá desmentir estas cosas, porque encontrarse con el era encontrarse con Jesús.
Monseñor Rogelio, llamado por el Padre a su presencia, partió hoy a la liturgia celestial. Ciudad del Este y la Iglesia perdió en la tierra un gran obispo, un gran pastor y, sobre todo, un extraordinario padre. No obstante, el obispo Rogelio no nos ha dejado solos. Desde el cielo intercede por nosotros, nos cuida y nos guía. En la presencia luminosa de Cristo nos anima a ser fieles, santos, simples, buenos y alegres.
Agradecemos a Dios por la vida, la vocación y el ministerio episcopal del valiente confesor de la fe: S.E.R. Mons. Rogelio Livieres. La Iglesia de Ciudad del Este se honra y está orgullosa de haber sido guiada durante diez difíciles años por un santo varón, por un verdadero hombre de Dios.
11094347_636503449820139_677938540881759462_nNos encomendamos a su intercesión para que la oblación de su vida a Cristo y a su Iglesia continúe en sus amados hijos dando abundantes frutos de vida eterna.

domingo, agosto 16, 2015

El Pueblo Infiel de Dios

Desde EE.UU. nos llaman la atención sobre lo que en todas partes —también en Chile— se dice entre murmullos, algunos para promover el cambio de doctrina sobre la anticoncepción (para acomodarla a los tiempos) y otros —entre quienes me cuento— para afirmar que si la praxis de la Iglesia no vuelve a ser fiel a la doctrina sobre la castidad matrimonial no tiene sentido ninguna otra reflexión sobre la pastoral familiar. Todo es arena cuando la base es arena.

Y no me digan que la Iglesia no ha cambiado. No ha cambiado su doctrina oficial, pero ha sido sistemáticamente silenciada durante 50 años. Las víctimas de la revolución sexual no han encontrado en la Iglesia —salvo contadas islas de praxis antigua— una ayuda, sino una confirmación en su mal obrar.

El Pueblo de Dios debe volver a Dios.

Leed.




"How strange it is...that a Special Synod called by the Pope precisely to counteract the contemporary negative forces undermining marriage and the family ... should say little or nothing about the role that the virtually universal practice of contraception has played in causing this crisis."
CWR's sister publication, Homiletic & Pastoral Review, always has many excellent essays and columns. One recent essay is particularly exceptional: "A 'Categorical Silence' in the Preparatory Questionnaire for the 2015 Synod" by Fr. Mark A. Pilon. The article first touches on a couple of historical notes:
In 1930, Pius XI declared that contraception was intrinsically evil, and warned that it’s practice would accelerate the “moral ruin of society,” undermine the stability of marriage, and lead to the terrible temptation of abortion. In 1932, the secular editor of the Washington Post warned that the moral acceptance of contraception in marriage would mean “the end of marriage as a holy institution” and “lead to indiscriminate immorality.”  Who can seriously doubt today that those warnings have come true in spades, and that the institution of marriage, as understood in natural law and in revealed religion, is in the gravest trouble. Moreover, there has been yet another grave consequence of the contraceptive mentality, which was not foreseen by the Church itself, or by the secular society, and that is the fact that much of the human family now finds itself threatened by a demographic crisis caused by being seriously below replacement birth rates.
Fr. Pilon then highlights how odd it is that a Synod—an Extraordinary Synod, at that—essentially ignored the historical, theological, and philosophical elephants in the room:
How strange it is, then, that a Special Synod called by the Pope precisely to counteract the contemporary negative forces undermining marriage and the family, and to strengthen the family as the basic institution of human society and the Church, should say little or nothing about the role that the virtually universal practice of contraception has played in causing this crisis. This virtual ignoring of the tremendous impact of contraception on married life and societal stability was confirmed by the absence of a single question in the 2015 Synod lineamenta which deals directly with the problem that contraception plays in the crisis facing marriage and family life in our day.
So how can one explain this peculiar blindness in the Church today regarding the evil of contraception, and its impact on marriage and society, especially given the great intellectual and theological contributions of three great popes, Paul VI, John Paul II, and Benedict XVI? These popes made abundantly clear the moral and social consequences of the evil of contraception, its devastating impact for the perfection and stability of married love, and the stability of the family and human society at large. How their brilliant teaching could be so ignored is not easy to understand.
It’s been nearly 50 years now since Pope Paul VI issued what was certainly his most important encyclical, Humanae Vitae, and 35 years since Saint John Paul II gave us Familiaris Consortio. Both of these great magisterial teachings made it crystal clear how contraception, and the contraceptive mentality, damage marriage, undermine married love, family life, and human society. Yet, those responsible for the preparation of the coming 2015 Synod, for some reason, chose not to submit a single study question in the  lineamenta, directly dealing with the problem of artificial contraception. Obviously, these Church leaders did not see this moral and practical issue as a significant factor in the collapse of marriage and family life over the past half century. It was as if the extensive papal magisterium of Pope Paul, John Paul II, and Benedictin brilliantly analyzing the devastating impact of contraception on married love and marriage stability, as well as on demographic survival of societyhad never taken place.
To appreciate just how truly stunning this really is, we might consider an analogous situation. Suppose an international commission, set up to study the problem of AIDS, and composed of medical experts from around the world, had issued a report or study guide that failed to mention the problem of promiscuous sex in the transmission of this disease, and focused exclusively on the social and political dimensions of the problem. Would that not be stunning? Would the world not be shocked?
Yet, this is what basically happened after the 2014 Synod. The focus of the final report, and the questionnaire for the 2015 Synod, was largely on the political and social and cultural roots of the family crisis, while virtually no attention was given to the moral problem of contraception in undermining family life, values, stability, and unity. There certainly were bishops who raised this issue during the first Synod, and yet their concerns were virtually ignored by those responsible for preparing for the 2015 Synod. Contraception, and the contraceptive mentality, were obviously seen as having little or no importance. Or, perhaps, it was considered a lost cause?  Better to focus on other issues. But contraception is not just one moral issue among others when it comes to the destruction of marriage and society. It is without question, or should be, the single most important contributing cause to our present crises related to marriage and society, regardless of how many Church leaders recognize this fact. It may be ignored intellectually; it will not be ignored without ongoing devastating consequences for the real world.
He then notes what many others pointed out last October: the near complete absence of anything by John Paul II about, well, anything relating to marriage, sex, family, and many related topics:
What, then, has happened to the Catholic Church today when the brilliant and incisive moral and social analyses of three great popes can be basically ignored, except for a reference to their championing an attitude of “openness to life.” Pope Paul taught that contraception not only leads inevitably to an anti-life culture among married couples, but that it also gravely undermines the stability and unity of marriage by destroying the unitive meaning of the act of married love. He also warned of the grave consequences this would have on the morality of the young and unmarried as well. How can this be ignored after fifty years of sexual revolution, which depended heavily on the contraceptive culture. This is not simply Catholic or papal opinion. It is a cultural fact, admitted by nearly all social scientists. Pope John Paul II built upon this analysis, and gave us a much more detailed analysis of the way that contraceptive acts, and the consequent contraceptive mentality, undermine conjugal love itself and, thus, conjugal unity. Is this not seen to be relevant for understanding and countering today’s crises?
From this silence of the Synod documents, we can see quite clearly that this papal teaching was obviously not fully embraced by some bishops, and clearly was not faithfully handed on in the seminaries, and other Catholic institutions of learning. What seminarians and lay Catholics often received in instruction was, at best, a bare rule with little or no explanation of this moral norm, and no explanation as to how contraception undermines marriage and married love, while demeaning and minimizing the procreative purpose of marriage. Indeed, what most Catholics, at least in the western world, have received for decades is simply silence on the matter: silence in the pulpit, silence in the confessional, silence in the schools, and silence in the magisterial documents at the diocesan level, and the national level.
So, rather than a Synod that openly discussed and addressed these challenging but vital matters, there was simply more silence and stonewalling. And a fair amount of psychobabble, especially in the infamous mid-Synod document. Do read the entire essay.
Worth noting here is a piece I posted on Insight Scoop back in 2012 about contraception and abortion, quoting from works by Janet Smith and Joyce Little. The latter wrote a brilliant book back in 1993 titled The Church and the Culture War(Ignatius Press), in which she stated:
For Catholics, however, the roots of a culture of death strike deeper than abortion. The watershed issue for Catholics is not abortion but contraception. For contraception places before us the central issue of our age—who has dominion over man? Man himself or God? In Genesis, God gave man dominion over nature (Gen 1:28), but he reserved dominion over man tohttp://books.google.com/books?id=X8ISAQAAIAAJ&printsec=frontcover&img=1&zoom=1himself, as exemplified in his one command to Adam and Eve. Is the human body a part of that realm over which God gave man dominion, or is the human body indissociable from the human being over whom God reserved dominion for himself? That is the unavoidable question raised by contraception. To divorce sex from procreation is to divorce man from his role as co-creator with God in order to set man up as the sole lord of even his own existence. It is to reduce sex to the level of a simple biological function which, as such, belongs to the nature over which man has dominion. In doing this, man gives himself the warrant to define for himself what is good and what is evil in all matters pertaining to sex-and thus to life and death. To the man, and even more the woman, who claims contraceptive control over his or her own body, abortion is but the logical and even necessary corollary to such a notion of control.

Because contraception involves us in a false assertion of freedom vis-à-vis God, by claiming a prerogative which rightly belongs to God, and because abortion involves us in a false assertion of freedom vis-à-vis both God and other human beings, by taking a life which God has given to another person, women, who are the primary target of those advocating contraception and abortion, must take the lead in renouncing the culture of death which such techniques produce. Women must recognize within themselves that unique capacity for giving life which defined Eve as "mother of all living" and Mary as Mother of God. A culture of death can prevail only at the expense of motherhood itself: and women must work to see that the female capacity to conceive and bear children is not treated as somehow disordered or flawed.

This means two things above all else. It means, first, that women must actively resist that contraceptive mentality which supposes that the chemical suppression of the capacity of a normally-functioning female body to conceive a child or the physical disruption by barrier methods of the marital act itself are good things. It means, second, that women must actively combat that attitude which suggests that the woman who does actually conceive a child might be regarded as having contracted a disease. Thinking of the female body and the marital act as flawed and therefore in need of a contraceptive "fix" and viewing pregnancy as a disease in need of the "cure" of abortion are two of the most vicious aspects of a culture of death. Without these mistaken concepts, no such culture could ever flourish. If women must take the lead here, this does not mean that men have no role to play. Indeed, a culture centered on contraception and abortion works in the final analysis as much against fatherhood as against motherhood, for it strikes at marriage and the family precisely because it divorces freedom from love and that responsibility which is intrinsic to love. As the Pope points out, "Responsible parenthood is the necessary condition for human love, and it is also the necessary condition for authentic conjugal love, because love cannot be irresponsible. Its beauty is the fruit of responsibility. When love is truly responsible, it is also truly free." [5]

The only way, in short, to subvert a culture of death is to embrace freely and joyfully the hierarchy or sacred order of the sacrament of marriage by which man is able to become the living image of God and thus sustain within this world the trinitarian order with which God has invested it and without which there can be only a world of tyranny and a culture of death. But this means something else of which both Vatican II and the current Pope have been most insistent. This means the laity must assume a much greater responsibility for the mission of the Church in this world. (pp 164-67)
Here is the entire post. More on this topic, I'm sure, in the weeks and months to come. 

domingo, agosto 09, 2015

La duda: ¿denunciar o no la iniquidad cuando está en El Vaticano?

Hay dos opiniones sobre este tema.

Una quiere evitar el escándalo de los débiles, y silencia, por esa razón, la información sobre el humo de Satanás que penetra incluso en El Vaticano.

También por eso se ocultaban los delitos de los sacerdotes, enviándolos a rehabilitarse. Sabemos que las instrucciones a los obispos de no denunciar a los sacerdotes procedieron directamente de la Congregación para los Obispos. El cambio de política vino a partir de los escándalos del año 2002.

Pero ese cambio no ha llegado a todos los temas.

La visión que prefiere airear las cosas, para dispersar el humo, sigue siendo minoritaria. En relación con los sacerdotes que abusaban de niños, gracias a la valiente denuncia de los laicos, se impuso esta opinión.

Pero no ha sucedido así en los demás temas. Basta que alguien denuncie alguna otra barbaridad para que se estime que va contra la unidad de la Iglesia, o la buena fama, o el bien de las almas.

Recientemente, en temas de matrimonio y familia, por desgracia el humo de Satanás ha emanado desde ahí al mundo.

No doy links. Para no escandalizar.



domingo, agosto 02, 2015

La invalidez de "Obergefell v. Hodges"

La valiente declaración de una asociación de abogados católicos de EE.UU.

I am sorry: it is in English.

Read.

ACLA on Supremes Same Sex "Marriage" Case - Obergefell v. Hodges 

supreme_court-bw

AMERICAN CATHOLIC LAWYERS ASSOCIATION, INC.
Press Release on Obergefell v. Hodges


July 27, 2015, Fairfield, NJ - The American Catholic Lawyers Association announces its objection to the majority ruling in the case of  
Obergefell v. Hodges regarding same-sex marriage.  Sodomy, as the Supreme Court itself observed in Bowers v. Hardwicke, before overruling itself a mere seventeen years later in Lawrence v. Texas, is immoral and perverse conduct that the U.S. Constitution was never intended to protect; and the Constitution is forbidden to transgress those aspects of the divine and natural law binding on all men and all nations. Nor was the Constitution ever intended to take away from the States the right to punish sodomy or to codify the truth of both divine and natural law that marriage is between one man and one woman.

Moreover the 
Obergefell decision is invalid in that two of the Justices were required by the U.S. Code, Title 28, Part I, Chapter 21, § 455, to recuse themselves because of “impartiality that might reasonably be questioned.” Both Justices Kagan and Ginsburg failed to recuse themselves despite having a public record of advocacy of “same-sex marriage,” with both having conducted “same-sex wedding” ceremonies.  

Finally, the American Catholic Lawyers Association protests in the strongest terms the actions of Justice Anthony Kennedy.  Because he was the deciding vote, God gave him, as a professing Catholic, the opportunity to uphold the divine and natural law that marriage is between a man and a woman. Instead, he did the unthinkable and attempted to overturn that truth with false human reasoning. 

As a Catholic jurist, especially one protected by the life tenure that ensures judicial independence from popular sentiment, Justice Kennedy was bound to obey a law higher than his false notion of “liberty,” the law that God has inscribed in human nature.  Justice Kennedy failed in this sacred duty, violated the oath to God he took upon ascension to his high office, and thereby inflicted incalculable harm on society. 

In a teaching that applies universally under the natural law, the Congregation for the Doctrine of the Faith, in a statement whose publication was ordered by John Paul II, declared that even “[i]n those situations where homosexual unions have been legally recognized or have been given the legal status and rights belonging to marriage, 
clear and emphatic opposition is a dutyOne must refrain from any kind of formal cooperation in the enactment or application of such gravely unjust laws and, as far as possible, from material cooperation on the level of their application.” [“Considerations Regarding Proposals to Give Legal Recognition to Unions Between Homosexual Persons”, Congregation for the Doctrine of the Faith, June 3, 2003]

Accordingly, we call upon the Court to overrule this decision at the first opportunity. Further, we call on the Bishop of Justice Kennedy’s diocese or any competent Church authority to impose appropriate canonical sanctions in keeping with the 1983 Code of Canon Law promulgated by John Paul II, which provides: “Those who have… been 
obstinately persevering in manifest grave sin are not to be admitted to Holy Communion.” CIC (1983) § 915. The Catholic faithful are not immune from the authority of the Church when they don judicial robes or enter legislative chambers. On the contrary, the Church imposes a higher duty on Catholic public officials precisely in virtue of their public offices—a duty to defend and protect the common good according to the higher law.
AMERICAN CATHOLIC LAWYERS ASSOCIATION, INC. is a federally tax-exempt organization dedicated, since 1991, to defending the rights of Catholics in civil and criminal courts throughout the nation, both state and federal, and in public discourse and debate. Donations to the work of the Association are tax-deductible in accordance with IRS Code § 501(c)(3).
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