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domingo, agosto 23, 2015

Hablar con la verdad: gritar en el desierto

La próxima vez que alguien me diga "déjalo estar", para que pase de tantas injusticias y errores que deben ser resistidos, sobre todo en beneficio de los inocentes que cada día caen bajo las garras de una propaganda falaz, resentida, odiosa, hedonista y satánica, le daré a leer este artículo de Juan Andrés de Prada.

Me consta que son muchos los que, como yo, prefieren ser Quijotes antes que Judas. Y las posiciones intermedias, que cabe a veces admitir, son cada vez menos plausibles: porque los enemigos de la verdad en este mundo son cada día más agresivos y exigen la sumisión explícita de sus víctimas.

Leed.



Juan Manuel de Prada
JUAN MANUEL DE PRADA

Clamar en el desierto

llave
Como no me chupo el dedo, sé bien que las cosas que escribo provocan el desprecio de la mayoría de mis contemporáneos. Provocan, desde luego, el desprecio de progres de derechas y de izquierdas, que me ven como un reaccionario que defiende ideas antediluvianas inconciliables con el espíritu de nuestro tiempo; provocan también el desprecio de los fariseos que se aprovechan de la fe religiosa de los sencillos para sus negocios y sus cambalaches políticos, porque tengo la nefasta manía de recordarles que son la sal sosa fustigada en el Evangelio. Unamuno se refería a esa «nueva Inquisición», omnipotente en nuestra época, «que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia». Yo jamás me rendiré a la ortodoxia decretada por nuestra época; y, por lo tanto, no me aguarda otro destino sino ser cada vez más despreciado y ridiculizado, hasta que algún día logren silenciarme del todo. Pero hasta que llegue ese día tal vez no demasiado lejano prometo seguir dando la batalla.
No es, sin embargo, sencillo escribir sabiendo que eres una persona despreciada. A cualquiera le gusta ser halagado y aplaudido; y más que a nadie al escritor. Para seguir escribiendo sabiendo que eres una persona despreciada y ridiculizada por los corifeos del sistema hace falta vencerse a uno mismo, hace falta renunciar a la propia conveniencia. Esta es la actitud de don Quijote, que no vacila en ponerse en ridículo ante el mundo para hacer realidad los ideales de la andante caballería, para traer otra vez la Edad Media a un Renacimiento que la desdeña jocosamente (pero la jocosidad es la máscara con que el cinismo oculta su odio). A don Quijote le habría sido muy sencillo combatir las burlas de sus contemporáneos, pues todos reconocen que es hombre discreto; le habría bastado con renegar de su espíritu caballeresco para obtener la consideración y el aplauso del mundo. En diversos pasajes de la obra cervantina leemos que los personajes que se cruzan en el camino de don Quijote lo ponderan y ensalzan; y que sólo cuando don Quijote se refiere a su malhadada caballería lo toman por necio. A don Quijote le habría bastado con hacer 'reserva mental' de determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a cabo su vocación. Es una lección muy dolorosa, pero incalculablemente hermosa. Y es el ejemplo que me he propuesto seguir.
Unamuno, al referirse a este rasgo trágico y esencial del quijotismo, no se olvida del «más terrible ridículo» que debe afrontar quien decide imitar la actitud de don Quijote, que es «el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo». En efecto, como le ocurría a Unamuno, «mi razón se burla de mi fe y la desprecia». Mi razón constantemente me recomienda que aplauda lo que el mundo aplaude, mi razón me pide sin cesar que calle ante lo que la corrección política establece, mi razón me ruega encarecidamente que asuma como propios los postulados del progresismo hegemónico, para poder medrar, como hacen los escritores de éxito; y que, una vez asumidos tales postulados, discrepe en asuntos menores con mucho aspaviento y jeribeque, como hacen los escritores de éxito, para posar de rebelde ante la galería. Pero mi fe quijotesca se niega a aceptar lo que la razón me reclama; y entonces mi razón se burla de mí, escandalizada de mi locura, y es la primera en carcajearse de mi ridiculez.
Ridiculez que, además, conlleva una condena a la soledad; porque uno no tarda en descubrir que, al revolverse contra el espíritu de su tiempo, no consigue otra cosa sino la soledad, pues a la inmensa mayoría de la gente lo que le gusta es comulgar con el espíritu de su tiempo, que es lo que garantiza llevar una vida pacífica y sin sobresaltos. Pero, aunque la soledad sea a veces muy dolorosa, uno se siente más vivo que nunca; pues, como nos enseñaba Chesterton, sólo el que nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo, pues para avanzar aunque sólo sea un centímetro tiene que bracear con brío (frente al que es arrastrado por la corriente, que avanza fácilmente aunque lleve mucho tiempo muerto).
Y clamar en el desierto no es una tarea estéril, como nos enseñaba Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «¿Cuál es, pues, la nueva misión de don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte».

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