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domingo, febrero 17, 2008

Una columna esotérica


Por esas cosas del destino, la última columna que envié a El Mercurio no llegó a la imprenta. No se trata de alguna forma de censura, algo impensable, porque El Mercurio, contra las apariencias, es el diario más liberal de Chile. Su competidor, el tabloide La Tercera, en cambio, adopta la pose pluralista, pero es de un liberalismo monolítico. En efecto, hace propaganda bajo el lema: “Piensa sin límites”; pero, por si acaso alguien se ha creído el cuento, publican todas las noticias y todas las columnas de opinión bajo un prisma uniformemente liberal, sin tapujos y sin complejos, como la revista de un convento de cartujos sería rigurosamente conventual y religiosa. Por eso me gusta escribir en El Mercurio, porque sé que rondan por esas páginas visiones liberales —erradas, ciertamente, pero interesantes y divertidas— y socialistas y esteticistas y extremas y moderadas, todas aptas para darle el contexto de falsedad que ayuda a apreciar mejor las mías.

La columna no será publicada. Aquí, en exclusiva para mis lectores esotéricos:




Pingüinos 2.0


He recaído en uno de mis traumas de juventud: la vejez. En ese nicho esotérico, el blog “Bajo la Lupa”, he contado ya que desde muy niño quise ser viejo, quizás porque tuve la suerte de conocer ancianos admirables casi desde la cuna, la tan vilipendiada cuna, que hace la diferencia entre el caballero y el roto.

Recuerdo una vez que un viejo nos llevó, a mi hermano mayor y a mí, que teníamos unos diez años más o menos, a pasar el día al campo, en una antigua hacienda mexicana con piscina y animales y “squash” y olor a tiros y a mariachis y a todo lo que la imaginación podía captar con unas pocas miradas. En el camino de regreso, después de pasárnoslo bomba, el viejo nos preguntó si queríamos sentir la emoción de la velocidad. Mi hermano dijo que sí, y yo, en fin, no me atreví a decir que no. Así que asumo mi responsabilidad histórica, moral, jurídica y política, pues el caso es que nos fuimos un buen rato a 170 kms./hora. La culpa principal fue del viejo, que tenía 17 años a la sazón; pero nosotros, los jóvenes de entonces, fuimos cómplices. Y con la sensación de velocidad quise ser viejo pronto, aunque, eso sí, he ido posponiendo un poco la edad de la vejez.

Oficialmente sostengo que la ancianidad comienza a los 25, por una serie de razones filosóficas, médicas y deportivas, que sería largo y humillante repasar. Extraoficialmente, “off the record”, estoy dispuesto a conceder que la vejez comienza a los cincuenta. Y ni un segundo más tarde. No me gustan esos eufemismos que terminan atacando mucho más a los viejos: “¡qué bien se conserva!”; “¡no se le notan los años!”; “¿cómo lo hace para verse tan joven?”; “¿abuela, ya, ¡tan joven!?”; “pero si se ve fresco como una lechuga”; “¡está tan lúcido!” (esto se dice de los que, en fin, además de viejos están cojos, ciegos, sordos . . .). No, no, y eso de los “adultos mayores”, ¡qué violencia al lenguaje y a la dignidad del hombre!

Después fui conociendo a mis tíos y tías, a mis primos mayores —algunos tan viejos que se casaron cuando yo era niño . . .—, a mis profesores, a los carabineros . . .

Los carabineros eran los viejos más choros, qué quieren que les diga. Ellos perdonaron a mi madre tantas veces como para sospechar algún tipo de soborno, que ella dice que consistía en rogarles comenzando por “mi Capitán”. ¡Qué felices esos tiempos! Una sola vez se la llevaron, y mi padre —otro viejo choro— tuvo que ir a rescatarla de la comisaría. Fue un malentendido. La vieja estaba familiarizada con la experiencia de México, donde se pagan las multas sobre la marcha. Es el sistema del PRI, la Concertación de allá: la “mordida” (nuestra “coima”) se considera parte del sueldo del policía. En fin, ella, una vez que vio que no podría sacarse el parte de encima, abrió su cartera y le dijo al pobre cabo: “Ya, ya, muy bien, dígame cuánto le debo”. “¡Pero, señora, qué se ha imaginado!”, respondió el hombre, quien, naturalmente —entonces no había PRI en Chile—, sintió que intentaban sobornarlo. Y fue detenida, “retenida” si ustedes quieren.

Hoy quizás los reprenderían. Ni siquiera pueden echar a los maricas de la institución, hasta que . . . ¡terminamos sospechando de todos! No pueden reprimir a los indios salvajes . . . ¡ni siquiera cuando están en el mismísimo acto de atacar! No pueden esperar justicia por sus mártires. No se hagan ilusiones, paquitos queridos: ustedes seguirán cayendo, y los subversivos y los delincuentes seguirán mandando. No se hagan ilusiones; ni se hagan los lesos. La viuda que decía confiar solamente en la institución, y no en los tribunales, no estaba pidiendo que la institución acudiera a los tribunales. No: ella pedía una solución a la inglesa. Una solución inaceptable, sin duda, pero que nos indica adónde estamos llegando bajo un gobierno débil, corrupto, miserable, mentiroso, pendenciero, anti-vida, anti-familia, anti-reconciliación, anti-estado-de-derecho, anti-empresa, anti-todo.

Tantos viejos superiores he conocido, que ahora me dedico profesionalmente a convertir a los jóvenes en viejos, cuanto antes. Una adecuada formación filosófica, ética, religiosa, profesional, en la tradición del rigor, puede convertir a un niño caprichoso en un hombre de valía; a una niña mimosa en una mujer preparada para ser madre (todo lo demás, que ella pueda ser, será más fácil). Y los estudios superiores, universitarios o técnicos, son eso: tiempo para madurar.

Por eso, a los pingüinos 2.0 les ruego, les exijo, que no se agoten con un verano infernal, que descansen como humanos y no como cerdos, que duerman de noche y jueguen de día, que alimenten ideales altos y nobles y no esa acumulación de ideas rastreras que algunos conciben como consustancial a la juventud.

Pingüinos 2.0: la juventud interior puede perderse más rápido que la exterior. Pero también puede no acabarse nunca.