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jueves, enero 26, 2006

La Concertación de Partidos por el Poder

O por la democracia, que es lo mismo: conseguir el poder, y retenerlo, a través de la seducción periódica de los votantes.

O por la alegría, porque con el poder ya en la mano viene la celebración. Y la repartija de los regalos.

O por el amor, porque la Concertación está cada vez más tomada por los que se llaman “progresistas”, y ya sabemos que el progresismo, tal como ellos lo entienden, tiene que ver sobre todo con avanzar hacia el amor: ampliar las posibilidades de hacer el amor con el mínimo de consecuencias molestas.

Poder, democracia, alegría, amor. Todo eso representa la Concertación que gobierna Chile desde hace años. Aunque realmente está gastada como coalición desde el punto de vista de sus ideales políticos, ha tejido muchos intereses concretos que la mantienen unidad como una gran máquina de poder (y de democracia y de alegría y de amor).

Recuerdo ahora un aspecto de la vida de H. L. A. Hart, famoso profesor de Filosofía del Derecho en Oxford a mediados del siglo pasado. A pesar de la afinidad intelectual e ideológica con su mujer, Jenifer, el amor y la complementariedad sexual habían ido palideciendo con los años: “a uno de nosotros no le gusta la comida y al otro no le gusta el sexo”, diagnosticó Herbert. Entonces se propusieron un nuevo comienzo, que —pensaban— podría ser ayudado teniendo otro hijo. Y lo tuvieron, y ayudó a ir adelante. El primer amor, sin embargo, nunca se recuperó. Al final no podían vivir el uno sin el otro, y no tenían eso que los progresistas llaman “amor”.

¿Por qué no se divorciaron, si los dos eran liberales y aceptaban el divorcio como una salida natural a este tipo de problemas? Jenifer Hart se horrorizaba ante la sugerencia y para Herbert era simplemente impensable. Ninguno creía que fuese mejor vivir solos ni que pudieran encontrar una pareja a la altura del otro. La estructura familiar —con los hijos, pero también con un cúmulo de relaciones y de afinidades tejidas más allá del amor— los mantuvo unidos, no a la fuerza, sino porque querían seguir así. Ese querer seguir unidos, potenciado por la llegada de un nuevo hijo, aunque no se sientan los efluvios del sentimiento ni de la afinidad sexual, es lo que yo llamo amor. (Explicaré más esto en otro capítulo si alguien me envía un cheque por un millón de dólares).

De manera que la Concertación de Partidos por el Amor se mantiene unida por los hijos que ha engendrado y por los intereses que ha tejido. Por eso siempre he considerado ridículas las profecías conservadoras —comenzaron ya en el primer año de democracia— de un inminente quiebre en esta tupida red, como si fuera una frágil taza de porcelana y no una maraña muy difícil de cortar. Naturalmente, la contingencia de todo lo político no excluye que se desarticule esa liga exitosa de partidos, especialmente si las nuevas circunstancias, como los cambios en el sistema electoral, hacen posible o incluso aconsejable mantener la red de intereses mediante acuerdos políticos posteriores a las elecciones.

A pesar de todo, el matrimonio polígamo de la izquierda está realmente muy gastado. La mayoría de los votantes no participa de esa red de intereses. ¿Por qué eligieron de nuevo, entonces, a la Concertación?

Pido permiso para señalar una serie de causas superficiales de la victoria, dejando de lado la razón fundamental y obvia que he indicado en el capítulo precedente: ¡se me olvidó rezar!

La primera es que, conscientes del carácter popular del evento, los estrategas de Michell montaron un espectáculo mejor. Parece que leyeron el capítulo sobre el Monstruo de la Quinta Vergara.

Mientras Joaquín Lavín y, después, Sebastián Piñera, posaban delante de una Polaroid —lo que está muy bien— y traían a cantar a un tal Adrián y los no sé qué negros, un morenazo feazo al que solamente mujeres valientes deben de besar, nuestra actual reina acumulaba el apoyo de mujeres extranjeras —esa parlamentaria argentina casada con el Presidente Kirchner, la diputada socialista francesa . . .— y de artistas de alta audiencia, como Miguel Bosé. Si dicen que Piñera necesitaba conquistar el voto femenino, ¿cómo podría competir con Miguel Bosé? ¡¿Cómo?!

Por cierto, eché de menos los comentarios de esos amigos míos concertacionistas que se escandalizaron cuando Lavín comenzó con la política farándula, con sus batucadas y bailarinas y cantantes del ‘99. Ahora la manipulación del populacho (nuestro querido Monstruo) es, simplemente, una aceptable manifestación del carácter cultural-popular de la campaña socialista, una gran fiesta de la democracia.

Una segunda razón que explica la derrota de la Alianza por Chile es la descarada intervención electoral del Presidente Lagos, profetizada en nuestro capítulo “El Monstruo de la Quinta Vergara” como una necesidad política y personal de defenderse contra el avance de las investigaciones por corrupción. De todas maneras, la práctica es esperable y, ya que está legitimada, tendrá que hacer uso de ella la Alianza cuando gobierne.

En tercer lugar, la campaña de la oposición se guió por un cálculo chato basado en preferencias superficiales del Monstruo; pero omitió atacar la corrupción con la indignación moral que amerita y que debía haberse transmitido al pueblo, como con tanta eficacia hace nuestra izquierda cuando elige indignarse por algo. No se hizo sentir a los votantes que tenían una razón poderosa para desear el cambio, a saber, que el régimen actual ha cometido injusticias que requieren un castigo. Este tema seguirá vigente y se agudizará en el futuro, porque —con independencia del signo político— la prolongación en el poder tiende a generar corrupción. Las personas más idealistas, más honestas y más políticas de la Concertación lo saben bien, y luchan contra este fenómeno desde dentro de sus filas. Nada más penoso que una oposición que no lo hace desde afuera.

Estas causas no explican demasiado: son superficiales. Todavía debo señalar algunas más, casi tan elementales. A ti, ¡oh, profundo lector!, te imploro paciencia y comprensión.

jueves, enero 19, 2006

Gracias por favor concedido

Dios mío: no sabía que Tú también estabas leyendo estas columnas. Si lo hubiera sabido, no habría publicado “Del humanismo cristiano, ¡líbranos, Señor!”.

—Yo siempre te escucho, hijo mío —respondió Él—. Así que os he librado de la amenaza del humanismo cristiano; pero, si no os portáis como Yo mando, vendrá uno todavía peor: el humanismo demócrata cristiano.

Temblé, sudé, imploré de nuevo. Y continuó ese diálogo, pero no me es lícito publicarlo ahora porque revelaría cosas que ustedes no pueden todavía asimilar.

Después de la entrevista con Dios, recordé que efectivamente Él me ha otorgado, hasta el momento, todo lo que le he pedido, excepto una cosa que dice que debo implorarle durante algunas décadas (¡ya van dos!). Yo quería que ganara Sebastián Piñera, pero . . . ¡se me olvidó pedirlo!

El hecho es que la causa principal de la derrota ha sido mi miserable diatriba contra el humanismo cristiano.

En cualquier caso, lo pedido era bueno, y ojalá nos dure: que se termine el clericalismo en Chile, que se deje de utilizar la religión para ganar votos. Si la elección de un nuevo Presidente socialista contribuye a este fin, bien vale la pena soportar cuatro años más.

Tres preguntas quedan en el aire, a pesar del favor que la Divina Providencia nos ha concedido. Primera: ¿contribuye la aparente euforia episcopal en favor de Bachelet a combatir el clericalismo o es un resabio de la militancia clerical en las filas de la izquierda? Segunda: ¿por qué triunfó de nuevo la Concertación, cuando venía tan gastada? Tercera: ¿qué cabe esperar?

La primera cuestión es difícil de explicar para quienes no tengan perspectiva histórica.

A los obispos católicos les ha faltado tiempo para ponerse sus arreos e ir a felicitar a una mujer agnóstica, de un pasado no del todo claro, partidaria del divorcio (¡bien ejercitado!), del aborto —aunque las exigencias de la campaña le hayan bajado el perfil—, de las uniones homosexuales . . . Naturalmente se ha producido un escándalo ante lo que parece, por lo menos, hipocresía, y, en cualquier caso, apoyo político a una Presidenta que puede continuar dañando moralmente a nuestra patria.

Hipocresía, sí, porque la Jerarquía guardó una aparente neutralidad antes de la elección; pero ahora se vuelca hacia el lado vencedor, con alegría (¿por qué, si daba lo mismo quién ganara?), con felicitaciones por lo que parece —ahora: no antes— un acierto del pueblo: haber elegido el amor. Y la otra mitad del país, ¿quería el odio, acaso? Y la Concertación, que medra con las heridas del pasado —no conviene que cicatricen—, persigue sin tregua a sus enemigos políticos —con malas artes—, utiliza todo el aparato del Estado para aferrarse al poder, ¿es la encarnación del amor?

Más elemental, con todo, es el escándalo de la Jerarquía católica como comparsa de un régimen injusto.

El gobierno socialista en Chile es un fragmento de la Internacional Socialista, como se ha visto en los múltiples apoyos de emergencia que recibió Michelle Bachelet. El socialismo internacional ha combatido los principios cristianos: la libertad personal; el matrimonio indisoluble y —ahora hay que decirlo— entre varón y mujer; el derecho a la vida de los niños no nacidos y de los enfermos terminales . . .

En consecuencia, aunque la Jerarquía de la Iglesia puede dejar a los fieles libres para que estimen en conciencia si cabe defender mejor los principios desde dentro o desde fuera del régimen actual, no debería ella misma aparecer apoyando a una mitad de la población en su elección de Presidente.

Con perspectiva histórica y mejor conocimiento de la doctrina católica, en cambio, el escándalo se desvanece.

Desde luego, no hay hipocresía: los obispos mantienen su neutralidad cuando felicitan a la vencedora, porque hubieran felicitado también al otro, al humanista cristiano. Quizás no hubiera sido un triunfo del amor, pero habrían alabado la victoria del tesón y del espíritu emprendedor, que también son valores cristianos.

Ahora recuerdo que un día, cuando el Gobierno del ex Presidente Pinochet expulsó a unos sacerdotes extranjeros hostiles y condecoró a otros sacerdotes, más afines, el Nuncio, preguntado ante las cámaras acerca de tan insólito suceso, respondió que él seguía a san Pablo: “me alegro con los que se alegran, lloro con los que lloran” (cf. Romanos 12, 15). Poco tiempo después, ese Nuncio, Angelo Sodano, pasó a ser Secretario de Estado de Juan Pablo II.

En la Alemania nazi, el Cardenal Clemens August von Galen (1878-1946), beatificado por Benedicto XVI, terminaba sus homilías, en las que predicaba fuerte y valientemente contra el régimen totalitario, así: “Oremos por los que están necesitados (...), por nuestro pueblo alemán y nuestra patria y su Führer”. El Papa Pío XI, para defender los derechos de la Iglesia en Alemania, aconsejado por todos los obispos alemanes, firmó un Concordato con Hitler (1933). Después fulminó su Encíclica Mit Brennender Sorge (1937) contra el nazismo, cuando ningún país europeo quería aún hacerle frente.

Después del 11 de septiembre de 1973, la Jerarquía católica asistió al Te Deum con la Junta de Gobierno Militar, a la que aseguró la misma fidelidad que había tenido para con el gobierno recientemente derrocado.

Los obispos chilenos no hacen más que seguir la Historia de la Iglesia, cuya doctrina es clara desde el mismo san Pablo: “Que todos se subordinen a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no venga de Dios, y las que existen han sido establecidas por Dios” (Romanos 13, 1). En ese momento, la autoridad establecida por Dios era Nerón, quien lo haría decapitar poco tiempo después.

¿Y si la señora Bachelet no fuese la tierna amante o la Presidente amorosa que los obispos esperan, y profundizara la experiencia socialista, a la española? Igual irían a visitarla, siguiendo a san Pablo: “bendecid a los que os persiguen; bendecidlos y no los maldigáis” (Romanos 12, 14).

Respondo, pues, a la primera pregunta: los obispos no fomentan el clericalismo ni son de izquierda.

¡Gracias, Señor, gracias!

jueves, enero 12, 2006

Del humanismo cristiano, ¡líbranos, Señor!

Una comprensible hipocresía colectiva caracteriza estos tiempos de elección presidencial. La política se presenta valiente y aguerrida y nos pone ante alternativas excluyentes, donde nos jugamos el futuro, donde no da lo mismo quién lleve las riendas del gobierno, donde al fin queda claro que hay diferencia entre el bien (nosotros) y el mal (ellos).

Bajo la superficie de tanta crispación, en cambio, nuestros líderes —los políticos, los intelectuales, los empresarios— saben que no es mucho lo que puede cambiar; que, con cualquier gobierno, continuaremos con los mismos problemas y los mismos caminos trillados que procuran resolverlos, sin renunciar a las orientaciones de fondo —esa mezcla variable de socialismo y de liberalismo— que, agotadas, solamente pueden administrar la crisis y estabilizar la convivencia.

El problema de la hipocresía, sin embargo, subsiste. ¿Por qué tenemos que aparecer como peleados, cuando en realidad nos queremos bastante? ¿Por qué hemos de gritar que el de enfrente es un imbécil, un incapaz, un inmoral, un peligro, un terrorista, un ladrón . . ., cuando ya querríamos tenerlo de nuestro lado?

Personalmente siempre he pensado que es simpliciter falsa cualquier crítica así, absoluta, contra un hombre o una mujer que ha servido cargos de relieve en la vida pública (alcalde, senador, ministro, académico, empresario, etc.) y que se ha impuesto en su sector político, con adversarios a diestra y siniestra. Alguien así no puede ser light o incompetente o un completo egoísta preocupado solamente de sus intereses económicos. Sebastián Piñera, por ejemplo, no necesita de la política para ser más rico. Para él, como para todos los que ya no pueden contar cuánto tienen, la política solamente es una carga, que debe satisfacer aspiraciones de otra naturaleza, ojalá más altas.

Comprendo, con todo, que, cuando las constricciones institucionales impiden las grandes revoluciones y el estado de la opinión pública y las reglas de la retórica exigen apelar a intereses básicos, los políticos encuentren difícil diferenciarse en sus propuestas sociales y económicas. Necesitan llegar a lo personal, apelar a los resortes morales y religiosos de los electores. Esta realidad es una demostración de que el fundamento moral y religioso de la política se mantiene vivo en la conciencia colectiva.

Mi comprensión no llega a justificar este ejercicio que, además de hipócrita, traslada la distinción básica de la ética, que es permanente, al terreno inestable de las corrientes y de las organizaciones políticas. Nada justifica clasificar a los hombres en los buenos (¡nosotros, no faltaba más!) y los malos. Si ponemos la hipocresía entre paréntesis un momento —todos lo hacemos cuando estamos en confianza— admitiremos fácilmente que el mal está dentro de nosotros y que no podemos decir sandeces como “no me arrepiento de nada”. Lo mismo sucede en los grupos humanos, en cualquier tipo de sociedad —desde una familia a un país, pasando por los partidos políticos—: hay aciertos y errores, virtudes y vicios, personas que hacen más bien que mal y al revés, avances y retrocesos, buenas y malas intenciones, lealtad y traición, libertad, mérito y culpa, y la posibilidad de rectificar.

De manera particular al acercarse una elección conviene insistir en la serenidad necesaria para respetar en el otro —también cuando nos parece que sirve de vehículo a ideas y propuestas objetivamente erróneas y aun perversas— el bien de la común humanidad, su igual derecho al reconocimiento y a luchar por difundir su visión del bien común. Este respeto básico no excluye, sino que garantiza de igual manera, nuestro derecho a la misma lucha política con fines sustancialmente opuestos.

En el fundamento de la moral está la religión. Por eso, más perversa todavía que la división entre buenos y malos es la oposición entre ángeles y demonios. Aquélla tiene el mérito, al menos, de recordar la naturaleza esencialmente ética de la política, aunque con la soberbia de situar el mal solamente al frente. Ésta, por el contrario, auque se apoye en el fundamento religioso de la ética y, en último análisis, de la política, lo hace de manera fanática: reduce la religión a mero instrumento de fugaces asignaciones del poder terreno. Y el fanatismo es una perversión de la religión como el moralismo es una perversión de la ética.

Estoy convencido de que gran parte de la violencia política que asoló nuestra patria se ha debido a la siembra del odio, a la representación de los adversarios como demonios. La Providencia Divina nos ha ahorrado desde hace un tiempo este clima; pero no nos creamos nunca más el cuento del nunca más en Chile. Todo fanatismo, todo mesianismo político, lleva tarde o temprano a la violencia. Y el fanatismo no es de izquierda ni de derecha ni de centro: es un trastorno moral —quizás un problema psíquico— compatible con cualquier idea, con cualquier causa.

El uso de la religión para fines políticos, particularmente de la religión cristiana, repugna más todavía, aunque no alcance hoy al sectarismo de otras décadas. Por eso, aunque quiero con toda el alma ser cristiano y admiro el humanismo —el de Tomás Moro, Pico, Erasmo—, no me parece bueno el intento de apelar al humanismo cristiano como a un talismán para atraer votos.

Son cada vez más los temas políticos en los que los cristianos, como en la resistencia contra el nazismo, el fascismo y el comunismo, debemos estar unidos: la indisolubilidad del matrimonio, el derecho a la vida, la educación de la juventud . . . Ojalá muchos cristianos estén dispuestos a dar razón de su nombre en los temas difíciles, pero renuncien a usarlo para encaramarse en el poder.

La Jerarquía de la Iglesia no ha exigido a los católicos, de momento, uniformidad para votar en las elecciones presidenciales. Pienso, por eso, que los católicos están ante la Concertación en la misma posición que ante el Gobierno Militar: deben ponderar en conciencia si pueden conseguir más desde dentro, colaborando lealmente con los aspectos positivos, o desde fuera, con una oposición dirigida a cambiar el régimen.

Del humanismo cristiano, ¡líbranos, Señor!

jueves, enero 05, 2006

¿Un eje antiimperialista en América?


Un tío del gobierno español llamó al Nuncio en Madrid para exigirle que pusiera orden en la COPE, una cadena de radios que tiene cierta conexión con la Iglesia. ¿Qué había sucedido? ¿Qué podía haber escandalizado tanto a los apologistas de la más desbocada libertad para el sexo, la droga y el anticlericalismo, hasta el punto de llevarlos a pedir la “censura eclesiástica”?

Nada. En comparación con las aberraciones que el régimen hispano acoge en su seno, no había pasado nada. Se trataba solamente de una broma de dudoso gusto: inmediatamente después del triunfo de Evo Morales en Bolivia, lo llamó, para felicitarlo, el conductor de un programa de conversación, personificando nada menos que al Presidente del Gobierno de España.

Y, claro, siguió un diálogo delicioso.

El falso presidente anima al verdadero, le pregunta por Fidel (el Presidente de Cuba) y por Hugo (el de Venezuela), bromea sobre el “eje del mal” en Latinoamérica y sobre el frente antiimperialista, mientras el homenajeado le agradece tan amables palabras, se ríe con él de que no lo haya llamado el Presidente de Estados Unidos, le recuerda que un ex Presidente socialista de España —ése que salió en medio de la debacle de una corrupción galopante— estuvo por ahí ayudándolo y que el Ministro de Relaciones Exteriores español —¡en ejercicio!— le había prometido doblar la ayuda económica si ganaba él las elecciones . . . (por cierto, tan jugosa delación fue desmentida de inmediato por el tal Ministro: un desmentido inútil, difícil de creer). Y, como colofón, Morales le dice a su pseudo colega: “¡somos aliados naturales, Presidente!”.

Desde luego, la risa de los españoles llegó lejos. No habrá censura eclesiástica capaz de acallarla.

El jefe de los indios cocaleros, que en justa lid derrotó al líder de los bolivianos más sensatos, se sentía aliado natural del conquistador español; no tenía ningún problema en revolverse contra el imperialismo del Norte, al mismo tiempo que (¿se daría cuenta?) servía como una pieza más en el puzzle de la Internacional Socialista; sacaba las uñas contra cualquiera que amenazara con hacer rendir las riquezas naturales de Bolivia, a la par que se acaramelaba con quienes solamente han exportado corrupción moral y decadencia cultural.

Confieso que he sido malo, porque me reí cuando —lejos de España y de Bolivia— un amigo catalán me hacía oír la entrevista, bajada de Internet. Me burlé del Presidente de un país hermano.

Quizás esta risa mía pueda ser reparada en parte por los sentimientos compasivos que ahora inundan mi corazón: la pena y la vergüenza ajena. ¿Cómo podría no entristecerme que un país, al que me unen lazos afectivos —amigos cercanos—, caiga una y otra vez en las manos de gente inútil y peligrosa? ¿Cómo no apenarme si, además, en este caso puede venir, con la ayuda de los países socialistas, toda esa reata de corrupción moral que vamos conociendo de cerca en Chile?

La vergüenza ajena procede, en cambio, de las apariencias solamente. Parece que el pobre Evo Morales se cree eso del antiimperialismo y del anticapitalismo. Así se vende dentro, a sus indios, y fuera, a la tropa de burgueses europeos —sumamente imperialistas y capitalistas— que blanquean sus conciencias dando dinero para todas estas payasadas lejos de su casa. Y da vergüenza ajena —por solidaridad latinoamericana— la imagen del Presidente de Bolivia, patética, como si realmente pudiera hacer algo para elevar a su pueblo luchando contra el capitalismo y contra el imperialismo.

Más allá de la risa, la pena y la vergüenza, sin embargo, la realidad es tranquilizadora. Evo Morales no es un indio loco suelto, que dice lo que dice por ignorancia, sino un indio vivo —más vivo de lo que le hace bien a su patria—, que se ha leído un buen montón de libros con ideología barata, en la que no cree, y ha aprendido a utilizar a los que creen en ella.

Evo Morales pertenece al grupo de los caudillos astutos, que no solamente no están contra el imperialismo y contra el capitalismo, sino que viven como reyes gracias a tan misteriosos ismos.

Fidel Castro, por ejemplo, es uno de los capitalistas más ricos del mundo, de acuerdo con los estudios objetivos de la revista Forbes. Cuba ha vuelto a ser lo que era: un paraíso para los ricos —turistas de mala reputación, inversionistas extranjeros aliados con los gobernantes— y un infierno para los pobres, es decir, para casi todos.

¿Y Hugo Chávez? ¡Otro capitalista! Con el buen criterio, desde luego, de hacer participar a los soldados en el festín, apoyado —como siempre en Venezuela— en el petróleo nacional, y dando a los pobres un poco más —por lo menos más palabras . . .— de lo que siempre les dio la oligarquía criolla. Hugo Chávez es un tirano en el más clásico sentido de la palabra.

Algo distinto es el caso de Lula da Silva en Brasil. Naturalmente, como buen líder de izquierda tiene que habérselas con la creciente corrupción en su gobierno; pero él ha tenido el acierto de, más allá de la retórica, mantener la macroeconomía dentro de los parámetros básicos del capitalismo: sin quiebres, sin locuras. Así es más fácil atacar los puntos neurálgicos: la familia, la educación y el derecho a la vida.

Algunos quieren añadir a este elenco de capitalistas encubiertos a Néstor Kirchner. Habrá que esperar al siguiente ciclo de la crisis argentina y ver con cuántos millones sale él del gobierno. Por ahora, el oxígeno que ha conseguido alienta algunas esperanzas que no querría yo ahogar desde tan lejos.

Al final del día, todos ellos parecen presidentes rebeldes ante la opinión pública; pero son, como todos, capitalistas e imperialistas. Aprecian el dinero y el poder y tejen unas alianzas internacionales que les ayudan a acrecentar uno y otro. Por eso los rondan asesores progresistas de España (v.gr., Felipe González) y de Estados Unidos (v.gr., Jimmy Carter).

Sabremos más cuando los llamen de nuevo por teléfono. Con permiso del Nuncio.